La República de las Letras impresas vive hoy momentos de tensión y nerviosismo debido a los cambios que está generando la digitalización de libros y artículos. El proyecto de Google, que ha digitalizado y colgado en Internet millones de libros ha desencadenado una intensa discusión y una lucha legal entre editores, bibliotecas, autores y la empresa digitalizadora. Desde el momento en que se generalizó la captura digital de textos, que sustituyó a las máquinas de escribir y a los linotipos, era previsible que las nuevas tecnologías acabarían provocando importantes cambios. Hoy muchos se preguntan si no estamos presenciando el comienzo de una era de decadencia del libro de papel, que culminaría con su desaparición. ¿Estamos ante la próxima extinción del libro, este maravilloso conjunto de hojas impresas con tinta? ¿Acaso las pantallas de computadoras son los artefactos que sustituirán en el futuro al libro impreso?
El libro, desde mi perspectiva, es una muy exitosa prótesis que ha permitido durante siglos sustituir funciones que el cerebro es incapaz de realizar mediante los recursos naturales de que dispone. Somos incapaces de almacenar dentro del cráneo toda la información, narrativas y las sensaciones poéticas que genera la sociedad. La acumulación de la información colectiva sólo se puede realizar mediante memorias artificiales, mediante prótesis especializadas en la preservación y difusión de textos e imágenes. El libro es una de estas prótesis, junto con toda clase de archivos documentales, registros, museos, mapas, tablas, calendarios, cronologías, cementerios, monumentos y artefactos cibernéticos que acumulan fotografías, reproducciones de obras de arte, películas, datos y textos. Estas memorias artificiales—pequeñas como el libro, inmensas como el Internet– son un ejemplo de lo que he denominado redes exocerebrales, verdaderos circuitos externos que configuran un complejo sistema simbólico de sustitución de funciones que los circuitos neuronales no pueden cumplir. (He desarrollado la idea de las redes exocerebrales en mi libro Antropología del cerebro, Pre-Textos/FCE, 2006).
Uno de los nudos clave de la red exocerebral es el libro. Ello muestra la gran importancia de esta pequeña prótesis: todo cambio en el mundo del libro tiene repercusiones en toda la cadena exocerebral lo mismo que en los circuitos neuronales del sistema nervioso central. No estamos, pues, ante un problema técnico en los medios de comunicación, sino ante un asunto de gran envergadura que conecta las redes neuronales más íntimas y profundas con el universo social que nos rodea.
Robert Darnton nos ha recordado recientemente que la República de las Letras es un espacio cruzado de líneas de poder, un tablero donde compiten fuerzas dominantes que reflejan el tejido social y cultural en el que está inscrito el juego. Las redes de prótesis exocerebrales no son simplemente un conjunto ingenioso de técnicas que extienden las funciones de nuestro sistema nervioso. Son redes que definen lo que solemos llamar la conciencia y que articulan a los individuos y los grupos en el complejo tejido cultural de fuerzas que caracteriza a las sociedades modernas. Como lo ha señalado muy bien Darnton, la batalla por la digitalización de libros revela un complicado enfrentamiento entre los intereses privados de las empresas y el bienestar intelectual público. Siempre ha existido esta confrontación, pero hoy adquiere nuevas dimensiones por el hecho de que una poderosa empresa como Google ha alcanzado una enorme fuerza monopólica. Si millones de libros se encuentran disponibles en forma gratuita en Internet, podemos comprender que el mercado editorial se ve obligado a rearticularse. No quiero entrar aquí a desenredar el amasijo de intereses que se ven afectados. Basta con señalar que editores, impresores, distribuidores, librerías, bibliotecas, autores y lectores están rearticulando su inserción en ese espacio de poder que es la República de las Letras. Es difícil prever el resultado de esta intensa transformación, pero podemos estar seguros de que afectará los circuitos exocerebrales en que se basa la conciencia humana.
