La decisión de Barack Obama de no mostrar la foto de Bin Laden resume de manera patente dónde está la frontera de la moral contemporánea: Hay cosas que se pueden decir y otras que se pueden mostrar. Decir no es lo mismo que ver, mostrar no es lo mismo (y es a veces lo contario) que demostrar. Hay cosas que puedo saber pero que prefiero no ver, porque ver es asumir los hechos que escritos y descritos solo son una ficción.
Se puede llamar justicia a una ejecución sin juicio previo en un país extranjero, pero no se pueden mostrar los resultados de esa justicia. Nadie ignora que cuando se le dispara a la cabeza a alguien esta persona muere. Nadie ignora que esa muerte, en este caso completamente justificada, puede ser fea, o al menos violenta. Se puede explicar esa violencia. Se puede convencer, sin dificultad, a la mayor parte del mundo islámico de que Estados Unidos no tenía otra alternativa, que el mundo tampoco tenía otra más que matar a Bin Laden. Lo que no puede, lo que no se debe es mostrar esa muerte. La muerte de Bin Laden es una liberación pero su cadáver un exceso. El acto debe ser difundido por cadena nacional, pero su consecuencia debe ser escondida con el mismo ardor.
Sería difícil convencer a mi hija de tres años, que no muestre los dibujos que la profesora encuentra increíble. Sería muy difícil que un novelista decidiera no publicar la novela que más le gusta, difícil que un tribunal que cree que está dictando una sentencia de histórica trascendencia para su país, una sentencia justa y buena, decida de manera singular borrar todo registro de ella. Si la ejecución de Bin Laden es un acto de justicia plena e histórica, ¿quién explica que se esconda parte esencial del trofeo, la imagen que corona la acción, la que la hace inolvidable e innegable, la que la ilustra y termina? El que comete el acto de justicia tiene derecho a mostrar los resultados de ella. Solo al mostrar esos resultados, solo al hacer pública no solo la sentencia sino su ejecución, la justicia termina su tarea.
El presidente de Estados Unidos explica que no quiere ofender a los musulmanes pero ellos, más que nadie, pueden entender que las sentencias deben ser ejemplificadoras, es decir visible. Ellos más que nadie han sufrido de la cobardía delirante de Bin Laden y sus amigos. Ellos podrían entender mejor que nadie que un símbolo solo muere cuando su imagen también lo hace. Me temo que las razones musulmanas cubren un cierto resquemor cristiano. Un cristianismo muy particular que es el de los puritanos que colonizaron Estados Unidos. Un cristianismo al mismo tiempo pragmático y fundamentalista, que se sujeta a la letra de la ley cristiana relativizando su espíritu. Un cristianismo que cree en la venganza pero que se castiga a si mismo por gozar de ella. Que castiga todo goce, incluso el gozo de la imagen.
El cristiano que habita en Obama y su gente sabe que llamar justicia a la ejecución de Osama es abusar de los evangelios, que para hacerlo habría que usar toda la riqueza de la escolástica Tomista que los Puritanos evitan como la peste. Obama, al llamar justicia a un acto que desde el punto vista cristiano no es justo—aunque necesario—borra la sombra misma del pecado, del arrepentimiento, de la redención. Queda atrapado sin embargo en la imagen indesmentible del cadáver baleado. Una imagen violenta, patentemente mortal ante la que los argumentos y los precedentes no sirven, donde queda desnuda la emoción, la alegría de ver sufrir el demonio, el escrúpulo de ver morir un hombre. Obama y su gente quieren que Osama sea solo una idea y muera como tal, a través de palabras. El pudor que el puritano siente ante sus excrementos y su sexo, lo aplica en lo único que es aún completamente indecente en el mundo de hoy: La muerte y sus cadáveres.
(Santiago, 1970) es un escritor y periodista chileno. Locutor de radio y director del "Instituto de estudios humoristico" de la Universidad Diego Portales.