La lentitud de la luz

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De vez en cuando hay que reconocer los logros del conocimiento científico, aun los menos significativos, y este verano no es mal momento para ello. Gracias a la astronomía, hoy sabemos que nuestra galaxia es tan pequeña que para viajar a la estrella más cercana al Sol, con el vehículo más rápido construido hasta ahora por el hombre, tardaríamos alrededor de cien mil años. Por eso esa estrella de nuestra galaxia se llama Próxima Centauri, porque es tan cercana que si el héroe Gilgamesh se hubiera subido hace casi cinco mil años a dicho bólido, unos diez siglos después de la creación del mundo según el calendario hebreo, por dar una referencia histórica, y ahora –en agosto de 2009 d. C.– yo fuera el último de sus no menos heroicos descendientes astronáuticos, seguiría viéndola aproximadamente del mismo tamaño que él la habría visto al abordarlo. La única diferencia sería que él ignoraba que Próxima Centauri estuviera tan cerca, mientras que yo ya lo sé. (¡Ojalá pudiera olvidarlo!) Él no sabría cuánto le faltaba para llegar a ella; yo sé ya que llegaré cuando llegar haya dejado de tener el más remoto sentido.

Esa inhóspita estrella, Próxima Centauri, también llamada Alfa Centauri C, se halla solamente a cuatro y pico años luz de distancia de la nuestra, pero su entorno desapacible hace que sus compañeras Alfa Centauri A y Alfa Centauri B, algo más apartadas del Sol, se vuelvan destinos turísticos preferentes. De hecho, Alfa Centauri A es muy similar al Sol, ligeramente más grande, y sus inmediaciones podrían albergar condiciones propicias a la visita humana. Ahora bien, en la Vía Láctea hay miles de millones de estrellas un poco más alejadas (no por ello menos atractivas). El diámetro de nuestra galaxia es de unos cien mil años luz, de modo que un recorrido de un lado al otro, repito, con la nave más célere hasta hoy producida, duraría no mucho más de dos mil quinientos millones de años terrestres. No es demasiado. Y el vertiginoso desarrollo tecnológico actual nos permite suponer que pronto se reducirá el tiempo de tales travesías para escaparnos de la Vía Láctea sin dificultad –por suerte nuestro sistema planetario se encuentra en los arrabales de la misma– y vacacionar en las galaxias vecinas.

Existen proyectos más o menos serios, todos ellos en pañales, para realizar viajes interestelares e intergalácticos con propulsión nuclear (véase en Google “Project Orion”, “Project Daedalus” y “Project Longshot”, por ejemplo), con cohetes de antimateria (“antimatter rockets”), con aceleradores de partículas (“beamed propulsion”) y otros aparatos por el estilo. Pero quizá haya llegado la hora de renunciar a la construcción de artefactos espaciales con materiales toscos de origen terreno y de concentrarnos en la fabricación de astronaves lumínicas de propulsión a chorro. Científicamente hablando, sin violar ciertas leyes, ninguna materia o información puede viajar o transmitirse a una velocidad superior a la del agente físico que hace visibles las cosas. Con esas naves de luz nos demoraríamos un puñado de siglos en abandonar nuestra galaxia para enfilar hacia otra cualquiera. Bastarían unos cuantos milenios para arribar a la más próxima. Andrómeda, la galaxia espiral contigua a la nuestra, queda solamente a 2.5 millones de años terrestres si nos dirigimos a ella a la velocidad de un rayo luminoso. De nuevo, no es demasiado.

Otra opción, aunque menos emocionante –en cámara lenta, digamos–, sería emplear el propio Sol, directamente como nave o colgando nuestro planeta de él por medios gravitatorios, para viajar hacia los espacios en que flotan las otras estrellas, pese a que cuando llegáramos ya no estuvieran allí (lo que ya es factible actualmente y nos proporciona emociones innúmeras). Esto que parece un dato bobo no lo es tanto. El Sol, y todos los planetas con él, se desplaza aproximadamente a 800,000 kilómetros por hora alrededor del centro de la Vía Láctea, subyugadoramente más rápido que cualquier transporte de factura humana, y eso sin sumar que se ve arrastrado a velocidad mucho mayor, con violencia inconcebible, por la galaxia toda como la punta de un látigo alrededor del inaudito centro de una maraña universal de billones de galaxias.

En fin, para nuestra fortuna podemos explorar una posibilidad olvidada e impredecible: la Teleportación Súbita, Sabia y Desinteresada (Sudden, Wise and Selfless Teleportation, en la jerga científica). Con este procedimiento, trasladarse a cualquier estrella o conjunto de estrellas no requeriría nada de tiempo ni derroche alguno de recursos naturales. Cierto desgaste neuronal, tal vez. A menudo, y he aquí uno de los logros menos celebrados de la ciencia, se subestima que la razón pudiera ser mucho más veloz y eficaz que la luz, la cual sirve maravillosamente para observar el firmamento, ver la tele, captar la realidad, enviarnos mensajes electrónicos, música, fotos y demás, pero, como se desprende de lo dicho hasta aquí, no para viajar. Es demasiado lenta.

¡Momento! ¿Y si la mente, el pensamiento, o la conciencia, cuya velocidad no ha sido calculada todavía, fuera en efecto la verdadera clave sideral, una especie de agujero de gusano que nos permitiera transportarnos al instante hacia cualquier sitio? ¿O si las distancias fueran un mero espejismo y el universo mucho más pequeño de lo que jamás hubiéramos imaginado?

La homogeneidad poblacional de las formaciones astrales en el espacio es tal y se advierten tan parecidos paisajes en todas sus regiones que, según un artículo reciente, de 2005 –no tan reciente, considerando los estrepitosos avances científicos–, titulado “A cosmic hall of mirrors”, del célebre astrofísico y cosmotopólogo francés Jean-Pierre Luminet, es posible que el universo tenga la forma de un dodecaedro, como un balón de futbol no muy grande (de un tamaño adecuado para que el pie de Dios chute, sospecho). De ser así, para un hipotético viajero intergaláctico salido de la Tierra los espacios no harían sino repetirse a su paso, caleidoscópica y machaconamente, en el infinito ilusorio de un reflejo abombado.

– Emmanuel Noyola

De izquierda a derecha, el Sol, α Centauri A, α Centauri B y Próxima Centauri, mostrando sus tamaños relativos (ilustración de RJHall, Wikipedia).

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es miembro de la redacción de Letras Libres, crítico gramatical y onironauta frustrado.


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