Viajar, hacer memoria

Honduras o el canto del gallo

Diego Olavarría

Turner

Ciudad de México, 2022, 120 pp.

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“Solo soy una persona que quiere saber quiénes eran ellos, qué era este lugar, quién era yo”, dice en algún momento el narrador de Honduras o el canto del gallo, el más reciente libro de Diego Olavarría (Ciudad de México, 1984) en el que aborda su experiencia personal en dicho país. A su procedimiento para contestar estas incógnitas no le sirven las convenciones de los géneros, sino que oscila entre ellos en un despliegue híbrido que, en palabras del autor, combina “crónica, viaje, ensayo, periodismo y memoria”. A través de diferentes registros, intercala una voz personal con apartados divulgativos que ilustran la condición frágil y violenta de Honduras, ese país cercano y del que pareciera que solo nos enteramos cada que nuestras selecciones nacionales de futbol se enfrentan; un territorio afligido por la inseguridad y la inestabilidad económica, el auge de las pandillas debido a la deportación masiva de hondureños provenientes de Estados Unidos, el creciente control de la zona por parte del crimen organizado y una devastación ambiental traída en 1998 por el huracán Mitch, uno de los más destructivos y letales que han azotado a América Central y del cual ha sido muy difícil reponerse. Causas, todas estas, de las masivas caravanas migrantes que iniciaron en 2018.

En El paralelo etíope (2015), Olavarría mostró su interés por una forma diferente de viajar y la manera en que el viaje se convierte en material literario. Aquella crónica formulaba una analogía ya sugerida en el título: las semejanzas que, desde su cultura y experiencia personal, guardan países tan distantes como México y Etiopía. Un cuadro de origen etíope, adquirido de segunda mano por su madre, que retrata una escena lacustre que bien podría ser mexicana. La estación del metro Etiopía en la Ciudad de México como punto de partida de un viaje a Etiopía, el país. O peculiaridades cotidianas como la botella de plástico transformada en instrumento musical: “los niños de las montañas etíopes inventan instrumentos iguales a los de los niños de Acapulco”.

En este nuevo libro, Olavarría se remonta a su infancia en Honduras debido al trabajo de su padre en el consulado de México. El título viene de las mañanas en que el narrador niño, alter ego del autor, escuchaba a un gallo cantar afuera de la casa blanca que su familia habitó en San Pedro Sula. El punto de vista de la infancia arroja humor de manera retroactiva. “Yo le pregunto si su trabajo es leer el periódico. Él me dice que es ‘parte’ de su trabajo”, apunta cuando va con su padre al consulado. O sobre el presidente Rafael Leonardo Callejas: “su nombre no se me olvida porque es el de dos tortugas ninjas”. En estas secciones, las más noveladas del libro, la narración en primera persona –reminiscente del asombro y la sencillez del Macario de Rulfo o el Andrés de López Páez– le permite a Olavarría explorar un pasado caído en el olvido a través de los contrastes que un niño hace con el mundo adulto que observa. Luego de años de aquellas experiencias iniciales, el efecto del ejercicio es de corte crítico: no la reescritura del pasado, sino su entendimiento.

Olavarría expone el impulso de esta escritura evocativa cuando refiere su encuentro con un periodista que había vivido en Honduras. “Le conté mi historia: que había vivido ahí durante dos años, que nunca había vuelto y que, quizá por esa razón, tenía muy pocos recuerdos de mi niñez. Que quería volver a Honduras, volver a recorrer esas calles, entrar a los edificios, ver qué tipo de reacciones me provocaban esos encuentros, qué le sucedía a mi memoria y a mi mente.”

El regreso a Honduras y el viaje interno a través de la escritura, entonces, sirven de inmersión hacia recuerdos brumosos e inaccesibles por naturaleza. Es, como él mismo escribe, un “acto de memoria”. Un ejercicio que me remite a Respiración artificial, la novela de Ricardo Piglia cuyo título alude a la dificultad de sobrevivir en un país convulso, censor, políticamente represivo y que, como referencia al oxígeno que se respira, bien le va a la historia de América Latina y, desde luego, a la de Honduras. En un pasaje, el secretario Enrique Ossorio escribe sobre la sensación de hurgar entre los papeles de su pasado, los que compara con bichos y reptiles: “pero sé que el roce escamoso de sus vientres, el contacto afilado de sus patas, es el precio que debo pagar cada vez que quiero comprobar quién es que he sido”. Por su parte, cuando le desaconsejan viajar de vuelta a Honduras, Olavarría dice: “Todo acto de memoria implica un cierto peligro: encontrarte con dolor suprimido, con imágenes capaces de herirte.”

