Londres está siempre a punto de sucumbir: su intercambio con el fin del mundo es constante, íntimo. El de Nueva York también pero se diría que, cinematográficamente, el fin del mundo neoyorquino suele suceder en el futuro. Cuando de veras llegó el Apocalipsis a esa ciudad –septiembre 11, 2001–, durante un pasmoso instante nos parecía una suerte de comentario a la historia del cine. En Londres más bien sucede a la inversa: el cine londinense parece comentar los muchos fines del mundo que ha padecido la ciudad en el pasado.
Esto no quiere decir, por supuesto, que los hombres no hayan imaginado una destrucción posible para la gran ciudad inglesa. Las calles vacíasbajo el inútil reloj del Big Ben en 28 días después (28 days later, 2002) de Danny Boyle vienen de inmediato a la mente: la ciudad muerta por una epidemia que sólo tomó el lapso del título en diezmar la vida londinense. En clave de comedia, Shaun of the dead (2004) pensó una forma suburbana, boba y divertidísima del cataclismo zombi londinense, en que los muertos comesesos son un obstáculo más –como las borracheras o la “falta de compromiso”– entre el protagonista y su ex.
Una ciudad vigilada constantemente, donde cualquier movimiento súbito es indeseable y acaso imposible, es la que Orwell propuso en la clarividente novela 1984y la que, con muy buena mano aunque con menos clarividencia, retrató Michael Radford en su película del mismo título, estrenada –obvio– en 1984. Lo mejor de esa película es acaso el pobre John Hurt, apenas móvil debajo de la mirada constante de la Policía del Pensamiento. El mismo William Hurt tiene el papel inverso en V de Venganza (V for Vendetta, 2006), la adaptación no demasiado afortunada del hiperorwelliano cómic de Alan Moore (1982-1985 en blanco y negro; 1988 en color). Aquí, Hurt es el canciller Adam Sutler, el Big Brother, el ojo omnividente de Londres e Inglaterra:
La ciudad siempre ha padecido paranoia. En Los hijos del hombre (Children of men, 2006) de Alfonso Cuarón, la Londres del año 2027 es una especie de cárcel invertida donde todos salvo los inmigrantes pueden ser policías o soplones. La ciudad en circuito cerrado. Uno de los carteles de esa película, por su humor (“The last one to die please turn out the light”) y por su técnica, parecía un guiño a Banksy. En 2008 ese artista y amo del disfraz pintó, taimadamente, este mural en la oficina de correos de Newman Street, cerca de Oxford Circus, Londres:
Londres morirá, no cabe duda, bajo la vigilancia impersonal de las cámaras. (La ciudad de Brasil, 1985, de Terry Gilliam, afligida también de paranoia, ¿es Londres? Ahí se filmó en parte, pero sólo se nos deja saber que los hechos suceden “en algún lugar, en el siglo XX”.) “Cuando la destrucción acose a Londres desde todos sus costados”, dice la amenaza de The day of the triffids, la película de 1962 en que los habitantes de la ciudad han quedado ciegos a causa de una lluvia de meteoros y en que los trífidos del título, especie de espárragos malévolos, van dominando humanos y animales a base de tarascadas. La película es divertida, campy y por momentos –aquellos en que la ciudad parece más claramente condenada– inquietante. Éste es el tráiler:
http://www.youtube.com/watch?v=1eCmqWDx5A4
La futura Londres bajo el ataque de plantas matonas es bastante menos temible que Londres bajo el ataque de una panda de violadores y asesinos, como la del desquiciado Alex en Naranja mecánica (1971) de Kubrick, y ésta harto menos probable que Londres atacada por un calor que no da tregua. Tal es el fin del mundo que imagina Val Guest en la excelente El mundo en llamas (The day the Earth caught fire, 1961), donde las pruebas de la bomba atómica han causado un desplazamiento del eje de la tierra y éste, a su vez, un global calentamiento asesino. Todo es terrible en esa sudorosa Londres sin esperanza –pero más que todo, la carencia de agua:
Esos fines del mundo tienen una ostentosa desventaja: son imaginarios. De alguna forma, cuando hablamos de la obliteración de Londres, la fantasía es mucho menos rica que la detallada, que la meticulosa realidad.
* * *
Londres ha muerto muchas veces. “London is a city perpetually doomed”, dice Peter Ackroyd en su cadencioso volumen London: A biography (2001). Las almas y los cuerpos de la ciudad están atrapados, explotados –infectados también. William Blake transcribe esa maldición en su poema “Londres”:
El trabajo que aplasta y no da frutos, la basura, los gritos de los hombres: así exactamente es la Londres –fin del mundo: 1976– que vemos, con miedo y morbo, en los primeros minutos de The filth and the fury (2000) de Julian Temple:
http://www.youtube.com/watch?v=APrUy71-sAU
Una ciudad moribunda en que los Sex Pistols eran necesarios, probablemente inevitables, como inevitable y acaso literal era su grito: “No future, no future for me!” En verdad esos jóvenes estaban convocados a la muerte. (No todos se presentaron a la cita, por cierto.) Londres es una ciudad oscurísima: una ciudad de muertos. Así dice el poeta James Thomson en City of dreadful night(1874):
The City is of Night; perchance of Death
But certainly of Night; for never there
Can come the lucid morning's fragrant breath
After the dewy dawning's cold grey air:
Ésa es la misma dolencia –milenarismo– que padece el asesino protagonista de Desde el infierno (From hell, 2001; basada en la novela de Alan Moore aparecida entre 1991 y 1996) de Albert y Allen Hughes, situada en 1888, que trata de explicar el acaecimiento de Jack el Destripador sobre la ciudad. (Se enreda en el intento.) Y ésas las mismas calles de aire helado y gris donde nunca se hace de día: siempre vivimos la última noche porque ésta es Londres, la ciudad donde “nadie está sano”, según el famoso diagnóstico de Jane Austen(1815), “donde nadie puede estarlo. ¡Qué cosa horrible que te fuercen a vivir ahí! ¡Tan lejos! ¡En ese aire malísimo!”
Un aire estancado y húmedo que ha propiciado pestes. La de 1348, dice Ackroyd, mató al cuarenta por ciento de los londinenses; la de 1665-1666, llamada La Gran Peste, se llevó a cien mil personas. Esta última es parte del lienzo sobre el que sucede Restauración (1995) de Michael Hoffman, una película que no honra ni a la ciudad ni a la epidemia –¿qué hace Robert Downey al servicio de Su Majestad, por dios?– ni al gran incendio que destruyó Londres, otra vez, en 1666. (Es mucho mejor leer las noticias del incendio en vivo, en el diario de Samuel Pepys, que alguien tuvo la brillante idea de publicar en forma de blog. The Great Fire of London comienza el primero de septiembre.)
Londres siempre está volviendo a vivir sus varias destrucciones, pero ninguna tan cinematográficamente como la que padeció bajo los aviones de Hitler en la blitz de 1940 y 1941. “The whole bloody world is on fire!”, dicen que gritó el oficial Gerry Knight, en el radio, a la oficina de incendios de Londres. (La cita está en Firefighting during World War II de Paul Ditzel.) Todo el mundo se vino abajo entonces, en llamas. “It seemed as if the end of the world had come”, anota Ackroyd.
Fue una muerte anunciada hasta la exasperación y probablemente hasta el aburrimiento. Películas como The warning (1939) eran materia de todas las salas de cine. La advertencia, la preparación, el aprendizaje de rutas de escape y refugio, la prueba de las máscaras antigases.
Para algunos, esa anticipación se parecía a la que provoca el principio inminente de una relación amorosa que sabemos nos va a destruir. El protagonista de El ocaso de un amor(The end of the affair, 1999, basada en la novela de Graham Greene) de Neil Jordan, cuyo affair comienza y termina con la guerra, lo dice con tino paradójico: “En Londres, en el verano de 1939, todos estaban inquietos; para nosotros, aquello era la paz.”