Además, sabemos que nuestra relación de lectores con los textos está modificándose. Cada vez leemos más en las pantallas de las computadoras y cada vez escribimos más en teclados electrónicos. El papel y la tinta en muchos casos son sustituidos por artefactos electrónicos. Hay quienes sostienen que este proceso, desencadenado por la digitalización electrónica, terminará por erosionar las poderosas torres de marfil que son las universidades, las escuelas y los centros de investigación. A fin de cuentas, más que torres de marfil son torres de papel sacudidas por la digitalización y la expansión de la lectura en pantalla. En un libro reciente el profesor inglés Gary Hall ha expresado su entusiasmo por las nuevas tendencias que, espera, impulsarán una democratización de los espacios académicos e intelectuales. La muerte del papel como medio de circulación de ideas sería un adelanto formidable. A fin de cuentas, la digitalización ya ha marginado a los billetes de papel, que son sustituidos por tarjetas de crédito. También se están marginando las plumas, en beneficio de los teclados. Las cartas enviadas en sobres de correo con timbres cada vez retroceden más ante la ampliación del correo electrónico y del envío de mensajes por teléfono celular. ¿Por qué no redondear el proceso y marginar también los libros de papel? Hall plantea que ello minaría el modelo mercantil y empresarial de las universidades y de las empresas editoras, para dar lugar a nuevas alternativas. El libro de Gary Hall lleva un título agresivo: Digitize this book! Por cierto, su autor no ha colgado aún su libro en Internet para ser leído gratuitamente. El texto de Hall, que aún tiene forma de libro de papel, observa que en las universidades la contratación, la promoción y el reparto de privilegios se orientan por la producción de formas impresas en papel. Lo mismo puede decirse de la fama de muchos escritores: reposa sobre una montaña de papel. Hall comprende, sin embargo, que el papel es algo más que un medio de circulación: goza de un aura de originalidad y autoridad; además impone una estructura peculiar. Por ejemplo, el papel controla la extensión y fija la autoría del texto. En las redes electrónicas en principio no hay límites en la extensión y los textos digitales pueden ser modificados sin que queden huellas de la versión original. Además, los textos digitales están permanentemente amenazados por el cambio constante de los programas que permiten su lectura. Todavía no hay nada que garantice que un texto digitalizado hoy pueda ser leído dentro de doscientos años.
Pero estos y muchos otros problemas no han sosegado los entusiasmos por la digitalización ni aminorado los impulsos por sepultar la función del papel. Los poderes que representa el libro serían, como dijo Mao-Tsetung del imperialismo, un tigre de papel. Bastaría eliminar el papel para que el tigre maléfico del poder académico e intelectual fuese derrotado por la democracia digital.
Desde luego, no hay que dejarse llevar por las visiones maniqueas que exaltan ciegamente las maravillas de artilugios digitales que divulgarían a muy bajo costo documentos acompañados de imágenes en video, sonido propio, diagramas móviles, simulaciones dinámicas, enormes bases de datos e hipervínculos para sustentar o ampliar la información. Estos documentos acaso ya no podrían ser llamados libros. Los viejos libros de papel quedarían arrumbados como trastos viejos en un rincón nostálgico o como objetos raros de lujo. Por otro lado, tampoco hay que sucumbir a las visiones que miran con sospecha y miedo todas las innovaciones que trae la digitalización, que amenazarían con una vulgar wikidemocracia las excelencias del intelecto libresco antiguo.
Al parecer la utopía digital se ha estrellado contra la fuerza del papel. Las pantallas, comparadas a las hojas de papel impreso, son primitivas, toscas y poco amables. Además, acaso estemos al borde una renovada metamorfosis del papel. Las nuevas tecnologías han optado por crear imitaciones electrónicas del papel. Así, desde hace pocos años han surgido láminas delgadas y flexibles que usan tinta electrónica y son capaces de reproducir textos modificables. El resultado es una hoja de papel impresa que no tiene luz propia y que se lee como un libro, mediante la iluminación ambiental. Pero a diferencia de la hoja de papel tradicional, elaborada con pasta de fibras vegetales, este nuevo papel (EPD, por sus siglas en inglés: Electronic Paper Display) puede ser modificado por medios electrónicos, como una pantalla de computadora. El papel electrónico es usado por el Reader de Sony y por el Kindle de Amazon. Por lo pronto se trata de un papel cuya tinta electrónica sólo puede reflejar el negro y el blanco. Su calidad es todavía pobre. Pero podemos suponer que el invento será refinado y que podría acaso significar un triunfo del papel en el mismo terreno de las tecnologías que aparentemente lo iban a enterrar. ¿Qué papel tendrá el papel en el futuro? Podría muy bien ser que tuviera un papel protagónico si las nuevas tecnologías impulsan su renacimiento. Creo que las editoriales deberían incluso contribuir al avance de las formas más refinadas del papel electrónico, para que sustituya las incómodas pantallas tradicionales de las computadoras.
Si el libro es una prótesis que forma parte de nuestras redes exocerebrales, no debe extrañarnos que pueda evolucionar hasta convertirse en un artefacto electrónicamente sofisticado que mantenga la sencillez original del invento pero la combine con los extraordinarios recursos de la digitalización. Debemos comprender que toda modificación de esta prótesis ha de provocar cambios profundos en nuestra conciencia, pues la conciencia no es una sustancia o un proceso oculto en las redes neuronales dentro del cráneo sino una red que se extiende por los sistemas simbólicos que –como el libro– nos sustentan como seres humanos racionales.
(Participación en la mesa sobre “Cómo y dónde leemos hoy” en el Congreso Internacional del Mundo del Libro que celebró el 75 aniversario del FCE, el 9 de septiembre de 2009.)
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.