E.M. Cioran (1911–1995), el misántropo rumano que antes de los cuarenta años escogió la lengua francesa para cancelar la apasionada y ominosa relación que tenía con su patria, se convirtió en un escéptico gracias al remordimiento. En el centenario de su nacimiento, creemos algunos de sus lectores que no hubiera podido ser de otra manera, gracias a la traducción de casi toda su obra rumana, publicada antes de 1941 y al conocimiento de su vida política como compañero de viaje de la Guardia de Acero, la legión fascista rumana que se reclamaba guardiana de la ortodoxia cristiana.
Algunos de los temas de Cioran son el insomnio, el misticismo sin Dios, la historia como bálsamo contra la utopía, los tiranos dignos de ser aborrecidos, Rusia y su literatura, la religiosidad del escéptico. Esos colores, esa paleta de grises y de ocres, no los hubiera podido usar ningún otro que Cioran, admirador del retrato literario y él mismo autor de un complejo autorretrato que a partir de Breviario de podredumbre (1949), en su examen del fanatismo, remite con una majestuosa discreción a él mismo. Entre 1933 y 1940, el joven Cioran enloqueció por Hitler y no se cansó de exaltar al führer en la prensa rumana, mientras oscilaba entre asumir el retiro eremítico del escritor o entregarse, como ideólogo, a la fiebre del fanático.
La transfiguración de Rumania (1936), su libro de juventud, fue, al mismo tiempo, un ensayo de interrogación nacional como los muchos que entonces se escribieron en español, y un esfuerzo por dotar al fascismo rumano de una identidad propia. El de Cioran, como muchos de esos libros ontológicos, expresaba, a ratos con lucidez y en otros con resentimiento, el complejo de inferioridad de una cultura como la rumana, enfrentada a las nuevas guerras ideológicas sin haber resuelto los problemas del nacionalismo decimonónico.
En algunas aspectos, según señala Marta Petreu en An Infamous Past. E.M. Cioran and the Rise of Fascism in Romania (1999 y 2005), Cioran se distanciaba del espíritu de su generación –la de 1927, capitaneada por Mircea Eliade– siendo a diferencia de sus camaradas, un occidentalizante y un revolucionario conservador aficionado –en aquella década canalla en que los extremos ideológicos se tocaban por sistema y fatalidad– al marxismo y al leninismo. No le hacía gracia al joven Cioran, amante de las ciudades, el culto agrario, “nativista” y, admirador como lo fue de la Revolución Rusa, se resistía a creerla obra de una conspiración judía. Pero en lo esencial, incluido el antisemitismo convicto y confeso, Cioran respaldó a la Guardia de Acero y cuando ésta tuvo el poder en plenitud y ejerció el terror entre 1940 y 1941, el joven escritor regresó a toda prisa de París para rendir homenaje público al asesinado capitán legionario C.Z. Codreanu, a quien comparó con Jesucristo.
No es gratuita la delectación morbosa que a Cioran –y a toda su generación, en la izquierda y en la derecha– le producían los tiranos. Petreu – rumana nacida en 1955 y llegada a la madurez intelectual con la Revolución de 1989– destaca la ironía: casi todo lo que en La transfiguración de Rumania, Cioran le sugería a Codreanu, esa combinación siniestra de socialismo y nacionalismo, la acabó por realizar la dictadura del conductor comunista Nicolae Ceaucescu. No se sabe si Cioran alcanzó a darse cuenta de la paradoja. Si es que es paradoja y no una fatalidad propia del pensamiento totalitario.
A falta de una retractación formal de Cioran – haberla hecho habría sido ajeno a sus maneras intelectuales– Petreu recurre al recurso de hilar, tomando de aquí y de allá en sus libros franceses, una “confesión”. Sólo así Cioran admitiría de manera más o menos expresa las consecuencias de su “infatuación” hitlerista. Y capítulo central de esa confesión sería “Un pueblo de solitarios” (La tentación de existir, 1956) donde hace su elogio de la condición metafísica de los judíos subrayando mediante la simpatía lo que veinte años atrás era enfatizado por el desprecio: el mundo se divide entre los judíos y los otros. En Cioran, Eliade, Ionesco. L´oubli du fascisme (2002), que sigue siendo el mejor entre los libros que conozco sobre el tema, su autora, Alexandra Laignel–Lavastine, desmenuza el mecanismo de esa apropiación.
La contrición de Cioran, su remordimiento, fue tan decisiva que su obra puede ser interpretada, políticamente, como un comentario que el joven Cioran hace en la obra del viejo: la refutación más sombría y concluyente que un escéptico puede fulminar contra la obsesión por librarse, recurriendo a la utopía, de la caída en el tiempo. La lucidez cioranesca, la temperada belleza de una prosa, que fue, en su juventud, una de las más agresivas y hostiles que puedan leerse, fue hija del insomnio y de la política. Habría sido imposible, para el Cioran de la madurez, llegar a ser quién fue habiendo sido un apolítico.
Decía Cioran de Nietzsche que a éste, en muchos aspectos, le faltaba experiencia del mundo, la exasperada mundanidad que implica vivir en una gran ciudad. Por ejemplo. Era –sigue Cioran– un adolescente genial e impertinente que no se trató con las personas. Prefería Cioran a La Rochefoucauld o a Chamfort, moralistas que conocieron la vida de corte y a quienes las guerras civiles y las revoluciones, los privaron de poseer la genial ingenuidad del alma que padeció o disfrutó Nietzsche, el eufórico. Son comparables en más de un punto Nietzsche y Cioran, por cierto. Anoto sólo uno: el estremecimiento que significó leer a Cioran en los años setenta y ochenta del XX debió ser similar al sufrido, un siglo atrás, por los primeros lectores de Nietzsche. Eso fue leer La caída en el tiempo, El aciago demiurgo o Ejercicios de admiración. La sensación de que la máscara se cae.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile