la vida verdadera

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“Ahora llevo una vida falsa, una vida apócrifa y clandestina e invisible, aunque más verdadera que si fuera de verdad, pero yo todavía era yo cuando conocí a Rodney Falk”, empieza La velocidad de la luz (Tusquets, 2005), la esperadísima nueva novela de Javier Cercas. Y, para jugar un poco, podríamos cambiar ese “conocí a Rodney Falk” por un “escribí Soldados de Salamina“, porque seguramente pocos libros han cambiado tanto una vida como la historia del falangista Sánchez Mazas y su infructuoso verdugo sin nombre.
     Y de eso —pero no sólo de eso—, de cómo trastoca la vida el éxito, trata La velocidad de la luz. Una vez más, Cercas ha decidido zarandear al lector, enfrentándolo a la dudosa frontera entre lo real y la ficción. Porque esta novela que habla de tantísimas cosas, de la guerra de Vietnam y, con ella, de todas las guerras, de las mezquindades de la fama y los fantasmas de la memoria, es, antes que nada, un tremebundo ejercicio de honestidad literaria. Y la honestidad, cuando de literatura hablamos, se mide con criterios estéticos (es decir éticos, Arcadi Espada dixit).
     Javier Cercas ha superado con creces las expectativas despertadas con Soldados de Salamina (Tusquets, 2001), probablemente la novela escrita en español, sin el apellido Allende en la portada, más exitosa de los últimos años. Y aquí estamos, para celebrarlo, para hablar del éxito, de los años transcurridos, de La velocidad de la luz, de Vietnam, de Vargas Llosa. En resumen, de literatura.

Cuando lo entrevisté hará dos años, a propósito de Soldados de Salamina, y le pregunté si, tras el éxito de ese libro, se sentía presionado para escribir el siguiente, usted dijo: “Sé que mucha gente está esperando mi próxima novela con la espada desenvainada, pero qué se le va a hacer. Creo que el éxito inesperado y brutal de mi novela es bueno para todo el mundo —incluida mi cuenta corriente—, y en especial para los escritores; si alguien no lo ve así, es su problema”. ¿Cree que ha logrado eludir esas espadas? ¿Le costó mucho escribir La velocidad de la luz debido a esa presión?
     Me ha costado mucho trabajo escribir esta novela, pero no más que las otras que he escrito: cuando te pones delante del ordenador estás solo, y la presión de cómo va a ser recibido lo que escribes desaparece, o casi. Ese casi es el plus de dificultad que ha tenido esta novela, pero lo he superado porque no sé hacer otra cosa que escribir. Y en cuanto a las espadas, hace bien recordándome las tonterías que dije; creo que ha sido un exceso de susceptibilidad, porque, por lo menos hasta ahora, los críticos y los lectores no han hecho con esta novela más que lo lógico: leerla y decir si les gusta o no. Pero, por extraño que parezca, y excepto en lo de las espadas, sigo suscribiendo todo lo que le dije hace dos años.

En La velocidad de la luz, una vez más, los lectores nos encontramos con un narrador muy parecido a usted que, incluso, escribió un libro acerca de la Guerra Civil que gozó de un éxito tremendo; y, por supuesto, una vez más los lectores devoramos las páginas intentando discernir qué es realidad y qué ficción dentro del libro. ¿Cuándo y cómo decidió que volvería a usar esa fórmula? ¿Hubo algún borrador anterior a La velocidad de la luz en el que la historia era narrada y protagonizada por alguien que no era ese Javier Cercas de Soldados?
     Bueno, creo que el narrador de este libro no es exactamente el mismo de Soldados —ni siquiera, aquí, se llama Javier Cercas: no creo que fuera necesario—, pero sí es verdad que se parece a mí, aunque sólo en algunos accidentes superficiales de mi biografía. En todo caso, de esta novela hubo varios borradores, el más largo de los cuales es de 2001 —escrito, por tanto, justo al terminar Salamina—, pero en todos ellos el narrador es alguien muy parecido —superficialmente, insisto— a mí, porque el punto de vista siempre era el de un joven que llega a los Estados Unidos y conoce a un veterano de Vietnam, y eso es algo que me ocurrió cuando fui a los Estados Unidos. Por lo demás, lo cierto es que todos los narradores de mis novelas se parecen bastante a mí, igual que todos los narradores de tantos poemas líricos se parecen tanto a sus autores. Supongo que es un intento de explicar —a los demás y a uno mismo— ciertos aspectos de la propia experiencia moral y, explicándolos, otorgarles un significado que ya no sea estrictamente individual, sino que aspira a ser válido para todos.

