La Procuraduría General de la República (PGR) hizo circular una fotografía en la que se mira a la procuradora general de la república, licenciada Arely Gómez, realizando en cuclillas el peritaje ocular del agujero.
No tema el lector cansado. Ya sé que el agujero es aquel por el cual se supone que se dio a la fuga un señor, etcétera, pero no me habré de referir a él que ya está en manos de analistas sensatos y detectives hermeneutas. Me habré de referir solamente a lo intrigante que me resulta que, ante ese terrible agujero, la licenciada Gómez se haya puesto en cuclillas.
En la foto se aprecia que un ayudante o inspector, o algo, pone una mano precautoria en el brazo de la procuradora, como avisando de los riesgos implícitos en acercarse al agujero, y más aún en cuclillas vulnerables. No es para menos. El agujero se abre en el suelo con ese insoportable descaro al que son propensos los de su calaña. Las miradas, la tierra, la luz y el tiempo, todo se vuelca con pasmo hacia el agujero pedante que parece ufanarse de su hondo misterio.
Es evidente en la narrativa implícita de toda fotografía que la licenciada Arely llegó a ese sitio, dispuso que se le mostrara el indiciado, ingresó cautelosa al lugar del crimen, comprobó el agujero y entonces, estupefacta, descendió a las cuclillas en señal de respeto.
Puede ser una expresión de lenguaje corporal, como para decir: “estamos a tal grado decididos a descifrar la forma en que se llevó a cabo este ilícito que hemos procedido a ponernos en cuclillas, con los riesgos que ello conlleva.” O, ¿serán las cuclillas la postura que recomiendan los protocolos judiciales, para que el ojo perito esté lo más cerca posible del lugar del crimen? Podría ser, pues que ese escrutinio a veces permite al detective astuto reparar en el típico detalle que es la clave: la gotita de sangre, la envoltura del chicle, la uña delatora de ADN.
La mera palabra cuclillas es de suyo misteriosa. El fonema cu ensucia toda inquisición, pues acerca las cuclillas a zonas excesivamente ecuatoriales. Es palabra fea, como casi todas las que llevan esa desinencia, illa, diminutiva, despectiva y degradante. La mente analítica del detective lingüista husmea las pistas y calcula que si hay cuclillas debe haber cuclas, así como si hay quesadillas hay queso y pantorras si pantorrillas. Aunque se diría que una persona muy grande y muy gorda en la que nada hay de diminuto se pondría más en cuclas que en cuclillas… Pero si no existe la tal cluca, lo que sí hay es “clueca”, que es como se llama a la gallina cuando se pone sobre su nido para empollar sus huevos. Una etimología, me temo, poco judicial.
Es difícil definir lo obvio, como bien se sabe, a menos que se sea Julio Cortázar. Alguien “se pone en cuclillas”, diremos, cuando por equis causa hace descender la parte superior del cuerpo y la descansa en la silla circunstancial que aportan los propios chamorros. Y no es por dármelas de guapo, pero esa definición que largo al vuelo de la pluma me parece más elegante, precisa y elocuente que la del diccionario de la Real Academia Española: “Cuclillas. Dicho de doblar el cuerpo: De suerte que las asentaderas se acerquen al suelo o descansen en los calcañares”. Es una definición mala, rara y mal redactada. ¿Doblar el cuerpo? ¿Asentaderas? ¿Que se acercan al suelo?
Y esos calcañares… Difícil cosa, pues la palabra se refiere a la “parte posterior de la planta del pie”, que es una manera gongorina de nombrar al talón. (Todos los niñitos arcaicos sabíamos que la Virgen apachurró a la serpiente con su calcañar, lo que hablaba bien de su osadía.) Lo que sí es claro es que sentarse en los talones no es acuclillarse, sino arrodillarse. En fin y etcétera, de algo sirvió la fuga del señor Chapo: las cuclillas mexicanas en poco se parecen a las españolas.
Ahora lo único que falta es entender qué es ese extraño agujero del que emanan Chapos.
Ese es el verdadero misterio.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.