Christopher Nolan, el genio y la taquilla

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El concepto de guión original ha desaparecido en Hollywood. Las carteleras están plagadas de refritos y adaptaciones de tiras cómicas. Cuando no nos toca la onceava parte de la diluida saga de algún superhéroe de medio pelo, aparece la versión fílmica de algo que ya se ha rodado en otro idioma (ahí viene The Girl With The Dragon Tattoo, dirigida por David Fincher) o de algún personaje que apareció hace casi treinta años (como The Karate Kid). Ya sea por culpa de la pusilanimidad financiera de los estudios o porque los guionistas prefieren enfocarse a proyectos de cine independiente, el hecho es que Hollywood se ha convertido en una fotocopiadora.

En este páramo creativo hay pocos talentos capaces de idear una visión original que no se arredre frente a un presupuesto mayúsculo. En los últimos diez años, sólo un realizador ha demostrado tener la habilidad para manejar una producción del calibre de un “blockbuster” y, al mismo tiempo, darle un espectáculo a la audiencia que valga el boleto de entrada. Y ese realizador es Christopher Nolan.

Nolan es un artista primero y un cirquero después. Memento, la película que lo proyectó a la fama, es una joya del cine independiente: un estudio, minúsculo pero poderoso, sobre la necesidad de aferrarnos a algo que justifique nuestras vidas. Tiempo después, Insomnia mostró lo incómodo que se sentía al trabajar con material ajeno. Su primera visita al mundo de Batman delataba a un director que, pese a tener las agallas de reinventar a un ícono, era incapaz de orientar su sensibilidad artística hacia un espectáculo taquillero. No fue hasta The Prestige que Nolan encontró el pulso necesario para mezclar ambos mundos. Su siguiente proyecto fue su declaración de independencia. The Dark Knight es, dígase lo que se diga, El Padrino de las películas de superhéroes. Secuela de secuelas, la ópera de Nolan no sólo es una aventura entretenida sino una profunda exploración del mal en el siglo XXI.

Inception, su última cinta, confirma que Nolan es el dueño del “blockbuster”: un artista lúcido que se siente igualmente cómodo con una secuencia íntima que con una secuencia de acción. Intentar explicar la trama de Inception sería hacerle un flaco favor. Basta con decir que se trata de un grupo de científicos y espías que se dedican a insertarse en sueños ajenos para robar ideas del subconsciente. Las obsesiones temáticas de Nolan culminan aquí, en la mente de Dom Cobb, interpretado por Leonardo DiCaprio: la porosa frontera entre la realidad y la fantasía, el peso –y el peligro- de los mundos que creamos para nosotros con el afán de evadir el verdadero.

Los críticos de Inception se quejan del guión. Y es cierto: la historia tiene huecos. Visualmente, la cinta es impecable y majestuosa. La imaginación con la que recrea el mundo de los sueños es admirable, más aún por la complejidad que representa plasmar universos oníricos sin que se sientan artificiosos. Como en todas sus otras películas, aquí no hay una sola interpretación que desentone. Y la música es magnífica. Pero, ¿el guión? El texto incurre, es cierto, en el nadir del guionismo: los diálogos expositivos. Los personajes de Nolan se ven obligados a explicarse (y explicarnos) la trama: los pormenores de su trabajo, los diferentes niveles de los sueños que penetran y las muy particulares reglas del universo en el que habitan. Es verdad también que los personajes dicen cosas como “Su subconsciente ha sido militarizado”, una frase y un concepto que, por más que se adorne con visuales extravagantes, no deja de sonar absurdo. No obstante, es imposible ver Inception sin apreciar el brío y entusiasmo detrás de las ideas que expone. Tal y como hizo con The Dark Knight, Christopher Nolan redefine el término “blockbuster” y los elementos que debe tener una película de verano. Sus películas se cuecen aparte. Están lejos –lejísimos- de los mundos fáciles y dicotómicos de los superhéroes y los Harry Potters. Su cine es un cine de ideas, con músculo taquillero. Y si al Hollywood de hoy en día no podemos aplaudirle eso, entonces nos merecemos las carteleras que desde hace años padecemos.

-David Andreu

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