El aumento de la inseguridad en el suministro que ha acompañado al incremento del precio de los alimentos básicos es un problema global. Pero, como con casi todos los otros importantes desafíos mundiales,1 lo que es ya un problema incluso para la mayoría de las personas en el mundo rico es una catástrofe en ciernes para los más pobres de entre nosotros, los tres mil millones que viven con menos de dos dólares al día. Dicho de modo sucinto, si el precio de los alimentos básicos en el mercado mundial sigue aumentando, la capacidad de los pobres para pagar los alimentos que necesitan para alimentarse adecuadamente será cada vez más exigua.
Si no se producen cambios significativos en el sistema alimentario mundial, una crisis global del suministro alimentario podría ocurrir en algún momento entre 2030 y 2050, cuando, según las estimaciones más prudentes, la población mundial habrá aumentado de siete mil millones en 2012 a nueve o quizás incluso diez mil millones. Cicerón escribió que no entendía por qué, cuando dos adivinos se reunían, ambos no se echaban a reír. Teniendo en mente su sensata admonición, es importante ser precavido. En realidad los datos no son tan claros como se presentan, tanto por parte de los optimistas como de los pesimistas.
El historiador económico Cormac Ó Gráda, cuya obra sobre la historia de la hambruna ha sido de enorme importancia en este ámbito, ha escrito que “las actuales previsiones de la futura producción alimentaria no son fiables y sí contradictorias”.2 Lo antedicho es cierto incluso en lo que atañe al cambio climático, donde aún persiste un amplio desacuerdo entre los expertos sobre la eficacia con la cual los agricultores serán capaces de responder a las alteradas condiciones con las que ya se enfrentan algunos de ellos y a las que pronto se enfrentarán muchos más; uno de los pocos hechos que, a pesar de los negacionistas del cambio climático, pueden predecirse con confianza.
Si esta crisis de suministro absoluto se produce en las próximas décadas, sea resultado solo del incremento de la población, o de este en sinergia maligna con el probable aumento de las temperaturas y los niveles del mar globales a consecuencia del cambio climático antropogénico (del cual el incremento poblacional es por sí mismo un factor importante), el efecto sobre los pobres será incalculablemente más devastador en todos los aspectos, de la salud pública a la migración masiva. Para citar solo un ejemplo evidente, ya es un lugar común psicosocial y político que muchas personas en el mundo rico se sientan cada vez más engullidas por la migración masiva desde el sur global. Pero no hace falta ser un adivino para tener una idea muy clara de lo que sentirán cuando se enfrenten a los predecibles desplazamientos de la gente de aquellas regiones del mundo donde la sequía se convierta en norma y donde ya no se puedan producir alimentos en cantidad suficiente.
Los flujos migratorios actuales no tienen precedentes, y su impulso ha ido en aumento a partir del derrocamiento por parte de la otan del régimen libio de Gadafi, el cual había impedido la salida de inmigrantes. Hoy día es común que toquen tierra flotas de, literalmente, miles de migrantes del África subsahariana y de Siria en la isla italiana de Lampedusa o a lo largo de la costa de Sicilia. Es poco probable que este flujo disminuya en ningún plazo realista. Más de doscientos mil emprendieron la travesía en 2014 (el récord anterior había sido de setenta mil en 2011, en el apogeo de la guerra civil en Libia), y la opinión de consenso es que seguirá aumentando en el futuro previsible. Lo mínimo, como manifestó Günther Bauer, de la organización de ayuda humanitaria Inner Mission Munich, a un periodista de Der Spiegel, es que “la presión de África siga siendo constante”.3 Pero incluso esta marea parece, en comparación, un goteo si las personas huyen a Europa porque, literalmente, carecen de alimento suficiente –lo cual en la inmensa mayoría de los llamados países emisores no es actualmente el caso–, y no solo porque simplemente desean garantizar un futuro mejor para ellos y para apoyar a sus familias en sus países de origen (las remesas de inmigrantes en la actualidad superan abundantemente toda la ayuda oficial para el desarrollo en el mundo).
Pero incluso si se acepta que la predicción mucho más alentadora de los optimistas del desarrollo sobre las radicales reducciones inminentes o en curso de las tasas de pobreza absoluta en el sur global resulta correcta, de ninguna manera implica que habrá una reducción concomitante de la desigualdad. Y este es el punto determinante. Porque como ha demostrado Branko Milanovic, otrora economista en jefe de investigación en el Banco Mundial, en una serie de importantes trabajos y en su libro Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global, la desigualdad es uno de los motores más importantes de la migración, si no el más importante; el otro es la familiaridad sin precedentes entre las personas del mundo pobre –cortesía de la globalización en general y de las nuevas tecnologías de comunicación en particular– sobre cómo vive la gente en el mundo rico. Como Milanovic señala en su libro: “En un mundo desigual en el que las enormes diferencias de renta entre países son bien conocidas, el fenómeno de la emigración no es una casualidad, ni un accidente, una anomalía o una curiosidad. Es simplemente una respuesta racional a las grandes diferencias en el nivel de vida.”4
En los decenios recientes, el mundo rico ha estado viviendo una suerte de crisis nerviosa en cámara lenta por la inmigración masiva desde el mundo en desarrollo. No es difícil predecir con razonable certeza cuál sería la reacción si esta migración se duplica o triplica, lo que bien podría suceder en los próximos decenios. Y centrarse en la migración de alguna manera presenta una imagen falsa, pues la verdadera catástrofe sucederá en el sur global. Según “La geografía de la pobreza, los desastres y el clima extremo en 2030”, un documento de octubre de 2013 para el Instituto de Desarrollo de Ultramar de Reino Unido, los desastres relacionados con el cambio climático, “sobre todo los vinculados a la sequía, pueden ser la causa más importante de empobrecimiento, lo que cancelará los avances en la reducción de la pobreza” para quienes el informe identifica como los “325 millones de personas que vivirán en los 49 países más propensos a los desastres en 2030, la mayoría en Asia meridional y África subsahariana”.5 No hace falta que el informe, cuando se redactó, añada que la tasa de crecimiento de la población en este conjunto de naciones casi con toda certeza seguirá entre las más altas del mundo.
Si estas circunstancias del fin de los tiempos se producen, no habrá nada apocalíptico en el temor de que la visión de Thomas Hobbes de un colapso de la sociedad, tanto en el sur global como en el norte, proclame la guerra de todos contra todos. En tales circunstancias –lo que Marx una vez denominó “una negación general”– la injusticia casi con toda certeza llegará a parecer la menor de las preocupaciones del mundo y los derechos humanos un lujo que un mundo desgarrado ya no podría permitirse tener mucho en cuenta. Por más que los activistas de derechos humanos tiendan a describir como inevitable lo que el escritor y político Michael Ignatieff ha llamado una “revolución de la preocupación moral” –que comenzó con la creación del sistema de Naciones Unidas en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y encuentra casi toda su expresión práctica y normativa en el movimiento mundial en pro de los derechos humanos–, tan altas expectativas sobre su “inevitabilidad” de hecho dependen, cuando menos, de la continuidad del presente sistema mundial, en mejores o por lo menos iguales condiciones que las que ahora lo definen. Pero se trataría del más puro pensamiento ilusorio esperar que perdure ante las crisis económica y política mundiales que engendrarían los escenarios más lúgubres del cambio climático. En ese caso Hobbes estaría en lo correcto, y como el filósofo Thomas Nagel ha escrito, “si Hobbes tiene razón, entonces la justicia global es una quimera”. Si esto es verdad, esperar una reducción significativa de la pobreza –por no hablar de su eliminación, como ahora sostienen rutinariamente que es posible el Banco Mundial, la Secretaría de Naciones Unidas, la usaid, el Departamento para el Desarrollo Internacional del gobierno británico (dfid) y un sinnúmero de organizaciones no gubernamentales y entidades filantrópicas– es aún más quimérico.
