El dedo de oro (fragmentos)

Escrita a mediados de los ochenta, publicada en 1996 y no reeditada hasta la fecha, la novela El dedo de oro no solo sorprende por su humor esperpéntico, sino por la actualidad de su caricatura política.
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En un futuro posapocalíptico, aunque no muy lejano, el país ha pagado la deuda externa cediendo parte de su territorio a las potencias imperialistas, en la Ciudad de México una gruesa capa de smog ha confinado a los pobres a vivir en la llamada Ciudad Baja, mientras los ricos disfrutan de la Ciudad Alta, y la corrupción se ha institucionalizado a tal grado que la gente paga las mordidas con una tarjeta especial. En medio de ese país en ruinas, pero todavía vivo, el eterno líder obrero Hugo Atenor Fierro Ferráez mueve los hilos de la política nacional, en una evolución del priismo hegemónico que aterra por su clarividencia.

Escrita a mediados de los ochenta, publicada en 1996 y no reeditada hasta la fecha, El dedo de oro –a la que pertenecen los fragmentos que ahora publicamos– no solo sorprende por su humor esperpéntico sino por la actualidad de su caricatura política. “No deja de ser chistoso –escribió Guillermo Sheridan en 2014– que una novela escrita en 1984 como una ‘novela de anticipación’ que sucedía en 2029, se haya convertido en una novela realista-socialista.”

***

Emos pensado un plan

La tarde en la que Fierro Ferráez tuvo el honor de saldar la Nacional Deuda Externa, decidió salir a la ciudad, apreciar la situación con sus propios ojos y calar el estado de ánimo de la nación. Ordenó que nadie, salvo la Chuza Sifuentes, lo siguiera, y su única medida de protección consistió, además de su oxigenador, en quitarse sus anteojos oscuros para disfrazarse, en caso de que algún patriota furioso anduviera buscando en quién vengar la afrenta.

Caminó por el centro. Unos lavacoches decían que había un ejército ruso en Toluca que a lo mejor quería que le lavaran sus tanques. La gente corría por todos lados, riñéndose sitio en las peseras que ofrecían transporte, por kilo, a las nuevas fronteras. Otros peleaban para colarse a los edificios abandonados. Le dio hambre y se comió una docena de sopes verdes que le vendió una vieja que no dejaba de sonreír y lo despidió diciéndole “ahi nos vemos”. Vio una bola de monjas que llevaban un niño Jesús vestido de lujo. Una señora ponía en el aparador de una agencia de viajes un cartel que invitaba a ir a ver el cambio de la guardia a Merry Dawn, capital de You-can-tan. En su casa de cambio improvisada daban doscientos cincuenta millones de neopesos por un goldólar. Unos ambulantes vendían holocasettes con una versión porno de La sangre de Luisa Serdán. Un señor con mal de pinto vendía conejitos blancos por docena. En medio del humo y los claxonazos, un tipo erguía una tabla sobre la que estaba amarrada una niña en cuyo alrededor otro sujeto clavó desde lejos varios puñales. Nadie le dio nada. Miró a unos skinheads robarse los sombreros del aparador de Tardán. Vio a unos que se besaban mucho. Vio unos botes de basura tirados en el suelo, rodeados de perros. Sobre un camellón pasó una ambulancia en sentido contrario. Dos señoras gordas se peleaban en el suelo, admiradas por una vasta concurrencia.

Dos horas más tarde regresó a Palacio y llamó a Catita Borceguí de Talamontes, su secretaria privada. Le ordenó que citara al Círculo Íntimo a una reunión secreta, a las ocho de la noche, de la Torre de la Flama. Desde la fusión en frío, la Torre de la Flama, antes de Pemex, hospedaba las oficinas del Sindicato Único de Mexicanos Obreros (SUMO), el brazo obrero del Partido Evolucionado Definitivo (PED), que estaba por convertirse en el único brazo. La torre era una reliquia de la llamada “escuela optimista” de arquitectura que había llenado la ciudad de amplios cubos de cristal durante el siglo pasado. Los últimos diez pisos estaban sobre la Línea Metropolitana de Medición del Smog (LIMEMES), por lo que se podrían considerar parte de la Ciudad Alta.