“Me importa un comino el cuerpo, bigotudo o sifilítico, del escritor como tal; lo importante es que, a través de su presencia y por la exposición que nos hace de ella, el escritor nos permite vislumbrar la influencia que ejerce sobre el medio cuya descripción ha acometido, y así, como un instrumento de medición único, indispensable, puede informarnos sobre este universo de manera algo más real, y no solamente realista, que no es más que una impresión de realidad”. ¿Ha leído Contra la imaginación, de Christophe Donner?
     Tengo el libro de Donner —supongo que lo compré porque su título es atractivo—, pero no lo he leído. Si la entiendo bien —me parece una formulación un tanto enrevesada—, suscribo su afirmación, así que lo leeré en cuanto pueda. Desde luego, el escritor en sí me importa un rábano —a mí y a cualquier lector, supongo—: lo que importa es lo que escribe; y lo que importa, también, no es que lo que escribe sea más o menos realista, sino que sea verdadero. Verdadero moralmente, es decir, verdadero literariamente.

¿Quién es el escritor que está leyendo el protagonista mientras espera que Rodney aparezca en ese hotel madrileño y del que luego el mismo Falk dice: “En realidad, es demasiado inteligente para ser un buen novelista”? ¿Sabe que esa es una idea que comparte Vargas Llosa?
     Celebro coincidir con Vargas Llosa, pero me extraña no haberle leído eso, porque creo haber leído casi todo lo que ha escrito. Y, desde luego, lo que yo quiero decir —y supongo que Vargas Llosa también— es que la inteligencia del autor no debe en absoluto imponerse sobre lo que escribe, sino que debe surgir naturalmente de ello, de tal manera que no se note. Es decir: el novelista debe ser muy humilde, pero precisamente por soberbia, para que su novela sea lo mejor posible. Vea, si no, a Cervantes: mientras leemos el Quijote el inteligente no parece el autor, sino sus personajes y las cosas que cuentan, porque su inteligencia está como diluida o integrada en la narración. Y en cuanto al escritor que está leyendo el protagonista en Madrid, no pensaba en nadie en concreto, aunque desde luego podrían ponerse muchos ejemplos de ese tipo de escritor.

Ya que he mencionado a Vargas Llosa, y que fue él uno de los que posibilitó con un elogioso artículo el enorme éxito de Soldados de Salamina, ¿sabe si ha leído ya su libro? ¿Le ha hecho llegar algún comentario?
     Por supuesto le he enviado el libro, pero no sé si ha tenido tiempo de leerlo. Ojalá le guste. Y sí: el artículo de Vargas Llosa fue decisivo para el libro; también lo fue para mí.

¿Leyó usted Pastoral americana de Philip Roth? ¿Leyó más novelas sobre Vietnam?
     Me encanta Philip Roth, pero no he leído Pastoral americana, aunque sí otras novelas suyas donde aparece, aunque sea tangencialmente, Vietnam —La mancha humana, sin ir más lejos—. Hasta donde alcanzo, hay menos grandes novelas norteamericanas plenamente ambientadas en Vietnam que películas. Debo decir que, aunque por supuesto me he documentado todo lo posible sobre el asunto, no he leído muchas novelas sobre Vietnam para escribir la mía —igual que no leí muchas novelas sobre la Guerra Civil para escribir Salamina—; al contrario: he procurado no leerlas mientras escribía La velocidad. Pero, por supuesto, ya había leído algunas, y hay un escritor que casi sólo escribe sobre ese asunto que me parece formidable, en mi opinión el mejor de todos: Tim O’Brien.