El esbozo de esta posibilidad distópica no es lo mismo, dicho sea con énfasis, que argumentar su inevitabilidad. Muchas de las personas más inteligentes y mejor informadas en la política, la ciencia y el mundo de la ayuda y el desarrollo que reflexionan sobre el hambre actual creen que los seres humanos disponen ahora del conocimiento científico para transformar la agricultura. Aunque el calentamiento global sea más grave de lo que actualmente se prevé, su perspectiva es optimista, sin dejar de ser cautelosa, en la medida en que no solo se puede producir suficiente comida para alimentar a un mundo de nueve mil millones de personas, sino que también será posible asegurar más acceso a ella para los tres mil millones que viven con menos de dos dólares al día. Todo ello mientras se crean las condiciones para mejorar los medios de vida de los agricultores, sobre todo de los minifundistas, que producen la comida pero actualmente apenas logran arreglárselas. Los críticos de este ideario predominante son igualmente inteligentes, apasionados y están bien informados. No creen que la tecnología sea la respuesta. Al contrario, piensan que la clave para resolver la crisis del sistema alimentario mundial consiste en considerar el acceso a la alimentación un derecho humano. Si la corriente predominante propone seguridad alimentaria, un concepto fundamentalmente apolítico, técnico, los críticos proponen soberanía alimentaria e insisten en que no hay solución duradera basada en el vigente sistema alimentario mundial, que consideran demasiado dependiente del lucro y de los mercados mundiales de materias primas que nadie controla, salvo una élite empresarial y tecnocrática.
Pero si bien los defensores de la opinión predominante y sus críticos difieren sobre qué cambios políticos y sociales se requieren y qué innovaciones técnicas han de desplegarse, la idea de que los seres humanos, en el supuesto de que se disponga de suficiente voluntad y dinero, no podrían prosperar en el mundo venidero de nueve mil millones casi nunca es mencionada como posibilidad seria por los especialistas y activistas.6 En cambio, el debate está repleto de un idealismo trufado de jerga que da lugar a documentos con títulos como “Estrategias de adaptación al cambio climático en el África subsahariana rural” y exhortos como el de la expresidenta de Irlanda, Mary Robinson: “Tenemos que minimizar las pérdidas y los daños, y dar los pasos necesarios para abordarlo y buscar maneras de evitarlo”, como si se tratara del simple hecho según el cual todo el mundo sabe qué hacer. Sin embargo, si bien es verdad que en el mundo del desarrollo hay amplio consenso de que se puede incorporar un grado suficiente de “resiliencia”, por usar uno de los clichés reinantes, en el sistema alimentario mundial para anular o al menos mitigar drásticamente los peores efectos del cambio climático, como nadie en realidad conoce todavía la gravedad de tales efectos, semejante confianza tiene mucho menos base empírica de lo que se suele suponer.
Muchos cooperantes del desarrollo y activistas de derechos humanos responden que sin un horizonte tan optimista, sea sobre el futuro del sistema alimentario mundial o cualquiera de las otras grandes causas de su tiempo, simplemente no podrían desempeñar adecuadamente ni la mitad de su labor, lo cual significa que, si el público no confía en que las ong tienen las respuestas, es poco probable que continúen apoyándolas. Para ellos, la cuestión es casi siempre “¿Qué mundo queremos?” en lugar de “¿Qué mundo cabe esperar si somos realistas?” En un sentido lo anterior representa una suerte de globalización del tipo de utopismo histórico relacionado con Estados Unidos, donde, al menos en tiempos de más confianza, era común oír a los políticos utilizar la frase “viviendo el sueño americano” como si no fuera un oxímoron. Así, Tom Bradley, exalcalde de Los Ángeles, dijo en una ocasión: “Si podemos soñarlo, podemos hacerlo realidad.”
Pero esta esperanza inquebrantable en la búsqueda de una solución duradera a la crisis aún coexiste con una profunda confusión sobre la verdadera naturaleza de la crisis misma. La hambruna se mezcla por lo común con la desnutrición crónica; el suministro absoluto de alimentos se confunde con el acceso a los alimentos, tanto en disponibilidad como en coste; y, en el plano ético, a menudo se habla demasiado de la comida en cuanto necesidad humana como si fuera una materia prima apenas diferente de cualquier otra, una opinión que tiene el efecto de elidir la diferencia moral esencial entre necesidades y deseos que la mayoría de la gente no es capaz de formular en términos filosóficos, pero que entiende cabalmente de igual modo. Al fin y al cabo nadie en su sano juicio cree que los seres humanos tengan el mismo derecho a un reloj Rolex que al agua potable. Estos podrán ser tiempos cínicos, una era de cada vez mayor desigualdad, pero no son tan cínicos. Lo que queda por ver es si son o no son tan esperanzadores como el punto de vista predominante podría hacer pensar.
