De niño, dos países –ambos insulares– cautivaban mi atención. El primero era Japón: la tierra de las artes marciales, de Okinawa y Mr. Miyagi, de las piezas de Ikura (mi primera obsesión culinaria), de Los Caballeros del Zodiaco y, por supuesto, de Mario Bros. El segundo era el Reino Unido: el primer país que conocí. Según la mitología familiar, yo había aprendido a caminar sobre las hojas amarillas de Oxford; ahí había dicho mis primeras palabras y ahí había dejado de ser un bebé. Por lo tanto, crecí sintiéndome ligeramente inglés y nada me enorgullecía más. Inglaterra era la tierra de la sabiduría y los modales, de Winston Churchill, Shakespeare y Robin Hood. Era la tierra de los valientes, de los caballeros, un lugar en donde lo único a lo que hay que temerle es al propio miedo.
Ambos amores me acompañaron a través de mi adolescencia y hasta mis años veinte. Mi interés por Japón acabó traspasando la frontera de los videojuegos y los estereotipos norteamericanos del japonés para convertirse en un interés genuino. Mi primer largo ensayo en la universidad lo dediqué a Kurosawa, empecé a leer a Murakami y a Ishiguro (que une a Inglaterra y a Japón) y a adentrarme en la historia de tan singular país. Finalmente visité Tokio, hace un año. Pasé tres semanas viajando por Honshú, conociendo expatriados, intentando cerrar la brecha entre mis expectativas sobre un país al que había imaginado por tantos años y la realidad. Vi cosas que no me gustaron: un esporádico desprecio frente al extranjero, la destrucción del Japón rural a manos del concreto y el crecimiento urbano y, por supuesto, el recuerdo del comportamiento de las tropas japonesas en la segunda guerra mundial. A pesar de esto, mi viaje no me dejó un mal sabor de boca. Japón me sigue pareciendo un lugar fascinante.
Inglaterra –y Londres en particular– es otra historia. Fui una vez, a los dieciocho años, en uno de esos viajes con itinerario estrictamente turístico en los que –paradójicamente– se conoce todo menos el país que se visita. Hace diez días regresé a Londres, por una semana, para visitar a un amigo. El viaje me entusiasmaba porque por primera vez estaría adentrándome en el corazón de Londres de la mano de otro expatriado. No tendría que pasar las tardes en el Tate Modern o el London Eye, sino haciendo lo que hacen los londinenses.
Me habían advertido del clima y la comida: de ese sol blanco que nunca calienta, de esos pays incomestibles. Pero aun cuando comprobé que las advertencias tenían fundamento, no me desanimé. No había viajado a Londres para comer bien, ni para asolearme. Había ido para que mis pretensiones de Lord Oxoniense regresaran a casa; para ver qué tanto pertenecía –después de 26 años– al país de la sabiduría y los modales. Me quedó claro, tras menos de una semana, que ese país había dejado de existir. Según una encuesta en Internet, Londres se ha convertido en la ciudad más sucia de Europa. Pero no se necesita ninguna estadística para comprobarlo. Me bastó con caminar por Brick Lane y el West End, con subirme a sus trenes y a su puntualísimo sistema de metro, para constatar que los londinenses llevan a cabo una vendetta contra los basureros. Las calles, los pisos de los vagones y los parques están repletos de vasos vacíos de café, bolsas de plástico, periódicos gratuitos y cascos de cerveza. En las noches, mi amigo y yo salimos a las zonas de Shoreditch y Bethnal Green para echarnos un trago. Eran las doce de la noche y otro tipo de desperdicio se acumulaba en las aceras: borrachos, pero no borrachos comunes y corrientes. Ebrios belicosos, con las narices ensangrentadas y los puños inflamados, ebrios con los pantalones en las rodillas, ebrios sobre charcos de vómito. Mujeres arrojándose puñetazos, con los rostros enfadados, indigestos de cerveza. Adolescentes borrachos, adultos borrachos. Borrachos vistiendo traje, pantalones de mezclilla o minifalda. Hordas de ebrios intentando ser controlados por un reducido batallón policiaco, al que nadie le hace caso.
Lo primero que me llamó la atención es lo molestos que parecen estar los londinenses: su incapacidad para dar las gracias, para decir “con permiso”, para ayudarte. Las grandes ciudades siempre resultan una especie de sonar para la miseria humana: basta con ver los rostros de la gente en el metro para saber de lo que hablo. Pero fuera de tener un carácter latente (y ominoso), la miseria en Londres es palpable. A las diez de la noche, un programa de televisión que dura dos horas sigue a un grupo de policías en Kent y Londres mientras arrestan a una veintena de adolescentes en distintos actos delictivos: arrojan piedras a la casa de un inmigrante, se destrozan a golpes afuera de una discoteca, beben escondidos en los parques con el consentimiento de sus padres y los dueños de una licorería cercana. Al día siguiente, la primera plana de un periódico avisa que los policías de las zonas aledañas a Londres empezarán a portar metralletas para defenderse de las pandillas de adolescentes; un día después, el mismo periódico advierte que el crimen y el alcoholismo han subido como la espuma.
La más famosa librería de Oxford, Blackwell, tiene cinco estantes apartados para la historia de Gran Bretaña. Los divide en épocas. En el último estante –Modern Britain– hay treinta libros. La mitad de ellos dedicados al declive, no sólo del imperio británico, sino de los valores de Gran Bretaña: 50 people who buggered up Britain, How mediocrity has ruined this great nation, The country formerly known as Great Britain, son algunos de los títulos. Parece que la decadencia que creí estar descubriendo es un secreto a voces.
El viaje tuvo su lado bueno: ser inglés dejó de ser una aspiración para convertirse en algo mucho más asequible. ¿Quién iba a saber que tendrían tanto en común con los mexicanos?
–Daniel Krauze