Aeropuerto

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El aeropuerto de la ciudad de México se llama Benito Juárez. Eso quiere decir que es un aeropuerto oaxaqueño, liberal y masón, y que cuando hay que fusilar emperadores los fusila y a otra cosa. Este aeropuerto no funciona bien: sus servicios son malos, sus hangares están corroídos, está lleno de cadáveres insepultos de aviones, sólo tiene dos pistas arrugadas y su capacidad de operación está crónicamente rebasada por la explosión demográfica que se refleja en el gentío que se va, el que llega, el que trabaja en el aeropuerto vendiendo donas y, sobre todo, el gentío que acude el aeropuerto para ver al gentío.
     A la manera de las ruinas aztecas a las que se les construía encima otra ruina azteca, cada tanto al aeropuerto se le suele construir encima otro aeropuerto. Así, se encuentra en un perpetuo estado de construcción, a sabiendas de que al terminar cada ritual renovación, habrá que comenzarla de nuevo. Esto se hace con un propósito evidente: no rezagarse del nivel de rezago autorizado. Con cada mutación hay más estacionamientos y tiendas, pero las dos pistas arrugadas siempre serán las mismas pues, como suele ser en México, sólo cambia lo aleatorio pero nunca lo esencial. El resultado de esta mutación eterna es un laberinto mutante donde los mostradores de Delta Airlines el lunes son una tienda de (falsos) sombreros charros el martes.
     Caso inaudito: el aeropuerto está construido adentro de la ciudad. Hay unidades habitacionales Benito Juárez en las que viven miles de familias a cuarenta metros de la pista principal. Por lo mismo, no hay pueblo en el mundo más experto en ver aviones que el nuestro. Desde los cientos de miles de autos embotellados en las calles atestadas, se tiene un observatorio inmejorable para ver los aviones embotellados en el cielo. Todo habitante de la ciudad es un controlador aéreo amateur, capaz de juzgar si la ruta de aproximación es la correcta, si el tren de aterrizaje bajó a tiempo, si el jal que llega a las dos de la tarde le gana en lentitud y majestad al klm de las seis.
     Pero al hender laboriosamente la espuma de mierda que cubre a la olla de la ciudad, los aviones también la sazonan con toneladas de monóxidos y vapores de turbobenzina. Soltando tuercas eventuales, aterrizan esquivando rascacielos o los cohetones lanzados para que esté contento el santito del día, rozando tinacos, sacudiendo la ropa tendida en las azoteas, y obligando al aterrado pasajero a mirar las ventanas donde rollizos esposos golpean rollizas esposas, aterradas a su vez de ver en su propia ventana la cara de un salary-man japonés que toma su primera foto del México profundo sin siquiera haber tocado tierra.
     Como todo en México, los aeropuertos no funcionan exclusivamente para lo que deberían funcionar (irse o llegar) sino para una enorme cantidad de actividades ancilares, propias de nuestra identidad retorcida. El aeropuerto sirve como sede y botín de cientos de organizaciones sociales y políticas, frentes populares, uniones de maleteros, sindicatos de taxistas seguros e inseguros, gremios de franeleros, masajistas y boleros. Hospeda también miles de comercios formales, informales y amorfos, bancos, baños públicos, temascales, un museo, farmacias, puestos de lotería, fábricas de donas, y en suma el mejor laboratorio para apreciar el instintivo gusto mexicano de “ir a ver qué pasa”.
     La fascinación con el aeropuerto es intrigante. Ir a ver ese sitio que es una suerte de puerta revolvente franqueada la cual hay una otredad ansiada y terrorífica. De ahí que cada viajero es despedido por toda su familia, como si su destino fuese Plutón y no Hermosillo. Tres días después regresan para amontonarse en la puerta de llegada a ver llegar al heroico ser amado.
     Todo esto hace de irse o llegar una experiencia laboriosa. Llegar al aeropuerto supone abrirse paso entre la turba, hacer infinitas filas ante los mostradores, encontrar asiento en las salas de espera, hacer fila para subirse al avión, hacer fila para sentarse cuando Menchaca logre retacar su maleta de dos metros cúbicos en el pequeño espacio para maletas y hacer fila para tomar la pista de despegue. Y llegar supone buscar las maletas y atraparlas con la determinación con que las Águilas de Filadelfia riñen un balón perdido. Luego hay que hacer fila para comprar el boleto de taxi seguro, sacarle la vuelta a los mariachis que vienen a recibir al atleta Gordillo, oler alemanes ebrios con (falsos) sombreros de mariachi, hacer fila para tomar el taxi y, ya en el taxi, hacer fila para salir a la calle. Todo esto mientras miles de bocinas berrean la ansiedad que tiene Gloria Trevi de que le den de besos.
     Mientras el taxi hace fila en el primer embotellamiento, se me ocurre que no deberá faltar mucho para que un día, durante alguna renovación, se encuentre un muro de cuando el aeropuerto era prehispánico. Se construiría un museo de sitio para exhibir la momia de una azafata, un anuncio de hojalata de Orange Crush, una hélice de obsidiana y el plato en el que se comió una dona el capitán Sarabia antes de su fatídico vuelo. Y llegarán a bailar los aztecas. Y más gente va ir a ver qué pasa. –

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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