Pocos personajes de la cultura contemporánea pueden presumir, como el editor André Schiffrin (París, 1935), de un origen aristocrático tan puro. No me refiero, desde luego, a la pureza de sangre sino al imperio de un blasón moral y literario. En Schiffrin, nacido en una familia judía, rusa y francesa, confluyen algunas de las mejores tradiciones intelectuales del siglo pasado. Por un lado, la edición francesa que combina, en el libro, la belleza, el rigor filológico, su amplia difusión comercial, democrática. A ésta (Schiffrin es hijo del inventor de la Biblioteca de la Pléiade), se agrega su paso por Cambridge, donde se alimentó, en su raíz, de la tradición democrático-socialista. Al linaje y a la formación académica, Schiffrin sumó su experiencia como editor de la vanguardia política y filosófica en los Estados Unidos, la más exitosa de las sociedades abiertas, durante los años sesenta. Y si a ello sumamos ese dejo chic que enaltece a los radicales, tenemos un personaje perfecto.
Jacques Schiffrin, padre de André, fue el amigo íntimo de Gide que lo acompañó en su viaje a la Unión Soviética y a quien el propio Gide le consiguió el salvoconducto para exiliarse en Nueva York. Había sido Jacques Schiffrin víctima de la decisión de Gaston Gallimard (a cuya casa se integró poco antes la Pléiade) de despedir a sus empleados judíos para contemporizar con la ocupación alemana. Del otro lado del Atlántico, Jacques, también conocido por sus traducciones del ruso, continuó unos pocos años más su carrera de editor. Murió en 1950 y su hijo André decidió ser estadounidense y puso la pasión política de la que se nutrió en Francia al servicio de Pantheon Books, la casa que editó a Sartre, a Pasternak, a Chomsky, a Foucault, a Alan Watts. En 1990, en lo que resultó ser una causa célebre en la crónica del desmantelamiento de la cultura editorial por los monopolios y su codicia, Schiffrin fue despedido de Pantheon Books y formó su propio sello independiente, The New Press. El fin de siglo se caracterizó, como documenta Schiffrin, por la entrada a saco de las corporaciones en los fondos editoriales tradicionales, desvalijándolos. Se conservan algunos viejos sellos como un aroma perdido que no remite a ningún cuerpo.
En La edición sin editores (1999) y en El control de la palabra (2006), ambos publicados en México por ERA, Schiffrin ha compartido, de manera concisa y comprometida, su historia y su diagnóstico. La suya es una empresa en defensa de una alta cultura, la editorial, que se convirtió, gracias al mercado y a la democracia, a través del libro de bolsillo, en una de las glorias del siglo XX. Schiffrin ha defendido, el arte de editar, una verdadera e idiosincrática iniciativa privada, contra la banalización de los catálogos y la tendencia a hacer del libro un mero sucedáneo al espectáculo de la comunicación masiva y del periodismo industrial. De eso trató su intervención, mediante una entrevista videograbada, en el congreso internacional del mundo del libro, organizado en la ciudad de México por el Fondo de Cultura Económica.
Schiffrin es un editor, no un teórico de la cultura, y ello es notorio, lo mismo en sus panfletos que en su libro de memorias, Una educación política. Entre París y Nueva York (Península, 2008). Le apasiona, como debe de ser, el acto de editar libremente, sin censura política y cerrándole el paso a la otra censura, la del mercado. Habrá publicado libros buenos y libros malos y ha mirado sólo de reojo, pues para eso es un editor, las consecuencias públicas de su catálogo. Si le gustan o no las ideas políticas de Chomsky, es un asunto secundario. Lo que importa, en un editor, es el impulso ético, el ejercicio de una libertad.
Las primeras doscientas páginas de Una educación política son notables por el contraste entre el comienzo de su propia vida profesional norteamericana y el final, en el destierro, de la de su padre. Recuerda André Schiffrin sus vacaciones de verano con Gide y con Roger Martin du Gard, enviado a Francia por su familia, según dice, como “la paloma enviada desde el Arca de Noé para ver la vida que quedaba después del diluvio”.
En Yale y en Cambridge, Inglaterra, como estudiante de historia, Schiffrin se definió tempranamente como un socialdemócrata puro y militante, sin ninguna duda ni en su anticomunismo ni en su creencia en la gran reforma que el capitalismo siempre tiene, por definición, pendiente. Tras pintar la vida estudiantil bajo el macartismo y lamentar el haber participado, involuntariamente, en actividades de la Internacional Socialista financiadas por la CIA, Schiffrin ofrece su propia novela colegial, con E.M. Forster mandando una botella de jerez en su representación a esas reuniones de las hermandades estudiantiles famosas en aquel entonces y aún después, por haber cobijado una colmena de espías al servicio de los soviéticos. Pasa Schiffrin muy por encima, en Una educación política, de esos años sesenta en los Estados Unidos, desde lo que fue, como editor, protagonista. Acaso sea modestia profesional, quizá una manera de decirnos que ya era en aquel tiempo, al comenzar su carrera en Pantheon, un hombre hecho.
Como él lo reconoce, nunca ha dejado de ser Schiffrin un socialista fabiano, educado en aquella escuela de moralistas obstinados y emprendedores, más interesado en las empresas prácticas que en las utopías diseñadas por muchos de sus autores, en sus históricos catálogos. Lleva bien la contradicción, tan fabiana, entre sospechar de la conspiración del Estado contra las libertades y a la vez confiar en su regencia económica, en su arbitraje. Francés y estadounidense, Schiffrin es, por temperamento, un británico decimonónico, defensor de la igualdad social pero, sobre todo, del derecho del individuo a ser genial y a ser temperamental, que son las características del verdadero maestro editor, que tiene mucho, siempre, de gran señor.
(Publicado previamente en El Ángel de Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile