Me parece loable que el gobierno se haya tomado la molestia de desmentir los “mitos” que, a sus ojos, persisten en torno a la lucha contra el crimen organizado. El blog de Alejandro Poiré, que ha cubierto los diez “mitos” anunciados, es un agradecible ejercicio didáctico. Aprovechando ese ánimo de apertura, quisiera proponer una duda que me parece fundamental: los costos de la estrategia de desmantelamiento de los grandes cárteles y su lamentable consecuencia: el surgimiento de pequeños grupos delincuenciales de particular violencia.
Las últimas semanas nos han ofrecido al menos dos ejemplos escalofriantes del perfil criminal que se ha desarrollado en el vacío de poder que, obviamente, ha dejado tras de sí la captura o muerte de importantes líderes del narcotráfico en México. Basta escuchar la historia de Osvaldo García Montoya, el líder de La mano con ojos, el minicártel que aterrorizó al Estado de México durante varios meses. Aparentemente, García Montoya comenzó como chofer, luego fue asistente, luego jefe de seguridad de otro operador y, finalmente, parte del equipo de Arturo Beltrán Leyva. Después, tras la captura de los tres o cuatro hombres que le superaban en la estructura criminal, el llamado Compayito vio llegar la suya: decidió independizarse y aplicar todo lo que había aprendido. Con una marcada predilección por la decapitación y el terror, García Montoya mató, dice, a cientos. Antes de ser capturado planeaba actos aún más espeluznantes, incluso contra autoridades. ¿Cuántos más como García Montoya? ¿Cuántos asistentes del asistente que, capturados sus superiores, se van por la libre?
Para entender un poco mejor el fenómeno, platiqué con Ariel Ávila, experto colombiano. Ávila me explicó que hasta 1994 había dos grandes cárteles en Colombia. Después, el gobierno de Gaviria decidió adoptar la estrategia de decapitación de las grandes bandas: “La criminalidad como una culebra: se le corta la cabeza y así se le debilita”, explicó Ávila. La idea era la misma que se ha dado en México: reducirlo todo a pequeñas bandas de menor fortaleza, más manejables y, en su momento, eliminables.
Por desgracia, me dijo Ávila, la decapitación derivó en la “democratización” de los grupos criminales: desaparecido el jefe, cualquiera pudo aspirar a un liderazgo, por más que éste fuera solo regional. Sin el control monopólico, múltiples mandos medios se quedaron con una “franquicia” de lo que era el cártel, en una zona determinada, en una región determinada. De acuerdo con Ávila, el riesgo es evidente. Al desmantelar a los grandes cárteles, el crimen deja de ser una “estructura criminal” para convertirse en una “red criminal”. Pequeños grupos que cuidan sus cotos con violencia, con extorsiones, con alianzas con otros grupos. Lo que antes era una batalla por proteger un negocio se vuelve una batalla por el poder. O los poderes —regionales, locales—, que es aún peor. El aumento de la violencia parece ser parte indispensable de esas batallas. Todos se vuelven potenciales enemigos. Por si fuera poco, al descentralizarse la estructura, hay mayor demanda de armas: a más bandas, más armas en circulación. En suma: no hay incentivos para reducir la violencia. Sobran, en cambio, alicientes para radicalizarla.
El escenario es escalofriante. Y, a juzgar por los testimonios de hombres como García Montoya, Édgar Valdez Villarreal o incluso José Antonio Acosta, el líder de La Línea, ya está aquí. No es posible exagerar el riesgo que representan para el país las luchas intestinas y la consolidación de minicárteles encabezados por antiguos mandos de segunda que, intoxicados por el poder, actúan con una violencia inusitada. No sé si Alejandro Poiré planee hablar del tema en las siguientes entregas de su blog. Espero que así sea. La mirada del fundador de La mano con ojos me reveló esa urgencia.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.