Este año de 2010, todos lo sabemos, tiene una doble significación: coinciden el bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia y el centenario del comienzo de la Revolución. Pero en el ambiente flota una duda legítima: ¿debemos festejar, celebrar o únicamente conmemorar? Las tres son voces latinas. Festejar, la más pagana de las tres, es celebrar por todo lo alto, con vino y música, como hacían los romanos con sus Césares. Celebrar tiene en el origen una acepción religiosa, por ejemplo en la misa: es un acto más bien solemne y público de reverencia o veneración. En cambio, conmemorar supone una acción modesta, casi neutra: es el simple acto de recordación.
Hace exactamente cien años, Porfirio Díaz no tuvo necesidad de consultar el diccionario: sus partidarios conmemoraron, celebraron, festejaron, todo al mismo tiempo. México cumplía cien años, Porfirio ochenta, y en homenaje a ambas biografías entreveradas el régimen decidió echar la casa por la ventana invitando a embajadores y enviados plenipotenciarios de más de una veintena de países para dar cuenta del progreso, el orden y la paz alcanzados por un país que, durante la primera mitad del siglo XIX, había sido el penoso teatro de pronunciamientos, guerras y revoluciones. En septiembre de 1910, la ciudad capital y las de provincia fueron escenario ininterrumpido de discursos, develaciones, comidas, inauguraciones de obras públicas, desfiles, veladas, conferencias, conciertos, congresos, concursos. Nadie faltó a la cita: España devolvió las prendas de Morelos; China y el Imperio Turco Otomano regalaron relojes que milagrosamente se preservan; Alemania develó una estatua de Humboldt, y el enviado de Estados Unidos celebró en Díaz al “héroe de la Paz”. Se vivía la Belle Époque. Fue la apoteosis.
Sabemos lo que pasó poco después. Los fuegos de artificio de las Fiestas del Centenario dieron paso a los fuegos de metralla de la Revolución Mexicana, fuegos que no se apagaron definitivamente sino hasta veinte años más tarde. Ha transcurrido un siglo. Nuestro tiempo tiene algunos aspectos positivos pero nadie se atrevería a calificarlo como una Belle Époque. Y es tal el cúmulo de problemas antiguos y nuevos (la pobreza, la desigualdad, la criminalidad, el tráfico de drogas, el deterioro ambiental) que celebrar o festejar se antoja casi inmoral. En su fatalismo, algunos en México han esperado que en 2010 ocurra -como cada cien años- una nueva revolución. Seguramente no ocurrirá. La historia no obedece a ningún libreto.
Pero el hecho es claro: no hay apoteosis posible en 2010. ¿Debemos lamentarlo? Por el contrario. Hemos perdido la unanimidad pero hemos ganado la pluralidad, y la pluralidad es más propia de la democracia. Por eso no habrá un solo Bicentenario: habrá muchos Bicentenarios.
En el marco de esa pluralidad, el Gobierno Federal tiene la enorme responsabilidad de encontrar (¡a estas alturas!) el perfil y el tono adecuados para las fiestas que organice. La comunicación hasta ahora ha sido desastrosa. Si bien se han tomado iniciativas meritorias que la crítica interesada nunca reconocerá (varias exposiciones, programas audiovisuales, reparto masivo de libros, digitalización de obras importantes, acopio de “historias de familia”, etc.), aun éstas se han comunicado muy mal. Y al mismo tiempo se ha incurrido en torpezas, fruto de la impreparación y la improvisación. Un error que me parece evidente es el contenido general de varios instrumentos de divulgación histórica (cursos, cápsulas, carteles, etc…). Confunden la biografía con el culto trillado, sentimental y anecdótico de “los héroes”. No concuerdan siquiera con los libros de texto actuales. Y tampoco concuerdan con el sentido del lema que invita a conmemorar lo construido en dos siglos, no sólo lo acontecido en dos fechas.
Desde 2007 sugerí que la conmemoración se dividiera en dos: obras perdurables en torno a la Independencia, discusiones abiertas y plurales en torno a la Revolución. “Discutamos México” ha logrado lo segundo. Pero no veo (y creo que el público tampoco ve) dónde está la obra que va a quedar para las generaciones. Es necesario que el gobierno explique, sobre todo en la radio y la televisión, lo que se ha hecho, lo que se hará y dejará de hacer. Y abrirse a la crítica. Exactamente lo mismo cabe pedirle al Gobierno del D.F., a los gobiernos de los estados y a las instituciones académicas.
Más allá de las obras y las discusiones (que deberían ser lo central), persiste la duda: ¿festejar, celebrar, conmemorar? Yo me inclino por el justo medio: celebrar, sí, pero con medida. Los carros alegóricos son una tradición, serán muy vistosos y aplaudidos. Y varios espectáculos que han probado su eficacia merecen también formar parte de los festejos del 15 y 16. Pero sería un error tirar la casa por la ventana en montajes muy costosos que durarán dos días, más aún si tienen como escenario único la capital.
Con esas salvedades, las cosas, a fin de cuentas, pueden salir razonablemente bien. A pesar del desánimo nacional, tendremos una oferta plural de visiones de la historia, guardaremos alguna obra perdurable, daremos una vez más el Grito, veremos el desfile y por un momento fugaz sabremos lo que significa ese valor tan escaso y tan preciado en estos tiempos: la fraternidad.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.