Marina Tsvietáieva
Diarios de la revolución de 1917
Traducción de Selma Ancira
Barcelona, Acantilado, 2015, 224 pp.
En 1922, cuando Marina Tsvietáieva consigue al fin salir de la pesadilla en la que ingresó en 1917, al estallar la Revolución de Octubre, lleva consigo unos cuadernos escritos con la urgencia inevitable y el desorden natural de una época tan convulsa. Los cuadernos contienen entradas de su diario personal, pero también fragmentos de un libro que estaba preparando con reflexiones sobre el acto poético, sobre el significado de la poesía. Trató de publicarlos en una de las editoriales de emigrados establecidas en Berlín (ciudad sede también de las editoriales comunistas encargadas de lanzar al mundo la producción literaria de la Revolución). No lo consiguió: el editor a quien le ofreció su libro argumentó que era un libro político y él prefería no publicar política. Marina Tsvietáieva defendió su libro: “En el libro no hay política –escribe–; hay una verdad apasionada y parcial. Verdad del hambre, del frío, de la cólera, ¡verdad de aquella época! Fuera de la política está todo: los sueños, las conversaciones con Alia, los encuentros con la gente, mi propia alma, yo, toda entera. No es en absoluto un libro político. Es mi alma viva encerrada en un nudo corredizo de muerte, pero de cualquier modo viva. El trasfondo es siniestro, ¡no fui yo quien lo inventó!” Difícilmente podría darse mejor definición de lo que contiene Diarios de la Revolución de 1917.
Fue Joseph Brodsky el que dejó dicho que la prosa de Tsvietáieva era su poesía por otros medios. Hay buena prueba de ello en los cuadernos que fue escribiendo durante los apesadumbrados y siniestros años de los que da cuenta este volumen. Uno de ellos, titulado “Mis empleos”, está en buena parte dedicado al trabajo que tiene que hacer en el “Comisariado popular para los asuntos de las nacionalidades”, ofrecido por un inquilino suyo que pertenece al partido. Allí –según apunta en otro cuaderno, “Indicios terrestres”, en el que se repiten algunos fragmentos de “Mis empleos”– se dio el lujo de robar. ¿Qué robó Marina Tsvietáieva? Dos maravillosas libretas, unas plumas, tinta roja, inglesa. Igualmente, en el primer cuaderno, “Octubre en un vagón”, dedicado al viaje de regreso a Moscú desde Crimea (un viaje largo, en cada parada noticias de miles de muertos, nada que comer, frío, mucho frío), alguien le riñe: Señorita, ¿qué pretende usted que no hace otra cosa que apuntar y apuntar en su cuaderno? Esos cuadernos, queda claro casi en cada uno de sus apuntes, le sirvieron a Marina Tsvietáieva para soportar una realidad que apisonó su mundo. Encerró en ellos un alma, en efecto, que se resistió como pudo a unas circunstancias que de otro modo, sin ese reino secreto de sus apuntes, quizá no hubiera podido soportar.
Sabemos por su hija, Ariadna Efron, autora de MarinaTsvietáieva, mi madre, que la poeta rusa consideraba el diario una herramienta imprescindible para mantenerse en pie y a la vez para conocerse: cuando su hija, “mi mejor poema”, según escribiera, cumplió seis años, en 1918, le regaló un diario para que fuera también sosteniéndose a través de una realidad agresiva, hosca y oscura. En efecto, como le dijera Tsvietáieva a su fallido editor alemán, sus diarios no son un libro político, o lo son solo en la medida en que no tiene más remedio que ser político todo lo que acaba dirigiéndose a los otros. Emociona en estos apuntes, a menudo telegráficos, nunca complacientes, ariscos aquí y tiernos allá, donde hay apreciaciones sobre la imbecilidad revolucionaria pero también espléndidos hallazgos sobre el sentido de la poesía en un mundo que parece no necesitarla si no es en forma de propaganda, el esfuerzo constante por agarrarse a la vida –a este Reino– donde la verdad, esa tránsfuga, parece empeñada en dejar sin esperanzas a cualquiera que no comulgue con los nuevos amos y su nueva verdad.
“Mi madre es triste, rápida; le gustan la Poesía y la Música. Escribe versos. Es paciente siempre lo soporta todo. Se enfada y ama. Siempre tiene que ir corriendo a algún lado. Tiene un gran corazón, una voz que acaricia y andares rápidos. Marina siempre lleva sortijas. Marina lee por la noche. Casi siempre hay una chispa de malicia en sus ojos”, escribía su hija sobre ella en 1918. Tristes y rápidos, llenos de poesía urgente y enfado, pero también de puro amor y de no poca malicia, estos Diarios de la Revolución de 1917 no son un libro yedra que necesite de una pared para escalar: no necesitan de hecho ni la Revolución de 1917 ni la propia obra poética de Tsvietáieva para resultar interesantes y valiosos. Porque su protagonista esencial es la intimidad que necesita salvarse a sí misma ante el acoso hambriento, carnívoro, letal, de una realidad que se ha calzado unas botas militares y a la que le da igual a quién tiene que pisotear. Buena prueba de ello es un magnífico apunte referido a la guerra con Alemania: “¿Y qué pasa con la guerra? Con la guerra: esto: no es Blok contra Rilke, es ametralladora contra ametralladora. Si resultara muerto Blok, lloraría a Blok (la mejor Rusia), si resultara muerto Rilke, lloraría a Rilke (la mejor Alemania), y ninguna victoria, nuestra o suya, me consolaría.” También en ese último cuaderno, titulado “De Alemania”, un último apunte que deja claro el sentido de las anotaciones que fue haciendo Marina Tsvietáieva: “La política es sin duda una infamia, y de ella no se puede esperar más que infamias. Con la ética –¡a la política! Que la infamia sea alemana o rusa –no veo la diferencia. Si la Internacional es un mal, el Mal es internacional. […] Pasión por cada uno de los países como si fuera el único: eso es mi Internacional. No la tercera, la eterna.” ~
(Jerez de la Frontera, 1966) es escritor. En 2013 publicó la novela Prohibido entrar sin pantalones. En 2014 la editorail Visor publicó Hecho en falta, su poesía reunida.