Los atentados que mataron a al menos 129 personas la semana pasada en París provocaron una oleada inmediata de horror y solidaridad. Con el transcurso del tiempo la unanimidad ha dejado paso a otras miradas sobre distintos aspectos del atentado múltiple, sus mecanismos, la respuesta idónea y la manera de evitar ataques similares. Son análisis necesarios: para derrotar al enemigo hay que entender cómo funciona. Pero en otros puntos de vista se distingue un viejo elemento: la convicción de que Occidente es culpable de todo.
A veces solo se señalan elementos supuestamente negativos de Occidente. En un artículo particularmente asombroso se citaban la venta de armas, las empresas farmacéuticas y la colaboración de Estados Unidos en el golpe de Augusto Pinochet, lo que sin duda nos ayuda a entender que tres pistoleros asesinaran a noventa personas en un concierto de rock celebrado en París en el otoño de 2015. Alguien señaló la pusilanimidad de las víctimas, que no se lanzaron sobre asaltantes provistos de armas automáticas y cinturones explosivos. Y otras veces se sugiere una relación causal. En esas explicaciones, que tienden a omitir la importancia de determinadas interpretaciones religiosas, el origen, de un modo u otro, está en Occidente. A veces es el pasado colonial, otras es la alienación de las ciudades periféricas, la desigualdad, la desorientación identitaria que produce el capitalismo contemporáneo, un desasosiego producido por la laicidad o el conflicto entre Israel y Palestina.
También, como sucedió cuando se produjo la masacre de Charlie Hebdo, se han citado otras atrocidades y se ha lamentado la disparidad de la atención prestada. No parece tan extraño que el asesinato de personas con un modo de vida similar, en un país parecido, cercano y socio, donde la violencia es escasa, nos impacte más. La sensación de agresión común que se ha extendido en buena parte de Europa apunta a la idea de un demos europeo.
Por desgracia, una observación válida se degrada y al final el asunto no es cómo derrotar al terrorismo u honrar y ayudar a sus víctimas en Beirut o Nigeria, sino denunciar la asimetría de la atención occidental. Lo que se presenta como empatía enmascara a veces una menor empatía, donde los muertos se convierten en símbolos y argumentos para defender una idea preconcebida. Los países occidentales son culpables de ignorar la tragedia en Siria si no actúan y de imperialismo si hacen algo.
En los peores casos, esto deriva en disparates como el producido en el ayuntamiento de Córdoba, donde después de que la corporación guardara un minuto de silencio por las víctimas de los atentados en Francia, los representantes de PSOE, Izquierda Unida y Podemos hicieron otro por los bombardeos de Francia en Siria.
Como muchas cosas malas, esa postura deriva de una buena intención. Avergonzados por un legado de opresión y arrogancia, algunos occidentales quieren evitar el etnocentrismo y la sensación de superioridad. La capacidad autocrítica es una de las grandes virtudes de Occidente, y es un elemento que debemos conservar a toda costa. Sin embargo, si hay alguien alejado de esa mentalidad abierta, cosmopolita y autocuestionadora es el terrorista islámico. Como escribió Christopher Hitchens después de los atentados del 11-S, lo que los terroristas odian de Occidente no es lo que no gusta a los progresistas occidentales, sino lo que les gusta más.
Nada hay menos relativista que un terrorista islámico, ha escrito Arcadi Espada. Y pocas cosas más lejanas de la certeza absoluta del fanático que una ciudad moderna. Los ataques a París o Nueva York responden a una lógica operativa pero también tienen un objeto simbólico. En Occidentalismo, Avishai Margalit e Ian Buruma señalan como un elemento clásico de la ideología antioccidental el odio a la ciudad, que libera a hombres y mujeres de los papeles y las estructuras de la familia y la tribu, que sustituye un código del honor por un código del comercio. El puritanismo antioccidental, que tiene variantes religiosas pero también laicas, siente un odio especial por la racionalidad y la modernidad y sus normas. Existe una vieja oposición, que ha tomado varias formas, entre quienes se ven guardianes de la tradición, la cultura y la fe, y un espíritu basado en el comercio y el intercambio. Buruma y Margalit señalan que los judíos, por su vínculo con el comercio y las finanzas, pero también por su asociación con las ideas que reivindican valores universales, y Francia, por la importancia de la Ilustración y la Revolución (y más adelante, por su defensa del Estado laico), son dos de los enemigos tradicionales del pensamiento antioccidental.
Que ISIS combine elementos casi milenaristas con un mundo globalizado y tecnología es una paradoja, y otra es que la ideología antioccidental haya tenido a menudo fuentes occidentales y que muchos occidentales compartan algunos de sus elementos. La mala conciencia se mezcla con un componente narcisista: esa reacción contra el etnocentrismo tiene algo de etnocentrismo.
En La tiranía de la penitencia, Pascal Bruckner escribe:
Nosotros, los euroamericanos, no tendríamos otra obligación que expiar sin fin lo que hemos infligido a otras partes de la humanidad. ¿Cómo no ver que precisamente por eso mismo nos convertimos en los rentistas de la denuncia de nosotros mismos, que sentimos un orgullo singular de ser los peores? La denigración de uno mismo disimula a duras penas una glorificación indirecta. El mal solo puede venir de nosotros; los demás hombres son impulsados por la simpatía, la benevolencia, el candor. Paternalismo de la mala conciencia: creerse los reyes de la infamia significa continuar en la cima de la historia. Lo sabemos desde Freud: el masoquismo no es sino un sadismo invertido, una pasión de dominar que se vuelve contra uno mismo. Europa sigue siendo mesiánica de un modo menor, militante de su propia debilidad, exportadora de humildad y prudencia. Su aparente desprecio de ella misma oculta muy mal una infatuación evidente. No admite la barbarie si no es para ella misma, es su orgullo, pero en los otros la discute, encuentra circunstancias atenuantes (lo que es una manera de negarles toda responsabilidad).
En Occidentalismo, su historia del pensamiento antioccidental, Margalit y Buruma señalan que hay que evitar una trampa intelectual:
La parálisis de la culpa colonial. Hay que repetirlo: las historias de Europa y América están manchadas de sangre, y el imperialismo occidental causó muchos daños. Pero ser consciente de eso no significa que deberíamos ser complacientes con respecto a la brutalidad actual de las antiguas colonias. Al contrario. Culpar del barbarismo de los dictadores no occidentales a los imperialismo estadounidense, el capitalismo global o el expansionismo israelí no es solo equivocarse; es precisamente una forma orientalista de condescendencia, como si solo los occidentales fueran lo bastante adultos como para ser moralmente responsables de lo que hagan.
Yuval Noah Harari señaló en un artículo publicado en Letras Libres que el terrorismo es una estrategia adoptada por quienes saben que no pueden vencer a su enemigo. Su única opción es provocar una respuesta que desestabilice a su adversario. Vivimos en países seguros y pacíficos: esa seguridad y esa paz es lo que esperamos que nos garantice el Estado. El terrorismo desafía ese pacto e infunde una extraordinaria sensación de peligro, como una lotería negativa. Su impacto económico, según escribe John Gapper en el Financial Times, es pequeño. Produce tragedias, dolor y miedo, pero no puede derrotarnos por sí solo.
Para vencer al terrorismo se necesitan frialdad, inteligencia y determinación. Hay que combatirlo y al mismo tiempo mantener los valores que hacen que nuestras sociedades sean mejores. Como escribían Buruma y Margalit: “no podemos permitirnos cerrar nuestras sociedades como defensa de aquellos que han cerrado la suya. Entonces todos nos convertiríamos en occidentalistas y no quedaría nada que defender”.
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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).