En su aerocar, poco antes de que el Chuza Sifuentes descendiera en la torre, Fierro Ferráez se puso de nuevo sus lentes oscuros. Pensó, equivocándose, que nadie lo había reconocido. Era la única persona en el mundo que para disfrazarse se quitaba algo, en vez de agregarse nada.

El llamado Círculo Íntimo, formado por los cuatro Líderes Generales Máximos sustitutos suplentes del SUMO, lo esperaba en la Sala Secreta de Juntas. Era un cogollo de incondicionales que lo rodeaba desde hacía ochenta años: el senador y profesor Alonso Soto Tobías; el senador y licenciado Garibaldi Rivascacho K.; el senador y doctor Gimeno Casasús, y el senador y senador Cauterio Fierro Ferráez, su hermano. Entre los cuatro sumaban cuatro quintos de tonelada de líder bruto.

Lo primero que hicieron fue informarle a su Líder que los congresistas de la oposición se habían apertrechado en el Legislativo Palacio, donde se habían declarado Gobierno de Emergencia Nacional, y lanzado órdenes de aprehensión por traición a la Patria en contra de prácticamente todos los pedistas del país.

tanvien contra nosotros?

Escribió Fierro Ferráez sobre una placa de vidrio que proyectó su escritura hacia una pantalla. Hacía tiempo que prefería escribir, pues sus garabatos eran aún más legibles que comprensible su pronunciación.

–También, chingá –contestó Garibaldi Rivascacho–. Pero ni quién les haga caso. Lo que queda del ejército está en las fronteras, desertando. La policía desbandada. No hay nada que temer. Ahí que se queden.

Fierro Ferráez giró su sillón hacia el ventanal. Allá lejos se alcanzaba a ver, iluminada por la luna llena, la cima humeante del Popocatépetl. Al poniente, el perfil fantástico de la Ciudad Alta brillaba bajo las estrellas. Abajo, la colcha del smog, en perpetua ebullición.

Fierro Ferráez giró de nuevo y escribió en el yo mayestático que le dio por comenzar a usar ese día, sacando la lengua y meneando la cabeza.

emos pensado un plan este pais todabia ba durar, un rato nos guste o no, nos guste. oy vi de que el mexicano todabia tiene mucha hiniciativa. los berdaderos rebolusionarios somos lo hunico q’ le queda asi de q’ nuestra manera de aser las, cosas halgo debe de tenerpor lo que bamos a nombrar, un precidente pero, el verdadero poder lo bamos a conserbar nosotros.

Los líderes leyeron con respeto y hasta con emoción sobre todo por lo de verdaderos revolucionarios. Solo el necio de Alonso Soto Tobías se había atrevido a interrumpir:

–¿Nosotros asumiremos el verdadero poder?

nadie dijo que ustedes. digimos que nosotros lo q’ es, muy distinto.

Después escribió:

ustedes manden a su jente a rodiar el palacio lejislativo los, periodicos y las cadenas de olovision y cortan las comunicasiones nadie, entra nadie sale.

Los cuatro hombres tenían sus anteojos clavados sobre los suyos, listos para entrar en acción.

el precidente q’ nomvremos solisitara de inmediato un prestamo al, banco mundial para empesar la nacional recuperasion.

Rivascacho preguntó entonces:

–¿Y qué haremos respecto a la pérdida del Nacional Territorio?

Fierro Ferráez, que se había hecho esa pregunta varias veces desde la caída de Tijuana, escribió simplemente la respuesta que ensayó durante todo su paseo de la tarde.

cual perdida de cual nasional teritorio?

Los líderes entendieron a la perfección: se optaba por el “Típico Plan”, un recurso de emergencia muy socorrido por la Nacional Historia: sin menoscabo de lo terrible que fuese una situación equis, se pretendía que no estaba sucediendo.

Fierro Ferráez gruñó y subrayó con su lápiz magnético la pregunta que había escrito en la pantalla.

–¿Cuál pérdida de qué? –contestó Rivascacho con absoluta naturalidad.

