Privilegiados y vulnerables: el mapa de una nueva (mala) conciencia de clase

“Privilegiado” es un término que deja de lado el análisis económico o sociológico de clase para retrotraernos a una lógica feudal previa al advenimiento de la burguesía como clase dominante.
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Los movimientos de protesta masivos que desde 2008 han recorrido el mundo, bajo distintas formas, no han conseguido convertirse en ninguna parte en la auténtica revolución que prometieron ser en su momento álgido. En muchos lugares han ayudado al movimiento de restauración o de continuidad a permanecer en el poder. En Francia el presidente Macron, al que los chalecos amarillos parecían poder derrocar en una semana, fue reelegido con relativa comodidad. En España el fenecido PSOE sigue en el gobierno. La famosa “casta” contra la que se rebelaron los manifestantes de la Puerta del Sol sigue intacta, incorporándose a ella nuevos nombres procedentes del ámbito de Podemos.

En pocos países las protestas han derrocado a algunos gobernantes (la Primavera Árabe) o han acelerado un moderado cambio en las elecciones (Estados Unidos o Chile), en otros han sido el primer paso de guerras civiles (Siria) o internacionales (Ucrania), pero no han abolido en ninguna parte ninguno de los “privilegios” que han denunciado como su enemigo más persistente.

Quizás la clave de su ineficacia a la hora de cambiar el orden social está en el término “privilegio” y “privilegiados” con que nombran lo que se llamaba antes la “clase dominante” o también “burguesía” o, por último, “propietarios de los medios de producción”, como los definía la nomenclatura marxista.

“Privilegiado” es un término que deja de lado el análisis económico o sociológico de clase para retrotraernos a una lógica feudal previa al advenimiento de la burguesía como clase dominante. O sea, nos devuelve al mundo anterior a la Revolución francesa. Una revolución de la que, con su alusión perpetua a la guillotina, a los sans culottes, los manifestantes de hoy se sienten herederos y depositarios. En la misma medida en que evitan como la peste cualquier alusión simbólica o estética a la Revolución rusa o a la cubana.

Los privilegios, al ser innatos, hereditarios e inevitables, no son abdicables. Solo se puede tener “conciencia de ellos”, es decir, la mala conciencia de poseerlos. El privilegio es algo que se puede potencialmente objetar en cualquier momento de cualquier debate sin que el otro pueda realmente hacer nada para evitar el daño que este inflige. Reversión platónica, el problema ya no es “hacer o no hacer”, sino el hamletiano (príncipe al fin) “ser o no ser.”

La noción de privilegio es un alivio más que una condena para el que recibe el apelativo, porque no solo descansa de la culpa de ser privilegiado, sino que implica la idea de un poder mayor que el suyo. El término “privilegiado” nos lleva a preguntarnos: ¿privilegiado por quién?, ¿privilegiado por qué? Así, el término “privilegio” implica un rey o un emperador, es decir, un poder mayor que otorga y quita los privilegios. Ese poder era Dios en el mundo medieval. Dios era el que otorgaba a los reyes sus privilegios. Pero sin Dios, ¿quién es el dueño absoluto del poder de otorgarlos o quitarlos? ¿Dónde está la fuente de todo poder, el que le da al poder terrenal su legitimidad o no?

¿Quién sino el 1% de la población dueña de casi todos los medios de producción y de información del planeta puede otorgar los privilegios? Ese 1% que no participa de la culpa de los privilegiados porque su poder y su fortuna es de una escala tan gigantesca que hace parecer a los millonarios y mandatarios de este mundo miserables mendigos que no pueden ni atarles las sandalias a los pies. Dueños además de las redes sociales y medios de comunicación por donde se contacta y organiza el pueblo contra la “élite”, como si hubiera una sola “élite” y no varias que entran en colisión, una élite cultural que es mujer frente a una élite económica que es masculina, choque de élites en el que el “pueblo” es justamente la carne de cañón.

No es un privilegio ser gay en Irán, pero no deja de ser una ventaja en un departamento de estudios de género de alguna universidad estadounidense. No es un privilegio ser mujer en Wall Street, pero no es una desventaja real en la facultad de ciencias sociales o de artes liberales de la Universidad de Columbia. No es un privilegio ser negro en ninguna ciudad estadounidense, pero es un privilegio ser estadounidense en cualquier ciudad de África. Lo que los chalecos amarillos pedían no era nada más y nada menos que rebajar el precio a la gasolina de sus autos al desgravarles de impuestos “ecológicos”. En las protestas chilenas de 2019, que nacieron por la subida del precio del transporte, algunos pedían no pagar los peajes en las carreteras. Nadie podría decir que el propietario de un automóvil no es de alguna forma un privilegiado en un mundo en el que millones tienen que caminar kilómetros para ir a la escuela o huir de los fusiles y las bombas. Pero no lo son, claro, frente a una nueva clase de millonarios que se mueven en helicóptero. Estas y otras precisiones podrían aplicarse a otros privilegios.

Las protestas empiezan por la subida del costo de la vida, pero luego se aclara que no es eso, o no solo eso: “No son treinta pesos, son treinta años”, decían en Chile. Algunos dirán que son quinientos años, los quinientos años desde la llegada de los españoles al “territorio”. Surge una cierta vergüenza de necesitar, la de exigir objetivos logros y objetivas necesidades. El sucio dinero se aleja de la discusión para unirse a causas que prestigian a quienes las enarbolan, feminismo, ecología, antirracismo, democracia directa.

