Al asfalto que corta el paisaje lo hemos cargado de promesas: la carretera es, para decirlo con menos palabras, pura posibilidad. Y como ningún otro, el cine ha sido el medio que mejor ha capturado esta expansiva cualidad.Por esta razón, y porque cualquier interrupción en las rutinas laborales es buena para internarse en el camino, esa zona indeterminada, vertiginosa y profundamente atractiva, iniciamos esta serie dedicada a las road movies.
– La redacción
Ningún road movie menos convencional que Paris, Texas, una de las obras maestras de Wim Wenders y una de las cintas más enigmáticas de los últimos treinta años. La historia, como tal, se apega a la clásica estructura narrativa de tres actos. En el primero seguimos a Walt Henderson (Dean Stockwell) mientras emprende un viaje hacia el desierto para recoger a su hermano Travis (Harry Dean Stanton), al que encontraron, perdido y mudo, a la mitad de la nada. Ahí arranca el primer viaje de la cinta: Travis y Walt, dos hermanos tan o más dispares que aquellos que interpretaron Tom Cruise y Dustin Hoffman en Rain Man, manejan un viejo chevrolet hasta Los Ángeles. En el camino, Wenders delínea los primeros esbozos de las vidas que acabamos de conocer. Travis lleva desaparecido casi cuatro años, y Walt y su esposa de origen francés, Anne (Aurore Clement), se han hecho cargo de su pequeño hijo, Hunter, durante todo ese tiempo. En Los Ángeles, la cinta se detiene y se convierte en una dulce comedia. Travis, aún desconcertado, aún atando los cabos sueltos de su vieja vida, busca acercarse a Hunter de nueva cuenta. A pesar de que, para este momento, la cinta ya lleva más de una hora de haber comenzado, Wenders se niega a darnos más claves de las necesarias. El elemento más importante que se introduce en este segundo tercio es la existencia de Jane (Natassja Kinski), la ex esposa de Travis, que también abandonó a Hunter; aunque seguimos sin enterarnos de los pormenores de esta separación. Parte del innegable logro de Wenders recae en su habilidad para mantenernos interesados en una cinta cuya narrativa parece desdeñar la importancia de sus propios misterios: escena tras escena, Paris, Texas da la impresión de ser una película más interesada en urdir instantes sugerentes y tiernos que en ser un viaje al rompecabezas interior de un personaje prácticamente silente como Travis. Lo que nos lleva al último y magnífico tercer acto en el que Travis y Hunter emprenden un segundo viaje en automóvil en busca de Jane. Es ahí, en los últimos diez minutos de la película, en una estupenda confrontación entre Kinski y Dean Stanton, donde Wenders resuelve los misterios y delata el propósito de su historia.
Escrita por el dramaturgo norteamericano Sam Shepard, Paris, Texas es el mejor ejemplo de un cine que debe beberse despacio. El encanto de la historia no está en su arco narrativo, ni siquiera en su final luminoso, sino en el cuidado con el que Wenders, a través del ojo de su fotógrafo y usual colaborador Robby Müller, captura cada momento y cada locación de su cinta como si, más que escenas, estuviera dirigiendo postales. Nótese el espléndido uso del rojo para encender el mise en scene, para imantar nuestra atención; la parca elegancia con la que retratan el desierto y sus bares y sus moteles con letreros titilantes como venas de neón; el ojo descarnado con el que observan las ciudades, sus horizontes de gris sobre gris y su caleidoscopio cromático limitado a las luces artificiales de un espectacular. El juego de luz y color de Wenders sería perfeccionado unos años después por Almodóvar, pero, a diferencia de cómo ocurre en las cintas de ese estrafalario director español, el deleite –o la manía- en la composición jamás sofoca las secuencias de Paris, Texas. Las decora, las hermana, las concatena. Además, ver la cinta de Wenders es estar frente al más exquisito juego simbólico. Paris, Texas está atiborrada de significados secretos: la referencia a Francia como el epítome de la sofisticación de la que han carecido los hermanos Henderson, la implicación de que viajar en avión es alejarse de la tierra y la realidad, la desesperación soterrada –los intentos truncados por comunicarse- que permean en las grandes ciudades (¿qué es la última secuencia, en aquel remedo de burdel, sino el más conmovedor intento entre dos personas para cerrar la brecha de silencio que la vida y la distancia les ha impuesto?).
Todo la pirotecnia visual de Muller y el simbolismo de Wenders valdría para poco de no ser por los actores que escogieron para poblar la historia de Shepard. Stockwell y Clement son lo más débil del ensamble: como histriones, ambos dan la impresión de escoger el camino más sencillo para su interpretación. Los que verdaderamente deslumbran son Stanton, Hunter Carson como su hijo y, sobre todo, Natassja Kinski como Jane. No es coincidencia que el tercer acto, que es el mejor, les pertenezca a ellos tres. Carson es absolutamente verosímil como el hijo dislocado de un matrimonio roto, Stanton no da un registro en falso como el hombre que poco a poco recuerda su vida (y los agravios y dolores que la acompañan) y Kinski, en las tres secuencias donde aparece, es sencillamente impecable. Es difícil recordar a otra actriz que, en un papel igualmente reducido, haya logrado armar a un personaje tan redondo y con una transición tan compleja: en sólo veinte minutos, Jane deja de ser una especie de prostituta aniñada para convertirse en madre y mujer. La transición no ocurre tras bambalinas. Ocurre frente a nuestros ojos, en cada gesto, en cada mirada de sus ojos. No hay mejor elogio que afirmar que, al final de la cinta, el destino de Travis nos tiene sin cuidado: la que nos importa es ella, a pesar de que llevamos menos de media hora de haberla conocido.
Postal lírica del desierto, road movie en dos partes con un corazón dulce en medio, Paris, Texas es merecidamente un clásico del cine moderno.
– Daniel Krauze