El año pasado, invitamos a un grupo de personas a participar en Visiones desde la cuarentena, un relato colectivo de las primeras y extrañas semanas de confinamiento, según transcurrían en distintas ciudades del mundo. Revivimos por unos días aquella serie para saber cómo se mira, a 399 días de distancia, la cotidianeidad pandémica.
– La redacción
El ajedrez chileno
Santiago de Chile tuvo el verano más lluvioso y frío de su historia, en buena parte del país ocurrió lo mismo. Enero y febrero fueron meses extraños, densas nubes se instalaron en la costa de la zona centro-sur del país y hacia el interior la lluvia se dejó caer con fuerza inusitada, arruinando planes de veraneantes y cosechas de cerezas y uvas con las que el país surte los supermercados europeos, americanos y sobre todo asiáticos.
Como en el resto del orbe, muy pocos turistas han llegado en el último año, dejando a amplios sectores de la industria hotelera y gastronómica al borde del colapso. Pero, al mismo tiempo, decenas de miles de migrantes se agolpan en campos de refugiados en el norte del país, y otros tantos esperan en países de tránsito y fronterizos la oportunidad de encontrar aquí mejores condiciones de vida futura y una adecuada respuesta sanitaria a la pandemia de covid-19. Según diversos estudios, entre un millón y medio y dos millones de inmigrantes tendrán como destino final a Chile en los próximos dieciocho a veinticuatro meses. Es decir, nuestra población podría aumentar en un diez por ciento en un par de años.
¿Qué encontrarán aquí esos cientos de miles? ¿Estará acá la prosperidad y seguridad que tanto buscan y que los ha llevado a recorrer, muchas veces a pie, en condiciones precarias y hasta inhumanas, miles de kilómetros? ¿Qué les puede ofrecer un país tan convulsionado y contradictorio como el que habitamos hoy quienes vivimos aquí?
Volvamos por un momento atrás. Hasta hace no poco, el relato que hacíamos para nosotros mismos y para el mundo sostenía que la Capitanía más pobre de Latinoamérica había encontrado una fórmula, en apariencia consensuada unánimemente, que nos permitiría salir del subdesarrollo y consolidar el sistema democrático que las utopías revolucionarias de los sesenta y setenta y la dictadura pinochetista se habían encargado de demoler en base a irresponsabilidad política, consignas grandilocuentes, sangre, fuego y crímenes de Estado.
Las cifras macroeconómicas y el fenotipo del modelo neoliberal imperante exhibían resultados promisorios y opciones de consumo ilimitados. Todo hacía pensar que, con todas nuestras limitaciones e imperfecciones lograríamos vencer, como lo habíamos hecho en los últimos cuarenta años, con la miseria, el analfabetismo y la desnutrición infantil, a la pobreza y consolidar a nuestra frágil clase media y lograr así robustecernos para el asalto final al primer mundo.
Pero no, no lo hicimos. En lugar de ello, optamos por sacudirnos de los espejismos que habíamos hecho nuestros y decidimos confrontarlo todo. Algunos lo han venido haciendo con rabia y furia; otros con entusiasmo y esperanza, sin una lógica u orgánica que fundamente su discurso reivindicatorio, pero con la clara voluntad de subsanar las inequidades sociales que no han sido resueltas en las últimas décadas y que han profundizado en forma dramática la distancia entre los sectores acomodados y los más frágiles de nuestra sociedad. También ha habido quienes se han sumado desde la perplejidad y el temor, pensando que si la mayoría se adhiere al deconstructivismo del modelo debe ser porque tienen razón y que más vale sumarse al torrente refundacional que quedar en la periferia y poder ser acusados de retrógrados o cómplices de “los mismos de siempre”. Desde luego, han aparecido en esta épica del malestar muchos que han hecho de la anomia el camino para revivir los sueños revolucionarios y los modelos populistas de la izquierda del siglo veinte, esos que todavía irrigan a varios gobiernos latinoamericanos y que, pese a la permanente repetición de sus fracasos y al enquistamiento de la corrupción en sus regímenes, siguen siendo votados por ciudadanos hastiados de deudas y vidas sin dignidad. Todo lo anterior, exacerbado por barras bravas del fútbol, narcotraficantes y grupos anarcoterroristas que, utilizando las legitimas demandas de nuestros pueblos originarios, han sabido sacar provecho de la precariedad cívica de buena parte de nuestra población. Es justamente esa precariedad moral e intelectual el gran legado de la dictadura y la gran deuda de los gobiernos democráticos que la siguieron.
Más allá de la inequidad del modelo neoliberal, Chile es un evidente ejemplo de éxito de la democracia liberal y un mejor arquetipo de lo que ocurre cuando el desarrollo económico no va acompañado de una “visión país” planificada y con una ética cultural que lo sustente.
