En su libro Mea Cuba, recordatorio lúcido e implacable de todo lo que Cuba perdió cuando “llegó el Comandante y mandó a parar” (… a parar la libertad de expresión, de pensamiento, de creencia, de lectura, de asociación, de sindicalización, de elección, de iniciativa, de movimiento, de preferencia sexual), Guillermo Cabrera Infante recogió uno de sus ensayos más reveladores y tristes: “Entre la historia y la nada. Notas sobre una ideología del suicidio”. Publicado originalmente en Vuelta, Cabrera demostraba cómo en la asfixiante atmósfera de ese “stalinismo con sol” impuesto por Castro, el suicidio se convirtió en la ultima ratio, el acto natural, el recurso racional, no sólo de protesta sino de expresión política.
La costumbre, como explicaba Cabrera, no era nueva en la historia cubana. Martí, impaciente, heroico, desesperado como tantos poetas románticos del siglo XIX, “arrancó ribera abajo, hasta las líneas españolas, donde cayó muerto del caballo al instante, sin siquiera haber sacado su revólver de la funda”. Eddy Chibás, líder del opositor Partido Ortodoxo y célebre personaje de la radio a principios de los cincuenta, se había suicidado frente a los micrófonos como un acto de honor, un auténtico harakiri, porque no pudo sustentar debidamente el cargo de corrupción que había lanzado contra un funcionario del régimen. Atestiguando la escena se hallaba uno de sus partidarios más fervientes, un impetuoso estudiante de leyes llamado Fidel Castro. Muerto Chibás, Fidel entendió la ideología política del suicidio y propuso a sus compañeros llevar el cuerpo de Chibás a la Universidad de la Habana, para tirar al régimen con un golpe de desprestigio. Verosímilmente, el gesto, de haber ocurrido, le hubiera llevado al poder ocho años antes.
Gustavo Arcos, veterano del asalto al Cuartel Moncada y después preso político del castrismo por varias décadas, confesó a Cabrera: “Íbamos en realidad a nuestro destino y nos sentíamos como verdaderos kamikazes del Caribe”. De Camilo Cienfuegos, el popularísimo héroe de la Revolución, “mano derecha de Fidel”, Cabrera no descartaba la hipótesis del suicidio: “Palante y palante”, le había dicho al piloto de su avión, a pesar de la tormenta que se avizoraba. En 1967, cuando Vargas Llosa (que había vivido en Bolivia) supo de la posición geográfica del Ché, comentó: “Está sin salida. Lo que ha hecho es un suicidio”. Muchos años después, Regis Debray, compañero de la aquella última aventura, sostendría que el Ché no había ido a Bolivia “a ganar sino a morir”. Haydée Santamaría, la hermana de Abel y novia de Boris Santa Coloma (héroes y mártires del Moncada), célebre directora de la Casa de las Américas, murió por propia mano, significativamente, el 26 de julio de 1980. No padecía tedium vitae, dice Cabrera, sino “tedium del poder”. “El poder absoluto desilusiona absolutamente”. Oswaldo Dorticós, primer presidente de la Cuba revolucionaria, hizo lo mismo. Cabrera Infante documentó muchos otros casos de cubanos que salieron por la puerta, no falsa sino fatal, del exilio sin retorno. Entre ellos Reynaldo Arenas, exiliado hasta de sí mismo, en el territorio ajeno e inhóspito de Estados Unidos.
En su clásico estudio El suicidio, Durkheim atribuye a la “Anomia” (literalmente “sin norma”) el impulso de la autoinmolación. La “Anomia” se puede definir como “la falta de normas o incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos lo necesario para lograr sus metas”. En el caso de muchos suicidas cubanos, tanto los del régimen castrista como sus opositores, cabe conjeturar que no era la falta de normas la que les impedía expresarse como personas sino lo contrario, el imperio total y totalitario de las normas, contrastado cruelmente con las promesas originales de una revolución que comenzó por vindicar a Martí y muy pronto adoptó los métodos de Lenin. Su “último aldabonazo” -frase de Chibás- debía ser un acto supremo de protesta: el suicidio.
Una nueva camada de cubanos ha tomado su sitio en la fila del suicidio. Orlando Zapata ha muerto, Guillermo Fariñas está dispuesto a morir. Y tras él, como ha declarado, vendrán otros más. Todos saben que en la era del Twitter, sus cancerberos (los hermanos Castro) no pueden controlar toda la información. La controlan aún de manera opresiva dentro de la isla (como cualquier visitante puede comprobar viendo la televisión o leyendo Granma) pero el mundo se ha enterado de lo que ocurre, y lo reprueba.
Ante esta situación, el Senado Mexicano dio hace unos días la más lamentable exhibición de ruindad. Rechazó la moción de conminar al gobierno cubano para que reconsidere su trato a los disidentes. “No debemos ser injerencistas”, dijo algún priista. Como en los viejos tiempos, la maquinaria priista, acompañada de varios perredistas y panistas, impuso su voluntad. Es alentador que al menos un sector del PAN abandone la actitud oportunista y servil que a veces lo ha caracterizado frente a Castro. Pero más alentador es escuchar a protagonistas históricos de la izquierda como Graco Ramírez, María Rojo y David Jiménez hacer público (sin dejarse intimidar por los chantajes de sus ultras y sin utilizar los sofismas tradicionales) su repudio al régimen de Castro. Se atrevieron a defender, ante el poder totalitario y las teorías abstractas, a las personas concretas.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.