Acabo de leer (22 de enero) en un veraz cuanto objetivo diario lo siguiente:
Cada año mueren en el país unas 27 mil personas debido a accidentes de tránsito; es decir, al día perecen 46, 15 de las cuales son de peatones atropellados por automovilistas alcoholizados, informó Arturo Cervantes Trejo, director general del Centro Nacional de Prevención de Accidentes (Cenapra), durante la inauguración de 13 Semana Nacional de Información contra el Alcoholismo Compartiendo Esfuerzos.
Veintisiete mil cadáveres al año, el 35% de los cuales se hicieron de esa condición en accidentes causados por la ingesta de alcohol.
Si en el 2001 los muertos por esa causa fueron 14 mil, seis años después la cifra ha aumentado casi 100%. De seguir así la cosa (y no veo por qué habría de cambiar), en el 2020 habrá unos 65 mil.
Hace un par de años escribí un artículo sobre el tema en el suplemento Enfoque del diario Reforma:
¿Quién mato a Sergio Chávez García?
Lo mató Edgar Javier Tenorios Vázquez, un señor de 23 años que fue a una reunión con sus amigos y se tomó unas copas y luego se subió a su Jetta y tomó la avenida Insurgentes y metió el acelerador a fondo y acabó perdiendo el control del auto y lo lanzó contra un grupo de personas que comían hot dogs en un paradero del Metro La Raza.
Sergio Chávez García era el dueño del carrito de hot dogs. Rodrigo Romero, un policía auxiliar de 30 años, también murió en el acto. Otras 11 personas fueron trasladadas al hospital, seis de ellas en estado grave. El señor Tenorios Vázquez, como corresponde a un buen machito nacional, se dio a la fuga, pero estaba tan ebrio que no pudo correr, fue detenido por los sobrevivientes, entregado a la policía y llevado al Ministerio Público que levantó la averiguación previa GAM 2617/09-05. El procurador Bátiz declaró que Tenorios no saldría bajo fianza por conducir alcoholizado y por intentar darse a la fuga. La ley en México es tan rara que matar a alguien en un accidente de tráfico permite la libertad bajo fianza; pero hacerlo borracho, no. De no ser por estos “agravantes”, el señor Tenorios habría estado en la calle dos horas después. ¿Estará aún detenido?
Pero al señor Chávez García también lo mataron los amigos de Tenorios, que lo dejaron manejar borracho. Y si la reunión fue en un lugar público, también lo mataron quienes le sirvieron más copas de las debidas. Y también lo mató la abierta indiferencia con que las autoridades han permitido que en México la ley sea optativa, que el único requisito para tener licencia sea pagarla, que la policía sea corrupta, que el rojo sea verde si así se quiere, y la arraigada convicción nacional en el sentido de que el peatón es un recurso renovable.
Las cifras sobre muertes en accidentes de tráfico en México son pasmosas. Es comprensible en el país que adora a la “Santa Muerte” y ha convertido la canción “No vale nada la vida” en ese himno nacional epidérmico que se entona salpicadito de tequilita. Según las estadísticas del Instituto Nacional de Salud Pública,1 en el año 2001 los accidentes de tráfico fueron la quinta causa de muerte en el país y la primera por razones no médicas. Ese año de 2001 murieron por accidentes de tráfico en todo el país 14 mil 20 personas, es decir, 40 personas diarias. Sólo en el DF, y sólo en 2001, murieron en la calle mil 202 personas, es decir, 3.29 diariamente. Si tomamos a esas 40 personas como promedio anual y lo multiplicamos por los cinco años anteriores y los cinco posteriores, la cifra es de 146 mil muertos (mil 200 sólo en el DF). Y deben ser más, pues si en 1997 hubo 179 mil accidentes de tráfico, en el 2003 hubo 326 mil.2 Sería interesante saber qué porcentaje de las cifras de los muertos corresponde a los verdugos y cuál a las víctimas. Y también saber cuántos de los verdugos que no se murieron están presos y cuántos en libertad (buscando nuevas víctimas). El número de heridos y baldados vitalicios es, desde luego, descomunal. Los autos en México son un arma de destrucción masiva en manos de pilotos kamikaze.
Ciento cuarenta y seis mil muertos son muchos muertos. Triplican los que hubo en Tlatelolco, en el huracán Gilberto y en los sismos de 1985, sumados. Y sin embargo, nadie ha creado una fiscalía especial, ni hay un Frente Nacional de Apachurrados, ni hay movimiento reivindicador, ni manifestaciones multitudinarias al Zócalo, ni se considera un problema federal, ni estatal, ni municipal, ni nadie ha hecho un monumento, ni se ha declarado el Plan DN-III, nadie ha exigido reparación, ni nadie ha guardado luto (aparte de miles de viudas y huérfanos), ni ha habido ceremonias fúnebres en el Campo Marte, ni misas en la Catedral, ni habrá reportaje especial de Televisa, ni les importa a los locutores de radio (para quienes los accidentes sólo son noticia si perjudican la circulación de quienes andan buscando más víctimas). Y ni el Poder Ejecutivo, ni la Suprema Corte, ni los diputados y senadores han hecho nada, ni ninguno de los candidatos ha prometido becar a las víctimas, ni darles casitas, ni les ha pedido su voto ni les importa un bledo.
Los muertos en la calle no reditúan. No justifican oratoria de género, ni son etnia asediada, ni son víctimas de terremoto o huracán, ni se mueren en bola, al mismo tiempo y en el mismo lugar, como debe ser, sino de manera aislada y por aquí y por allá. Es fácil defenderse del montón de cadáveres diciendo que son “accidentes” -sucursal hospitalaria de la supersticiosa psique patria-, porque a fin de cuentas emborracharse y atacar con auto no equivale a “dolo” ni a “alevosía”, y los accidentes no son adjudicables a la naturaleza ni a la guerra o al terrorismo, y por lo mismo no rinden plusvalía política ni atizan el terror noticioso. Los muertos como Sergio Chávez García -para decirlo sumariamente- son unos pinches muertos sin ningún chiste.
Se acaba de recordar el terremoto de 1985 y, una vez más, se ha cantado la solidaridad del pueblo, el desprendimiento y la generosidad ejemplares, el gusto del mexicano por salvar vidas. Junto a ese gusto, tan encomiable, vive otro, más secreto y más definitorio: el gusto de despreciar la ley, convertido en uso y costumbre.
Notas:
1 Salud pública de México. Vol. 44, no. 6, noviembre-diciembre de 2002. Disponible en la internet.
2 Cifras del INEGI, en su página de internet.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.