De acuerdo a Thomas Hobbes, el estado natural del hombre conduce a la violencia, y el ejercicio de la libertad se caracteriza por prácticas egoístas. La vida en sociedad, custodiada por un estado fuerte, tendría entre sus objetivos principales evitar o remediar las fricciones que irremediablemente han de tener lugar. Jean-Jacques Rousseau, por su parte, pensaba que el estado natural humano es pacífico, y que la violencia proviene precisamente de la vida en sociedad. Lo que resulta inevitable desde ambas perspectivas es el choque (que no por inevitable es deseable). Y las ciudades son escenarios privilegiados para ello. Así lo cree Paul Haggis, quien en Crash (2005) deja ver cómo Los Ángeles es un espacio propicio para el odio.
Crash, segundo largometraje de Haggis, es una película “coral” que sigue los entrecruzamientos de un grupo de personajes de diverso origen étnico: negros que son policías, artistas o ladrones; blancos que son policías o políticos; latinos que son policías (mucha, mucha policía, como canta Joaquín Sabina) o técnicos; asiáticos que son delincuentes; persas que son testarudos. Todos transitan por las mismas calles (pero no van juntos ni mucho menos revueltos), habitan el mismo espacio y cualquier roce los convierte en víctimas de unos o verdugos de otros: la convivencia genera violencia, y se multiplican las circunstancias para que todos tengan la posibilidad de hacer el bien y el mal. Y, egoístas todos, hacen lo que conviene a sus intereses, pero rara vez lo correcto.
Haggis parte de una hipótesis que es tan sugerente como cuestionable: al inicio el detective Graham Waters (Don Cheadle) comenta que en Los Ángeles todos viven detrás de un vidrio, por lo que resulta difícil entrar en contacto con los otros. Y como echan de menos ese contacto, el choque de unos con otros es el medio de “sentir algo”. Y lo dice justo después de sufrir un accidente vial, cuando se dirige con su compañera al lugar donde fue hallado el cadáver de un joven negro. Entonces Haggis propone un flashback al día anterior, en el que el fiscal de distrito y su mujer sufren el robo de su camioneta a manos de un par de negros, que, a su vez, atropellan a un asiático. Mientras tanto, un hombre de origen persa sufre el robo de su negocio y culpa al latino que cambió la cerradura de una de las puertas. Un policía blanco, por su parte, abusa de su placa y, ante la mirada impotente de su joven compañero, toca indebidamente a la esposa de un director de televisión negro. Pero la vida da vueltas, y los que hicieron el mal un día pueden enmendar el camino al día siguiente. La opción inversa también tiene lugar, con trágicas consecuencias. Y si hay una estrecha rendija para la redención, no hay espacio para el final feliz (al final queda claro que todos hacen el bien pero también el mal, y así el balance moral elude el maniqueísmo).
La ciudad de Los Ángeles que propone Haggis, la de la era Schwarzenegger, se aleja del glamour que a menudo habita las cintas que ahí tienen lugar. Y si el cine afroamericano sigue a sujetos que voluntaria o involuntariamente rompen la ley, en claroscuro y con sombrero, o si la comedia romántica se ilumina en los grandes bulevares y deslumbra con sus enormes piscinas, Haggis apuesta por una luz funcional, que si no llega al naturalismo tampoco es muy expresiva. El estilo se sustenta en la sutileza, y la emoción surge de la cercanía entre los personajes, de los abundantes planos cerrados, que permiten el acceso a la intimidad. La ciudad se hace presente en su gente, y la constante es el encuentro (o, mejor, el encontronazo) con el otro. Don Cheadle, que además es productor, sugiere que la cinta habla del poder de la ciudad sobre la gente, de cómo “Los Ángeles influye en la gente”. Y de este poder no escapa nadie y se manifiesta en el daño al otro. Por eso el que sufre racismo luego encuentra desquite racista, y el que es víctima del poder del otro luego tiene la posibilidad de encontrar a un otro más débil: la ciudad como una cadena de maldad.
Crash lleva el choque en el título, en la historia, pero sobre todo en los diálogos. En ella, de acuerdo con Haggis, se escucha lo que la gente piensa pero no se atreve a decir. La película, así, ofrece una especie de espejo a la voz interior de los angelinos. Y en lo que dicen hay un profundo odio racial, una intolerancia que termina por traducirse en actos, en la imposibilidad de estar con el otro en paz, de relacionarse y conformar una efectiva comunidad (incluso el discurso político es racista aunque políticamente correcto, y no duda en ocultar la verdad, en favorecer públicamente a los desfavorecidos para así conseguir los votos de éstos). Pero si las palabras hieren la música sanan, concilia; al final da cuenta, a menudo de forma melosa, de la exaltación emocional que experimentan los personajes en momentos decisivos. Y por medio de ella se llega a un registro que por momentos se acerca a la sensiblería (mientras la cinta se inscribe en el melodrama); la entrega de Haggis, así, se inscribe en la paradoja: Crash es un suave acercamiento al choque, una película que conmueve más de lo que estremece. Y si la cinta obtuvo el Óscar a mejor edición (además de las estatuillas a mejor película y guión original), es justo subrayar que Haggis hace escaso uso de las posibilidades del montaje que, por definición (por lo menos en la definición de S. M. Eisenstein) es choque. El montaje, aquí, es pertinente para hacer avanzar la narrativa y para hilar las emociones que experimentan los personajes, pero, como la película en sí, nunca es impactante (y, aun así, en español la cinta circuló como Alto impacto).