Pasa lo mismo con las diferencias en las expectativas económicas y laborales de las nuevas generaciones, obviadas una y otra vez en el análisis como la causa primera de su malestar. Sus problemas objetivos de vivienda, de sueldo, de trabajo han sido convertidos en un asunto subjetivo: incomodidad con su propia vida. Los jóvenes que quieren cambiar el mundo, acabar con el patriarcado y salvar el planeta, piensan sus padres. Pero nunca reparan en que lo que hace que sigan viviendo en sus casas hasta avanzada edad es la dificultad de encontrar un alojamiento digno.

“Problemas de rico”, piensan las víctimas de una sociedad que después de décadas de crecimiento ininterrumpido se quedó estancada. La idea de que este estancamiento influye en cómo ven la vida y el mundo horroriza a los jóvenes y de alguna manera a sus padres. Por lo demás, huyen de eso, de un mundo en que son una estadística, una expectativa de mercado, una oferta y una demanda. Los hijos se rebelan contra sus padres reclamando por los mismos temas y haciendo las mismas demandas que todos consideran necesarias y positivas, pero lo hacen con una virulencia que transparenta otra necesidad indecible porque obligaría a mirar con precisión cuál es su lugar en la economía política de su sociedad y a darse cuenta de que su incomodidad en ella no es solo contingente sino esencial.

La interseccionalidad, nacida para complejizar el debate racial y sexo-genérico, en realidad lo simplifica audazmente cuando lo usan el periodismo y las redes sociales: en él los privilegiados somos casi cualquiera, pero casi los mismos son también los vulnerables. Porque, aunque el que protesta se reconoce humillado, abusado o violado, no se reconoce en la palabra “pobre” y prefiere el término “desfavorecido”, “olvidado”, “precarizado” o “vulnerable”, que es como se los llama desde la academia. Todos términos más graduales y menos definitivos que “proletarios” o “pobres”.

El pobre es así un ser frágil y enfermizo, una víctima cristalina que no tiene fuerza para defenderse de las vulneraciones a las que le someten los privilegiados. Exactamente de la manera contraria a como, desde Cristo hasta Marx, pasando por Mahoma y Rousseau, se ha pensado a los pobres. Invulnerables pobres de este mundo, proletariado unido que encarna la historia, el futuro, la redención posible de la humanidad futura. Dueños de nada, pero sí dueños del destino del mundo, depositarios de una llama invencible que explica cómo los ricos los oprimen, los persiguen y los destruyen.

En la Edad Media los privilegios los otorgaba el pueblo, que los recibía directamente de Dios. Los pobres eran así los privilegiados de Dios, que les otorgaba su reino, que a su vez depositaba en un monarca o señor feudal. El pobre ha perdido ese poder, quizás porque la pobreza y la riqueza se contemplan ya únicamente desde el punto de vista individual y no social. No hay duda de que un solo pobre es infinitamente más vulnerable que un solo rico, porque el poder de los pobres es justamente su número, el hecho de que en una democracia son siempre mayoría. Esa mayoría que al subdividirse en identidades todas desigualmente privilegiadas y desigualmente humilladas se destroza y deja, efectivamente, a los pobres más vulnerables que nunca porque son incapaces de unirse en sindicatos o partidos. Todos ellos son vistos como un nido de corrupción y privilegios.

Los pobres son, entonces, vulnerables como son vulnerables los niños o los animales abandonados, martirizados, sacrificados a los que vuelve una y otra vez el imaginario de los movimientos sociales de comienzos del siglo XXI. Se trata entonces de un lazo básicamente afectivo: el privilegiado hiere a su víctima, que pide reparación a cambio de su herida. Al privilegiado no se le pide más que, al ser consciente de sus privilegios, pueda pedir disculpas por ellos a tiempo. Una disculpa que no implica renunciar a sus privilegios, sino que estos tienen un precio por el que tiene que pagar. Cobrado ese precio, los privilegios siguen más o menos en el mismo lugar, en gran parte porque si las víctimas compartieran los privilegios serían estas también privilegiadas y perderían lo único que las distingue y diferencia: su vulnerabilidad, es decir, su condición de víctima.

La revuelta no quiere la revolución porque conseguir el poder –y peor aún, administrarlo– es una maldición que te quita el estatus de víctima para sumarte al clan de los privilegiados. La idea de que es imposible hacer justicia sin un grado de poder centralizado para impartirla no cruza por el ánimo de las protestas, porque no se pretende impartir justicia, sino solo dar testimonio de las injusticias sufridas. No se trata de que los privilegiados pierdan sus privilegios, sino de que sepan cuánto cuestan; de que no puedan dormir tranquilos los privilegiados sin saber que lo son. Se trata de que se hagan responsables de sus privilegios para al mismo tiempo descargarse del peso de sus privilegios y sus responsabilidades.

El fervor de las protestas tiene que ver justamente con la necesidad de separar con carne y sangre la parte que es privilegio de la parte que es víctima. No se trata de invertir la tortilla y de dominar al dominante sino de demostrar algún grado de pureza ante la víctima. Es decir, demostrar que se es más víctima que privilegiado, que se es más puro que corrompido, más limpio que sucio. Es entonces, y de ahí su fuerza y su impotencia, un movimiento religioso, de salvación personal y social. Es un bautismo redentor que te devuelve a un lugar en las iglesias abandonadas que los protestantes chilenos se dedicaron a quemar. Es quizás este el gran ausente que las protestas invocan al usar el término medieval de “privilegio”, el que otorga y quita toda gracia y elimina todos los pecados: el Dios tantas veces muerto que esta vez parece no darse ya el trabajo de resucitar. ~

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(Santiago, 1970) es un escritor y periodista chileno. Locutor de radio y director del "Instituto de estudios humoristico" de la Universidad Diego Portales.


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