Que no peito dos desafinados,
no fundo do peito bate calado.
Que no peito dos desafinados
tambem bate um coração.
Antonio Carlos Jobim
Como si hubiera pretendido todo menos una poética —un comentario al margen que llegó al micrófono entre pieza y pieza; una salida con humor a los errores de un ejecutante que lo acompañaba—, el bandoneonista Dino Saluzzi dijo alguna vez durante un concierto en Buenos Aires: “Hay que desafinar en el momento preciso”. Para Saluzzi, cuya mano fue modelada por la armonía del tango y cuyo oído se afinó en la vanguardia clásica, la desafinación es la cúspide del arte; recurso que, bien dosificado, permite al fuelle desplegar un fractal de sonidos y no un arco perenne sobre el muslo. La desafinación se vuelve, pues, la recompensa del virtuoso, el retorno benéfico a una infancia en la que el juego y el arte, la inconciencia y el nonsense, eran la misma cosa. Un escupitajo, una mancha que hace de la perfección un milagro verosímil.
De ahora en adelante, propongo que abucheemos al músico que no se atreva a ejecutar una pieza en toda la extensión de la palabra. Qué pobre espectáculo resulta comprobar que nuestra conmoción depende más de lo intachable que de lo falible. El director que ralentiza un allegro o apresura un adagio; el arpista que deja oír el sucio golpeteo de sus palmas y nudillos contra la madera; el trombonista que suelta un glissando en una sinfonía de Mozart; el artista que ve, según Yves Bonnefoy, una cima en la imperfección, merece una ovación atronadora, un aplauso largo y caluroso, más humano que nunca.
(¿Sería mucho pedir que la Patética de Tchaikovsky fuera, entonces, patéticamente interpretada?)
– Hernán Bravo Varela
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).