Todo lo anterior ha sido potenciado por la peor generación de líderes políticos de nuestra historia, con una oposición sin vocación de poder ni ideas frescas para resolver la encrucijada en la que nos encontramos y por un gobierno reactivo, torpe y carente de brújula desde su inicio. Un gobierno que se preparó para sacarse fotos rimbombantes en el marco de la cumbre de la Apec y la COP25 en 2019, mientras, tras esa utilería de cartón, una enorme masa de desaciertos comunicacionales y desprolijidades políticas potenciaban el bien ganado descrédito de la clase política y empresarial chilena, que, en conjunto con la complicidad, y la falta de rigor y valentía de intelectuales y universidades facilitaron la potenciación de la mediocridad cívica heredada de la dictadura. Desde luego, la corrupción de las fuerzas armadas y el manto de protección de las iglesias católicas y protestantes a los abusos y delitos cometidos por algunos de sus más connotados miembros, también fueron el combustible con el que la pradera del sistema democrático chileno se incendiara a partir de octubre de 2019. El corolario lo pusieron los amplios casos de abuso policial en el marco de la represión a las protestas y el silencio de la oposición frente al destrozo de bibliotecas, estaciones de metro, museos, liceos, edificios públicos y privados, saqueo de tiendas y supermercados por parte de las hordas de “indignados” que, potenciándose unos con otros, asolaron buena parte de las ciudades de Chile durante los últimos meses y semanas de ese año.
Y luego llegó la pandemia, que, por una parte, nos ha exigido financiera, laboral, pero sobre todo psicológicamente, como ninguno de los cataclismos de la naturaleza, que tan bien conocemos, nos lo había hecho nunca. Y, por otra, ha hecho que saquemos lo mejor de nosotros mismos, que nuestro sistema integrado de salud público-privado nos haya permitido soportar una carga enorme de contagios y responder con un plan de vacunación líder a nivel mundial. Con todo, más de 32,000 fallecidos dan cuenta que el costo humano de la pandemia no ha sido solo el agotamiento y el temor frente a la incertidumbre, sino que éste ha tenido nombres y rostros de personas reales, con amigos y familias que los lloran y recuerdan.
Así, la luz al final del túnel de la pandemia se ve en medio de días particularmente oscuros y duros. El relajo del verano facilitó un rebrote de grandes proporciones; diariamente miles de nosotros caemos enfermos y decenas continúan muriendo; los servicios médicos están ocupados sobre un noventa por ciento. Pero también, más del 40 por ciento de la población está vacunada y el fin de la primera parte de la pesadilla de la pandemia irá quedando atrás muy pronto. Y, paradójicamente, al mismo tiempo, en mayo la elección de los constituyentes llamados a hacerse cargo de nuestros sueños y esperanzas se llevará a cabo.
¿Qué encontrarán los migrantes que llegarán a Chile los próximos meses y años? Lo mismo que nosotros: un país atormentado, cansado, pero con una sana incredulidad sobre nuestro futuro. ¿Seremos mejores?, y sí así fuera, ¿qué significaría ello? Como siempre, el tiempo lo dirá. Claramente es muy pronto para hacer balances e incluso para aprender en profundidad sobre los errores que como sociedad hemos cometido el último año y medio. Lo que sí es cierto es que, al convocar a una Asamblea Constituyente, hemos jugado nuestro “gambito de dama”, ya veremos si la movida resulta bien. El riesgo no es menor, el populismo en sus distintas facetas de fascismo, nacionalismo, comunismo y anarquismo circula libremente por nuestras calles y por parte importante de las mentes de los electores chilenos, como una fórmula para lograr alcanzar indistintamente el orden público y la tan anhelada dignidad para todos. Esas dos aspas de la hélice del sistema político chileno, que giran demasiadas veces en direcciones opuestas, han exigido al máximo a ese rotor llamado libertad, el que ha estado a punto de quebrársenos varias veces durante los últimos meses.
Con pandemia y asamblea constituyente, con miedo y esperanzas, con crisis política y económica, con la templanza con la que los desastres naturales nos han formado como nación a lo largo de nuestra historia, vamos navegando esta tormenta perfecta. Falta mucho para llegar a puerto, pero, por ahora, vemos faros en el horizonte que nos guían y nos dan cierta seguridad y orientación.
Cuando aparecieron la covid-19 y sus secuelas de muerte, pobreza y enclaustramiento, muchos aquí dijeron: “éramos felices y no lo sabíamos”. Es de esperar que cuando nuestra actual crisis política se encause, el resultado no nos haga decir: “vivíamos en democracia y no lo sabíamos”.
es psicólogo, lingüista y artista visual. Sus libros más recientes son La revolución del malestar (2020) y En defensa del optimismo (2021). Es vicepresidente de Amarillos por Chile.