Para volver al uso que hace del yo en esta novela, no sé si es consciente de que aquí es tremendamente más atrevido y violento incluso que en Soldados… Es decir, lo que cuenta, los sinsabores y mezquindades del éxito, las infidelidades conyugales, el accidente fatal de la mujer y el hijo del protagonista, son especialmente dolorosos y, a ratos, terroríficos. Del mismo modo, lo que reflexiona desde ese yo es a ratos de una sinceridad tremenda, o al menos eso nos hace creer. ¿Le costó dar ese paso, le costó contar ciertas cosas acerca de un personaje que lleva su nombre y que habrá quien seguramente crea que es usted?
     Me costó, pero había que hacerlo, a menos que quisiese que la novela naufragase. Como todo el mundo, en la vida corriente soy bastante cobarde, pero cuando me pongo delante del ordenador la cosa cambia; es una de las ventajas de escribir: por lo menos cuando escribes puedes ser un tipo valiente (en realidad, debes serlo; de lo contrario, deja de escribir). Y, bueno, yo creo que todos los lectores ya saben que el narrador no soy yo, aunque no estaría nada mal que lo creyeran mientras dura la lectura de la novela. La catarsis significa precisamente eso: ver el espanto, padecerlo como en carne propia y, viéndolo y padeciéndolo, librarse de él, purificarse. De modo que sí, ojalá esta novela sea más atrevida y violenta, más dolorosa, más terrorífica y sobre todo más sincera que todo lo que he escrito. Para mí lo es.

Es curioso cómo La velocidad de la luz está basado en una estructura del doble. Es decir, existen dos libros aquí: el libro que le dio éxito a su protagonista y el que está escribiendo y nosotros leemos; el protagonista tiene dos amigos con peso específico en la narración: Rodney Falk y Marcos; son dos los hijos del padre de Rodney: Bob y el propio Rodney; hay dos guerras, la Civil Española del primer libro y el Vietnam del segundo; por último, Rodney tiene mujer y un hijo, exactamente como el protagonista, quien además los conocerá y soñará con suplantar a los suyos desaparecidos con los que dejó su amigo muerto. ¿Cuál era su intención al jugar con esa estructura?
     Lo primero que yo aspiro a hacer cuando empiezo a escribir una novela es resolver el problema formal que la novela me plantea. Ese problema formal es también, por supuesto, un problema moral, y en el proceso de resolver el primer problema resuelvo o intento resolver el segundo. O sea que yo, como escritor, en principio no tengo intenciones o propósitos concretos de carácter moral, político, etcétera. No pretendo, digamos, denunciar el horror de la guerra, o exaltarla. Pretendo resolver ese problema formal. En lo que se refiere a La velocidad, es verdad que el tema del doble está insinuado, pero, sinceramente —y aunque es un tema que siempre me interesó, y que por cierto es el tema central de El inquilino—, yo no lo he descubierto hasta que terminé la novela y algún lector y algún crítico lo han dicho o escrito. No digo que ese tema no sea importante —me parece que sí lo es, y mucho—, sino que el dispositivo formal que yo encontré para contar mi historia fue ése, y que, al menos hasta donde se me alcanza, es el único posible para contarla. Por lo demás, no estaría bien que yo fuera más allá, porque sería como dar mi interpretación de la novela, cosa que honestamente creo que no debo hacer, porque es una tarea que corresponde al lector.

¿Qué está leyendo en la actualidad?
     Siempre leo varias cosas a la vez, de distintos géneros. Ahora, por ejemplo, acabo de terminar un libro de crónicas de mi amigo el poeta valenciano Enric Sòria, Cartes d’aprop, para el que he escrito el prólogo. También estoy leyendo Silent Rebels, de Marion Schreiber, una crónica sobre tres chavales belgas que en 1943 consiguieron parar, ellos solitos, un tren cargado de judíos que se dirigía a Auschwitz. Y desde hace tiempo no suelto los tres volúmenes de las obras completas de Kafka editadas por Jordi Llovet, que nos ha devuelto un Kafka que parece otro: increíblemente, todavía mejor de lo que creíamos.

Por último, fantaseemos un poco con la posible adaptación cinematográfica de La velocidad de la luz. ¿Se le ocurre qué actores le gustaría que interpretasen los papeles principales? ¿Qué director?
     Ni se me ocurre pensar en una adaptación cinematográfica. Yo me limito a hacer mis novelas lo mejor posible. Luego, si alguien quiere hacer una película con ellas, pues me parece muy bien. A mí nunca se me ocurrió que Soldados contuviese una película, pero vino David Trueba y la hizo. Y, por cierto, muy bien. Pero eso, insisto, ya no es mérito mío. –

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(Lima, 1981) es editor y periodista.


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