Algo hay de la batalla por esclarecer un pasado difuso en el estilo del libro. Al hojearlo y ver que, en partes, está compuesto por breves capítulos tuve el augurio de una escritura fragmentaria y de poco aliento, tan en boga estos días. Me dio gusto estar equivocado. A Olavarría le funciona condensar la prosa para conferir potencia a sus secciones más informativas, como cuando reflexiona sobre la expectativa de vida entre diferentes países, como Suiza o Japón, para rematar que, a diferencia de estos, en Honduras “la gente dedica buena parte de su tiempo a evitar que la maten”; o cuando imprime laconismo en la voz infantil: “el piso de la casa es frío, me gusta caminar descalzo por él en días de calor”. El tono directo y el lenguaje metafórico para construir imágenes son, en general, efectivos. Los símiles funcionan menos cuando rozan el efectismo y se alejan del sentido que busca (“el aire es un vaho caliente como el oloroso hocico de un animal”, “pesados aguacates que cuelgan como escrotos”) y sus construcciones retóricas son a menudo similares, como cuando reincide en anáforas, aliteraciones y listados. Esto quizá responde tanto a la necesidad de glosar desde la memoria, como a la manera en que esta se plasma en el lenguaje. Decisiones estilísticas que, intuyo, apoyan la noción de que este tipo de escritura sucedía –tenía que suceder– bajo la imperativa de la concisión, conforme transitaba las calles hondureñas y palpaba esos retazos de memoria que le llegaban “de golpe”.

Hacia el final de El paralelo etíope, Olavarría habla de la emoción de encontrarse con animales salvajes: “Nunca es fácil encontrarse con uno. Se necesita un buen sentido de la observación, un buen golpe de azar.” Ese enfoque al observar, manifiesto en ambos libros, también se traslada hacia la otredad y el sentimiento de intrusión. En su visita a la tribu de los mursi, Olavarría relata que la “legendaria hostilidad” de este pueblo hacia los turistas es quizá “la evidencia más contundente de que, en este juego fotográfico, ellos no solo posan: también nos miran de vuelta. Y que, al hacerlo, descubren lo mismo que nosotros: una civilización salvaje”. De manera similar en Honduras, el autor camina por calles donde nadie camina. El ambiente que se respira es el de la violencia habitual. Un día se detiene a amarrarse las agujetas y escucha algo entre los arbustos: “aparece un hombre con un rifle y se me queda viendo y me le quedo viendo, y entonces me alejo de ahí con la agujeta desamarrada convencido de que en San Pedro Sula crees que miras pero en realidad te miran a ti”.

Ciertamente, Olavarría es dueño de una mirada detenida. Es una habilidad valiosa en épocas de turismo de redes sociales en que la regla parece ser la frivolidad, la tibieza, o, como dice Guadalupe Nettel, la de “coleccionar países” en vez de viajar en un sentido anterior de la palabra: apertura a la exploración, regodeo en la extrañeza, renuncia al temor por perderse, para así, en una catarsis, confrontarse a sí mismo en la otredad del lugar y la gente que se visita. Esto no es un lamento de cómo el viaje veloz para tachar una lista de atracciones turísticas es la norma. Sin embargo, diré que es refrescante leer otro libro de Diego Olavarría en el que expande su ética personal del viaje, otra entrega en lo que podría apuntar a una serie sobre países fuera del circuito del turismo masivo, ese para el que la industria se ha encargado de comercializar vivencias tan iguales y tediosas como la larga fila para replicar la foto que cientos de turistas poseen en sus teléfonos; es decir, para homogeneizar una experiencia de consumo entre miles de personas. (El mismo Olavarría ha arriesgado una posible definición del turista: “persona a la que solo le interesa el mundo en la medida en que es fotogénico”.)

El cronista no está necesariamente tratando de empujar un turismo de conciencia y descubrimiento que todos deberíamos hacer. O no solo eso. Lo de él es más personal, con el objetivo claro de dar con su pasado. Reconoce cuando no está en los destinos más agradables y no duda en describir la sordidez, decadencia y malas intenciones donde las ve. Estos son viajes de aprendizajes duros. No ser un turista más, parece sugerir Olavarría, exige no querer serlo de manera activa, de la misma forma en que para traducir estos viajes en escritura hace falta el discernimiento del que gozaron Thoreau, Montaigne o Shelley en sus facetas de viajeros. Es decir, se requiere, y en Olavarría se nota, una voluntad para adentrarse en los idiomas de la incomodidad.

Desde la Descripción de Grecia del geógrafo Pausanias, pasando por los cronistas del descubrimiento de América, hasta llegar a nuestros días con figuras más próximas a Olavarría como Martín Caparrós, Leila Guerriero u Óscar Martínez, la curiosidad por lo desconocido ha llevado a escritores a plasmar en literatura sus experiencias en otras latitudes. Es grato ver a un autor mexicano ensayar sus experiencias tempranas contra los metales del presente. Aún más cuando lo hace sobre una región del mundo a la que no se le presta mayor atención. Con Honduras o el canto del gallo, Diego Olavarría hace un viaje y a la vez hurga en el almacén mental de su pasado, donde ha comprobado, tal vez, quién es que ha sido. ~

Esta reseña recibió mención honorífica en el
Tercer Concurso de Crítica de Letras Libres.

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(Ciudad de México, 1989) es escritor y publicista.


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