En la historia del desarrollo la convicción de que se ha encontrado la fórmula correcta para librar al mundo de la pobreza se ha alternado con el desaliento, cada vez que los sucesivos modelos se revelaban incapaces de cumplir las elevadas expectativas que habían generado. Si el ámbito del desarrollo fuera un ser humano, podría afirmarse que ha vivido una vida marcada por cambios de humor extraordinarios.
A pesar de los desafíos planteados por la crisis alimentaria mundial y la disfunción actual del sistema alimentario mundial de la que es emblema, por la explosión poblacional y por el cambio climático antropogénico, incluso si se tienen en cuenta los “subidones” del desarrollo, el momento presente es de un optimismo excepcional. Lo que está en cuestión en el debate –y es difícil pensar en algo más importante– es si dichas esperanzas se justifican realmente. El consenso en el ámbito del desarrollo es que el comienzo del siglo xxi realmente marca “el fin” de la pobreza extrema y el hambre, y el radicalismo de semejantes afirmaciones a menudo puede parecer una versión laica de la era mesiánica de las religiones abrahámicas, en la que de las espadas se forjarán arados. El fin del hambre fue esencial en esa visión. Como Maimónides previó en su Mishné Torá, sería un tiempo en el que “no habrá hambre o guerra” y en el que “el bien será abundante, y todos los manjares tan disponibles como el polvo”.
Una versión moderna y laica de dicha visión es el argumento de Francis Fukuyama de 1989 según el cual el triunfo del capitalismo democrático habría sido más preciso sobre sus rivales comunistas si hubiera marcado “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.7 El atractivo de semejante punto de vista para quienes buscan poner fin a la pobreza extrema y el hambre es evidente: si todos están de acuerdo en líneas generales sobre cómo debería ser la sociedad humana y cómo debería estar constituida, ya no es preciso debatir primeros principios. Y si ese es el caso, todos los problemas que persisten en el mundo son esencialmente técnicos y no morales. Los problemas morales son perennes: en el sentido más profundo, pueden cambiar de forma, pero nunca desaparecen. Por el contrario, si todo problema, incluso uno tan históricamente central de la condición humana como el hambre, es en esencia técnico y por lo tanto susceptible de solución duradera, entonces por supuesto que no hay absolutamente ninguna razón por la cual la humanidad deba resignarse a seguir teniendo que soportarla.
¿Pero es ello cierto? ¿Pueden los siete mil millones de personas que ahora viven estar seguras de que serán debidamente alimentadas? ¿Y puede esta promesa extenderse a los nueve o diez mil millones de personas que habitarán la tierra en 2050? ¿O hemos confundido nuestros deseos con las realidades, sobreestimado los augurios de nuestra ciencia y cometido un error fundamental al suponer que hay un consenso ideológico y moral global? No es exagerado afirmar que el futuro del mundo en el sentido más fundamental y existencial se juega en esa respuesta. ~
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Traducción del inglés de Aurelio Major.
Fragmento de El oprobio del hambre, que aparecerá en enero de 2016 en Taurus.
1 La obesidad y sus efectos nefastos en la salud se consideraban antes excepcionales; un problema derivado de la abundancia del que los pobres estaban a salvo. Pero ya no es el caso.
2 Cormac Ó Gráda, Eating people is wrong and other essays on famine, its past, and its future, Princeton, Princeton University Press, 2015.
3 “Growing influx: Germany caught off guard by surge in refugees”, Der Spiegel, 7 de julio de 2014, http://bit.ly/1jmu4Tv.
4 Branko Milanovic, Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global, Madrid, Alianza, 2012, p. 144.
5 Andrew Shepherd et al., “The geography of poverty, disasters and climate extremes in 2030”, Overseas Development Institute, informe de investigación, octubre de 2013, http://bit.ly/1uyvcYr.
6 Lo dicho contrasta con el punto de vista mucho menos optimista del público en general sobre lo que realmente es posible hacer, como sugieren los datos de los sondeos.
7 Francis Fukuyama, “The end of history?”, The National Interest, verano de 1989.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.