Por Enrique Krauze
Para Carlos Monsiváis
“¿Por qué la reprobación en las doctrinas ha de cambiarse en odio a las personas?”
(Melchor Ocampo)
La discordia teológica a la que alude Ocampo desgarró el primer medio siglo de nuestra vida independiente. Su motivo principal fue la
tolerancia de cultos. Negarla, combatirla, descalificarla, fue un dogma irrenunciable para los conservadores. Afirmarla, fundamentarla, defenderla, fue una postura tenaz del ideario liberal. Los primeros aducían principios absolutos; los segundos, realidades prácticas. El diálogo fue imposible. ¿Quién tuvo la razón?
Según los conservadores, la tolerancia de cultos rompería la unidad religiosa de México y amenazaría la nacionalidad. ¿Para qué introducir “el error” si el país vivía ya en posesión de “la verdad”? La llegada de inmigrantes de otras religiones dañaría la moralidad, dejaría inerme a la Iglesia, propagaría falsedades y supersticiones entre el pueblo ignorante. El padre Agustín de la Rosa, famoso y caritativo sacerdote jalisciense que fue también astrónomo, escritor y redactor de La Religión y la Sociedad, veía el posible arribo de los “sectarios del extranjero” (es decir, los protestantes) como una maldición bíblica:
Todo les anuncia que ha llegado el día deseado por siglos de venir a vivir en delicias en el país del oro y de la plata… Pero el pueblo mexicano verá desvanecerse su pasado, sus tradiciones, sus costumbres, sus creencias… las riquezas que a él y no a otros se dignó conceder el Supremo Bienhechor.
Frente a estas creencias, Ocampo había resumido desde 1851 la justificación ética de la tolerancia: “¿Por qué para con todos los errores inofensivos hemos de mostrar indulgencia, y ninguna se ha de tener para… adorar a Dios de diverso modo que del que creemos bueno?”. En los debates del Congreso Constituyente (1856-1857), varios liberales (moderados en su mayoría y casi todos católicos activos) argumentaron que la tolerancia era una práctica común en toda Europa y una condición necesaria para atraer la necesaria inmigración. Cuando finalmente introdujeron en la Constitución una tenue provisión a favor de la libertad de creencia, la Iglesia la repudió y amenazó con excomulgar a todo aquel que la jurara. Acto seguido pasó lo de siempre: callaron las palabras y hablaron los fusiles, se desató la Guerra de Reforma.
A partir de 1867, la Historia no sólo dio el triunfo a los liberales sino también la razón. Cuando el extranjero tan temido arribó por fin (tardíamente y a cuentagotas, a diferencia de Argentina o Estados Unidos) acrecentó con su trabajo la riqueza de México, se asimiló a las costumbres y tradiciones del país y no afectó en absoluto la antigua matriz católica y nacional. La vida cívica de México ganó mucho al instaurar la libertad de creencia y el respeto a las opiniones ajenas en materia de religión.
Pero el dogmatismo, como los virus, no muere: emigra. Primero el Estado liberal y luego, de manera más aguda, el revolucionario adoptaron una actitud de intolerancia extrañamente parecida a la de sus antiguos adversarios. El presidente Calles retomó los viejos instintos jacobinos y quiso nada menos que erradicar por la fuerza el catolicismo. Al fracasar, tras la Guerra Cristera, buscó “apoderarse de las conciencias infantiles”, transmutando la “verdad única” del cristianismo en la “verdad única” del socialismo. Fracasó nuevamente. En tiempos de Cárdenas, el afán de ortodoxia dejó esos ámbitos religiosos y educativos para concentrarse en los preceptos sociales y nacionales del Artículo 27. A partir de entonces se fue configurando el dogma nacional revolucionario por excelencia: el dogma del petróleo.
En sentido estricto, el principio legal que lo sustenta no es sólo legítimo sino también justificado y razonable: la riqueza del subsuelo debe pertenecer a la nación, es decir, al conjunto de los mexicanos. El problema está en la sutil suplantación que el Estado ha hecho de la nación: para todos los efectos prácticos, quien tiene la propiedad del petróleo no es la nación sino el Estado, que delega la propiedad en el gobierno en turno. El gobierno, a su vez, es dueño de Pemex, o, más bien, socio mayoritario: el otro socio es el intocable sindicato. La “propiedad” de la nación es letra muerta.
La nueva clerecía mexicana (representada por López Obrador y sus seguidores) no hace esos distingos. Para ella el petróleo no es un recurso material perecedero sobre cuya naturaleza y operación se pueda, en rigor, debatir. Para ella el petróleo no pertenece a esa esfera terrenal. Para ella el petróleo es la sustancia trascendente de la soberanía: un principio inmutable, intocable, inagotable, celestial, el pan y el vino de la identidad nacional. Abordar y transformar la situación actual del petróleo de acuerdo con las mejores prácticas mundiales equivale para ella a “entregar” las riquezas que “se dignó conceder el Supremo Bienhechor” y “traicionar a México”.
Todo esto no implica que la reforma energética propuesta sea la buena. Menos aún acabar con un monopolio público para crear uno privado. Lo que sí implica es la necesidad de debatir realidades, no principios. Si el debate no tiene lugar en esos términos y si la liberación (adoptada en el mundo entero) es estigmatizada como “privatización”, la discordia civil se ahondará. De la misma manera en que la intolerancia de cultos hizo perder tiempo a México, la intolerancia sobre el petróleo nos hará perder muy pronto el tren de la Historia. Cuando las reservas se agoten y se consoliden las diversas energías alternativas, será demasiado tarde. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que el dogmatismo del petróleo nos ha retrotraído ya al caudillesco siglo XIX. Lo peor es que el odio teológico se ha vuelto odio ideológico.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.