El cine se siente

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Mi amigo Raymundo, el Raycito como le dicen, es un cuate muy peculiar en varios sentidos. Dice que odia viajar, y anda siempre fuera. Dice que no le gustan las fiestas, pero es una fichita. Varios años anduvo diciendo que detestaba el cine, que era un arte menor y plebeyo y que, cuando alcanzaba cotas más altas, era por el influjo de esos príncipes del aire de los que escribió San Pablo. De pronto, tuvo una especie de conversión al séptimo arte, conversión que lo ha vuelto, para algunos, más interesante; para otros, más frívolo; y para otros más, esta súbita revelación lo ha encallecido y vuelto más canalla. Yo lo sigo queriendo igual: me doy cuenta de sus limitaciones y de sus cosas, por supuesto, pero también veo que su fondo no es tan malo. Me abstengo de juzgarlo, aunque no de intentar corregirlo, empresa de todas maneras tan inverosímil como la de encerrar la mar océano en un grandísimo agujero hecho en una playa africana.

–¿Qué onda, g…? -me dice, hablándome. Lo primero que pregunta-: ¿Ya viste Luz silenciosa?

Yo no la había ido a ver. Se lo digo.

–¡No m…! ¿Porqué eres tan p…? Neta que no sabes lo que te pierdes. Es como si fueras a ver una película hecha por… ¡por Kierkegaard, ca…! Ahorita paso por ti, y vamos al cine.

–Pero… -alcancé a decir antes del inevitable e incongruente “bye”.

Para no hacer el cuento largo, diré que fuimos al cine, y que allí presencié el más alto milagro del cine mexicano, el bálsamo más bueno y curativo de todos los que se anuncian, la primera obra maestra de un cineasta mexicano de mi generación (esto luego lo confirmó Juan Carlos).

Yo, no tan sólo porque perdí a mi madre hace ya dos años y medio, salí pasmado. Qué bajo se ve todo al lado de Luz silenciosa, qué poco profundo, qué efectista, qué melodramático, qué poco político, qué adolescente, qué infantil, qué plano, qué. Qué lejos queda todo al lado de Luz silenciosa. Salí pasmado, digo. No podía hablar. Apenas y pude no llorar, y eso gracias a la vulgaridad del cine donde acababa yo de transformarme en un menonita, mexicano, anterior al mundo de la fotografía. Porque eso también; como sus actores no sólo no son actores, sino que nunca los han visto, tienen gestos y maneras antiquísimos, refrescantes como el agua de una de esas pozas donde nadan los niños. ¡Y esa camioneta cerrada! ¡Y esas estrellas! Y la Biblia allí presente como el campo arado, cuyos valles mueve el aire. Y la nieve.

–¿Ya ves, g…? ¡No m…! ¡Es brutal, es bella, es moral, es inmoral! Reygadas es un genio. Todos los que allí aparecen, todos los que allí trabajaron, deben de sentirse tan, tan felices, tan orgullosos como si fueran el editor de Dostoievski.

Ray tiene esta idea fija, entre otras miles: cree que los editores de los escritores que él admira eran los hombres más felices y dichosos de esta tierra. Nadie nunca ha podido convencerlo de lo contrario.

– Pablo Soler Frost

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(México, 1965) es editor, escritor y guionista de cine. Entre sus libros recientes se encuentran La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).


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