En los días antes de los ataques, e inmediatamente después, la ciudad se preocupó por sus hijos. Hubo una política de evacuación voluntaria preparada para cuatro millones de niños. Menos de la mitad se fueron: el imán en el centro de Londres no los dejó. A la mitad que se fue pertenecen los niños de Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el ropero (2005), que salen por pies a las primeras de cambio. A la mitad que se quedó pertenecen los niños de La esperanza y la gloria (Hope and glory, 1987), de John Boorman. Según Philip Ziegler, en London at war, “los londinenses se esforzaban por verse despreocupados, por que no se les notara el miedo”. Los chicos de La esperanza y la gloria ratifican insistentemente esa afirmación. Durante el primer bombardeo de su colonia, se guarecen con su madre bajo las escaleras. (Iban al refugio subterráneo pero el frío los hizo quedarse.) En un lapso momentáneo de razón, la mayor, Dawn –15 años apenas–, decide que no vale la pena ocultarse y sale al jardín a recibir las bombas. Si me han de matar mañana que me maten de una vez. Es un momento eléctrico, cargado de belleza adolescente:
Para estos jóvenes Londres bombardeada es propicia a los encuentros eróticos, a las excursiones aventureras o destructivas, a la apropiación al menudeo de escombros personales. En medio de la rutinaria catástrofe una pequeña cosa extraordinaria puede ser motivo de una fiesta; por ejemplo, un globo antialemanes que se suelta de sus amarras y vuela por el vecindario, hiriendo con prudencia los techos y las ventanas de las casas:
En esta Londres los bombardeos del fin del mundo son un comentario para las parejas. “¿No escuchaste los tronidos?”, le dice su novio a la joven Dawn después de hacer el amor. “¿No oíste las sirenas? ¿Las explosiones?” En el subgénero poético que se llama ‘alba’, el día llega a despertar a los amantes después de la noche gastada en la cama. Romeo y Julieta discutena qué ave pertenece ese canto que escuchan: al ave nocturna que aún les da unas horas de sexo o al ave matutina que los fuerza a separarse. (A propósito, esa escena en Verona tiene una juguetona contraparteen la Londres de Shakespeare enamorado, 1998, de John Madden.) En La esperanza y la gloria el alba son las bombas que apartan a los amantes. En El ocaso de un amor, ya que los bombardeos les son propicios a los protagonistas Maurice (Ralph Fiennes) y Sarah (una Julianne Moore de porcelana antigua), el alba es en cambio el silencio de las sirenas: “Many nights I wished those sirens would never end!” Y tanto en una como en otra película es una explosión la que marca el final en serio –el final del amor o el final del juego:
Escribe Peter Ackroyd que durante esos meses había en Londres una notable sensación de irrealidad, y cita este pasaje anónimo: “Toda la gente, todas las cosas familiares parecían irreales… Hablábamos diferente, como si nos estuviéramos yendo.” Después de la explosión de El ocaso… Maurice dice: “Todo es irreal”; después de la explosión de La esperanza… Dawn dice: “Nada importa ya”; su madre, en otro momento: “Qué más da: nos vamos a morir mañana”. Eliot escribió estos versos (The Waste Land, 1922), que se pueden aplicar a Londres bajo el acoso alemán de 1940:
Unreal City,
Under the brown fog of a winter dawn,
A crowd flowed over London Bridge, so many,
I had not thought death had undone so many…
Son los miles de muertos para quienes está dedicada la propagandística Why we fight: The battle of Britain de Frank Capra (1943; se puede ver completa acá); los miles cuyos fantasmas persiguen insistentemente a Roger Waters en sus varias memorias de la guerra (The wall, 1979; The final cut, 1983) y los que persiguen a Pink, el protagonista de Pink Floyd: The wall (1982), la película musical dirigida por Alan Parker y animada por Gerald Scarfe. “Did you hear the falling bombs? Did you see the frightened ones?”:
En uno de los poemas más antiguos de Inglaterra, La ruina (siglo VIII), el poeta anónimo mira y palpa los restos de una ciudad: “Maravilloso es este muro de piedra… La obra de los gigantes se desmorona. En ruinas están las torres, los portones caídos, heladas las paredes, quebrados los techos, sueltos, inútiles, socavados por el tiempo.” Londres está muriendo siempre, produciendo ruinas de sí misma incesantemente, para que el cine y la poesía no dejen de hablar de ella.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)