Fierro Ferráez asintió con su cabeza megalítica y un largo mechón de pelo plateado, bañado de glostora, se le cayó sobre el hombro izquierdo.

nesesitamos un precidente legal o constitusional y, un jabinete y eso, como tiene q’ ser alguno en, q’ podamos confiar emos desidido de q’ sea el lisensiado froilan venamegi.

Los sustitutos suplentes pelaron los ojos debajo de sus lentes oscuros.

Froylán Benameji era un político nefasto que había detentado, en un momento u otro de su vida, el noventa por ciento de los puestos públicos que se podían tener en el país. Pero tenía un gran mérito: estaba totalmente demostrado que era un traidor.

–¿Por qué nombran de presidente a un traidor? –le preguntó Casasús, ya acostumbrado al mayestático de su jefe.

por eso porq’ savemos
de q’ es un traidor.

–¿Por qué no me nombraron mejor a mí, que he demostrado mi lealtad tantas veces? –preguntó Casasús.

ay dos rasones primera de usted, podria esperarse cualquier cosa mientas q’ de, froilan ya savemos q’ esperar. megor un traidor provado que un traidor provavle.

–No entiendo –dijo Casasús.

Fierro Ferráez lo miró con hartazgo.

esa es la otra rason.

Fierro Ferráez hace un descubrimiento

Esa misma noche, mientras el aerocar conducido por el Chuza Sifuentes ascendía hasta el aerofraccionamiento Colinas de los Montes, Fierro Ferráez estudió el objeto que le había dado el presidente Bernardo Aquel. Era un dedito índice del tamaño de un supositorio, a perfecta escala y trabajado con primor, con su uñita, su falangita, su falanginita y su falangetita bien esculpidas. Tenía hasta huella digital. Pensó que ya habría quién le dijera cómo se usaba y se lo colgó en el cuello.

Al llegar a su casa saludó mecánicamente a doña Sol Nube Fragua de Fierro, su esposa desde hacía ciento tres años. La señora Fragua de Fierro Ferráez había muerto en 2002, el “Año Cabrón”, hacía doce años, pero desde entonces, de acuerdo con su testamento, estaba sentada en el salón de estar, perfectamente embalsamada, en su sillón favorito, tejiendo una chambrita verde para el hijo que nunca tuvo. Fierro Ferráez se sentó junto a ella, miró la holovisión un rato y durante un anuncio de brandy le contó lo del dedo, pero ella no dijo nada.

A partir de ese momento comenzó a preguntarse de vez en cuando (por ejemplo: cuando veía un dedo) qué sería ese pequeño dedo dorado, quién habría posado para él, si la huella digital correspondería a alguien de carne y hueso y cómo se debía utilizar. Mandó investigar, en vano, si alguien sabía, si había antecedentes, si los esos libros decían algo. Años más tarde, cuando llevaba poco de amasio de Sólida Soleil, el azar resolvería el enigma.

Sucedió en 2019, en el Nacional Palacio. Esa noche salió temprano de la oficina con toda la mala intención de acudir al penjáus de Sólida Soleil. Cuando iba en el tapete móvil seguido del Chuza Sifuentes, un enorme borlote en la zona de los murales llamó su atención. Salió del tapete móvil y avanzó hacia allá: un niño, abrazado por su madre, lloraba como loco frente a un mural en el que se veía a un compañero campesino de paliacate rojo que salía de su choza con un rifle para irse a la bola, mientras su esposa y su perro lo miraban con orgullo. Ahí, en la cerradura de la puerta de la choza pintada en el muro, el horroroso niño había metido su dedo pringoso.

¿Pintada? Fierro Ferráez intuyó que ahí estaba la clave y creyó que entre su pecho palpitaba el dije. Se acercó al niño que enmudeció de golpe, impresionado por su catadura pleistocénica. Liberó el dedo atorado de un solo tirón atroz. Luego tapó la cerradura con sus nalgas de hipopótamo y ordenó que “circularan”. Mientras la mamá huía aterrorizada, comprobó por la espalda la existencia real del agujerito. Luego de cavilar un rato, al llegar al carpuerto, le dijo al Chuza Sifuentes.

–OhGronh shek/b grhar to r*tslo.

Lo que, después de un rato, el Chuza interpretó así: “Hoy en la noche quiere trabajar un rato, solo.” ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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