El día de ayer sostuve una entrevista con un arquitecto que trabaja en un despacho con amplia experiencia en el diseño de centros penitenciarios en México y Centroamérica. Mantendré reservada su identidad a petición suya y por motivos de seguridad.
La entrevista, que tenía como fin recabar datos para una cápsula de video que publicaremos próximamente, giró en torno a una pregunta motivada por la fuga de Joaquín “El Chapo” Guzmán.
En el anecdotario, ya pertenezca a la realidad o a la ficción, de los escapes de prisión, siempre existe un punto débil que hace posible la fuga: un muro construido con roca deleznable, un tubo de desagüe más ancho de lo necesario, un punto ciego que escapa de la vigilancia insomne de las cámaras. Parecía entonces razonable preguntarle al arquitecto: ¿cómo se diseña una cárcel a prueba de fugas?
En el diseño de las prisiones, me explicó, se parte de la lógica de que cualquier dispositivo de seguridad puede ser vulnerado por una persona con las competencias necesarias para hacerlo. El diseño busca siempre alargar el tiempo que a un preso le toma llegar de un punto a otro de la prisión y a la vez darle tiempo a las fuerzas del orden para impedir la fuga. Es por ello que, por ejemplo, en las prisiones federales más modernas la distancia que separa los edificios de la cárcel entre sí y de los muros exteriores es cada vez más amplia. Esto también permite la “vigilancia casual”, la que cualquier guardia puede ejercer en cualquier momento desde cualquier punto, sin tener que estar en lo alto de una torre. Los muros perimetrales tienen una altura tal –unos seis metros– que impide llegar a su punto más alto de un brinco, y a las torres de vigilancia no se puede acceder desde el interior de la prisión.
Hay otras consideraciones relativas, por ejemplo, al trazo de las crujías, que le da a los guardias una línea de visión directa –no a través de cámaras– hacia las celdas; a la separación entre los barrotes de las rejas (menos de 15 centímetros, para que ninguna cabeza humana pueda pasar); a la elección de los muebles de baño (metálicos, de una sola pieza, sin tornillos) o al diámetro de los desagües. Los sistemas electrónicos que controlan, en las cárceles modernas, la cerraduras, los sensores y las cámaras, son monitoreados desde un centro de control que está fuera del penal, que puede detectar cuando un sistema ha sido vulnerado, y tomar acciones al respecto. Como estos hay muchos otros ejemplos. Hay manuales que marcan la pauta de cada elemento de diseño, pero no una norma a nivel nacional. Un proyecto de norma que data de los años 90 se usa como referencia, pero no es obligatorio seguirlo.
Según me dijo el arquitecto, es un error decir que una cárcel es de “máxima seguridad”, puesto que todas las cárceles aspiran a ser de seguridad total. Lo correcto es hablar de cárceles para internos de mínima, mediana o de máxima peligrosidad. Y lo que cambia es el entramado institucional, porque cambia el perfil de las personas que los cuidan, el régimen cotidiano en el que están, las actividades. Los reos de mínima peligrosidad, que son los más, viven en un régimen severo y disciplinado, pero que busca emular la vida fuera de prisión: hay una hora para comer, para trabajar, para dormir, y hay un tránsito ordenado del área de la prisión destinada para una cosa al área destinada para la otra. Solo un puñado de internos de máxima peligrosidad viven en un régimen de aislamiento, en celdas para una sola persona de las que salen apenas una hora cada día.
Las consideraciones de seguridad para cada grupo de presos son distintas: es probable que un ladrón de carteras escape si encuentra la puerta abierta, pero altamente improbable que cuente con un equipo de ingenieros que cave un túnel debajo de la prisión para ayudarlo a salir. Para los presos poco peligrosos, el diseño arquitectónico buscará crear un ambiente propicio para la reinserción.
El Chapo se encontraba entre los reos de máxima peligrosidad. Desde el punto de vista del arquitecto, hay cosas que se pudieron hacer para evitar su fuga. En lo que atañe estrictamente al diseño arquitectónico, una serie de sensores geofónicos de detección de túneles pudieron avisar lo que ocurría veinte metros bajo el suelo del perímetro de seguridad del penal del Altiplano. No está claro si estos sensores existen, o si estaban en funcionamiento. Otras medidas atañen más bien a la inteligencia penitenciaria: si se sabía que El Chapo había utilizado túneles como vías de escape en el pasado, habría sido mejor tenerlo en un primer piso, y no en la planta baja. Pero el principal fallo es institucional, porque el régimen de aislamiento al que tendría que haber estado sometido no funcionó: el narcotraficante fue capaz de comunicarse con el exterior, para planear o ser informado de los preparativos para su fuga.
No se puede diseñar una cárcel a prueba de fugas porque todas tienen un fallo fundamental que es al mismo tiempo una necesidad inescapable: una puerta. Por algún lado se tiene que entrar y salir. Y muchísimas fugas –incluyendo la primera de Guzmán Loera– se dan por esa puerta. Si quien controla los mandos de esa puerta la abre para dejar salir a un preso, todo lo demás: las cámaras, las rejas, las torres, los muros, los sensores, es inútil. Lo que el arquitecto que entrevisté quiso dejar muy en claro a lo largo de la entrevista es que una cárcel, incluso la más sofisticada, es un cascarón vacío cuyo buen funcionamiento depende del entramado institucional que permite su operación. Si, por ineficacia o por corrupción el personal interfiere con el funcionamiento, el cascarón se rompe .
es editor digital de Letras Libres.