Cristo se detuvo en Éboli, de Carlo Levi
Leí en un manuscrito de Juan Pedro Viqueira sobre Pueblo en vilo, que pronto publicaremos, una referencia a Cristo se detuvo en Éboli. Enseguida me acordé de una conversación en Madrid con Félix Romeo donde me lo recomendó, como tantos otros títulos. Esa es la ventaja de tener amigos que son destiladas enciclopedias. Y como tantas otras veces, no le hice caso. Esa es la desventaja de ser como soy. Pero a la segunda fue la vencida. Contra pronóstico, el libro estaba en Gandhi, cosa que con libros “raros” ya casi nunca pasa. Eso sí, tuve que repetir que Carlo es sin “s” y que Levi se escribe con “v de vaca”. Nuestra mítica librería de juventud convertida en un almacén de novedades, libros de texto y regalos de ocasión… y la ley del libro en la congeladora legislativa.
El pintor turinés Carlo Levi era médico de profesión y estaba educado en la alta cultura judía de la Europa de entreguerras: era un lector sofisticado y un no mal intérprete de piano. Y por lo tanto era un personaje incómodo para el nacionalismo obtuso, valga el oxímoron, del fascio italiano.
Encarcelado por actividades contra el Estado italiano, ambigua fórmula jurídica de los estados totalitarios, Carlo Levi pasó tres años en prisión. Al salir fue desterrado a la Calabria profunda, en un castigo de inverosímil tonalidad feudal. Primero a Grassano y luego a Gagliano. Cristo se detuvo en Éboli son las memorias del año casi exacto que pasó en el segundo de estos pueblos. Pero la historia es aún más compleja, ya que el libro fue escrito como una forma de evasión mental mientras vivía refugiado en una casa de Florencia, en 1944, cuando la república de opereta de Saló había entrado en la misma demencia racial del Reich. De ahí su apenas perceptible aire nostálgico.
La identidad de Levi, su perfil idiosincrático (cfr. Amartya Sen), tendría mucho más que ver con los círculos liberales y artísticos de Viena, Niza o Ginebra, que con el Mediodía italiano: Cristo se detuvo en Éboli es el choque entre un ciudadano europeo de la era postindustrial y unas gentes del mundo precristiano.
Atado al potro del paludismo, entre áridas barrancas y crueles precipicios, Gagliano era una cárcel con forma de pueblo: ni una tienda, ni un hostal, ni un café. Nada perturba su inmovilidad. Su único contacto con el mundo externo: una sinuosa carretera por la que circula un único coche, el encargado de recoger el correo en el pueblo vecino. En esa isla del archipiélago del Mezzogiorno se perpetúa un régimen de opresión medieval que tiene en el alcalde (maestro de la única escuela y dueño también de la única farmacia) y en el jefe de la policía (su hijo será el único voluntario del pueblo en la guerra de Abisinia) a sus instrumentos fácticos. Ambos, preceptivamente fascistas, y cuya relación con Roma es una transacción descarada: imitación ideológica a cambio del mando total sobre esos confines.
Con los ricos bosques arrasados siglos atrás, las tierras están dedicadas al cultivo de trigo, con un rendimiento que no alcanza ni para el autoconsumo. Sus dueños son familias nobles que viven en Nápoles o Roma y una vez al año regresan para cobrar, implacables, el pago del arrendamiento. Por ello, la mayoría de los hombres útiles para el trabajo han emigrado a América y sólo sobreviven los derrotados, los ancianos, los enfermos. Gagliano funciona como una sociedad matriarcal cuyo correlato masculino sucede en Nueva York o Buenos Aires. Levi encontrará en cada casa, junto a la estampa de la Virgen, la imagen de Roosevelt, verdadero patrono de la villa al que rezan en silencio las madres y esposas abandonadas.
Cristo se detuvo en Éboli es un libro a caballo entre la antropología y la literatura. A un tiempo diario personal y viaje a los infiernos de la mentalidad antemoderna, es en su conjunto un estudio del tiempo detenido y un involuntario homenaje al refrán mexicano “pueblo chico, infierno grande” (¿lo habrá leído Rulfo antes de Comala?). Campesinos que creen en los duendes, en los espíritus malignos y benignos; mujeres que viven de hacer pócimas de amor y brebajes para curar sus hijos enfermos de bocio, paludismo y difteria, mientras esperan una carta, una noticia de América que nunca llega. Sorprende desde la óptica mexicana la escasez de fiestas y celebraciones: improvisadas coplas navideñas para pedir dinero en las casas de los notables del pueblo, un desangelado carnaval de una sola jornada sin transgresiones y un paupérrimo día de la Virgen (que enmascara un culto sincrético anterior, como en México) son las tristes etapas de un calendario ritual degradado y pobre, en donde el cristianismo no logró asentarse con fuerza (la única iglesia del pueblo está semiderruida y vacía incluso durante la misa del domingo) y los rituales paganos y politeístas se perdieron en la niebla del tiempo. Así, la vida queda determinada más por las estaciones y el clima que por su lectura simbólica o su recreación cultural.
Para los campesinos de Gagliano, el Estado es una entelequia abstracta que ha sido sinónimo de explotación, sea bajo el poder republicano, borbón o fascista. Un fastidioso engranaje que viene de fuera, con rostro de Recaudador de Impuestos y que exige inapelable el pago de una tasa anual por cabeza de ganado. En el caso de Gagliano y de esos años, a un precio superior al del costo de alimentar y cuidar a las tristes cabras que conforman toda su mesnada. De ahí el horrendo espectáculo que registra Levi del sacrifico de las cabras del pueblo para evitar un pago imposible.
Pero Cristo se detuvo en Éboli no es una articulada denuncia política, ni está escrito desde la atalaya de la superioridad intelectual: Levi registra con humanidad, atención a los detalles y empatía el destino de esa gente, individualizándolos, estableciendo con ellos unos lazos y unas relaciones de plena igualdad. No es un entomólogo, es un vecino. Y esa es la mayor virtud del libro.
El destierro termina cuando la radio de Roma anuncia su nombre en la lista de amnistiados como medida de gracia tras la entrada de las tropas italianas en Addis Abeba, y Levi puede regresar, por un tiempo, a su trabajo de pintor en Turín.
Ahora, claro habrá que conseguir la película de Francesco Rosi inspirada en el libro, pero dónde.
– Ricardo Cayuela Gally
(ciudad de México, 1969) ensayista.