Contra el culto neandertal

Contra el culto neandertal

Una crítica a la explotación editorial y periodística de los neandertales, llena de sensacionalismo y de especulaciones sin rigor.
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Acaba de aparecer la versión española de Kindred (Neandertales. La vida, el amor y la muerte de nuestros primos lejanos) el exitoso bestseller de Rebecca Wragg Sykes. Con un punto ingenuo, la autora confiesa que le movió a escribir este libro el comprobar la popularidad de este tema. La prensa cubre todo tipo de noticias sobre los neandertales. Muchas veces ni siquiera responden al supuesto de lo noticiable. Son simples especulaciones sin recorrido académico. Como manda la ley del bestseller científico, este libro combina erudición asequible para el lector no iniciado con motivos más bien fabulísticos, aunque más contenidos que los de otros éxitos recientes. Pienso en la especulación de Yuval Noah Harari sobre la amortalidad como una meta cercana y otros asuntos que cierran Sapiens (la próxima habitabilidad de Marte).

Tal combinación de conocimientos científicos y charlatanería no es, en verdad, censurable. Siempre el discurso científico ha comportado una carga de charlatanería. Es indisociable del proceso imaginativo en el que se funda el progreso académico. Pero, ciertamente, también es criticable, porque ese mismo progreso demanda un nivel creciente de exigencia, eso que solemos llamar rigor.

El interés fabulístico por la humanidad neandertal ya dio lugar a un género novelístico. La serie Los hijos de la tierra de Jean Auel (seis novelas, por el momento) ha tenido un alcance mundial. Según el entorno de la autora, ha vendido 45 millones de ejemplares. Seguramente no serán tantos, pero no cabe duda de que ha vendido mucho. El foco del interés del gran público acerca de la cuestión neandertal es el asunto de la convivencia y cruce genético entre las dos humanidades. También se especula sobre la vida simbólica neandertal: religión, lenguaje y artes. Y no solo novelistas, sino respetables académicos se involucran alegremente en tales hipótesis.

Estas hipótesis se justifican hoy por la pésima imagen que han tenido durante un siglo los neandertales. En efecto, desde 1859 –fecha de la aparición de El origen de las especies– venimos aceptando que el género humano está emparentado con los primates superiores. Pero, a continuación, suspendemos toda consecuencia de ese parentesco. El pensamiento del siglo XX –y todavía de parte del siglo XXI– se ha fundado en el dogma de la oposición entre naturaleza y cultura. Las leyes naturales son leyes causales. Las leyes culturales son leyes finales. Así reza una de las varias justificaciones de ese abismo existente entre la evolución natural de las especies y la vida superior del espíritu.

Este dogma ha conocido desde versiones filosóficas –el neokantismo y los epígonos del marxismo, que tacharon de necedad la Dialéctica de la naturaleza de Engels– al negacionismo de la evolución de las especies, pasando por su profusa y radical aplicación a las disciplinas humanísticas. En el caso de los neandertales dio lugar a esa imagen negativa. El neandertal era poco menos que un animal: un caníbal al que se suponían los peores atributos prehumanos. Hoy la tarea de los antropólogos es destruir esta imagen. Y la única forma que han encontrado, por el momento, es atribuir rasgos sapiens a los predecesores. Con ello demuestran la puesta al día de los conocimientos de la cuestión neandertal pero también lo mucho que ignoran de la cuestión sapiens. Trataré de explicarme.

Vayamos primero con la más necia de estas ocurrencias: la cuestión del comercio sexual entre ambas especies, por suerte resuelta por la ciencia. Poner en duda el contacto sexual entre especies es ridículo porque entraña la ignorancia de cómo funciona la evolución natural. Una especie nueva no emerge de un día para otro. Precisa milenios. En ese tiempo transitorio no es posible distinguir entre las dos especies. A lo sumo la distinción se puede acercar a la distinción que puede darse hoy entre razas.

Pensemos en una raza con la que convivimos: la raza canina. Los perros no distinguen entre razas para entablar relaciones sexuales y las diferencias entre muchas razas son, a simple vista, mayores que las que hubo entre neandertales y sapiens. El comercio sexual entre las dos especies existió durante milenios, incluso durante los cien mil años en que ambas especies se disputaron territorios. Otra cosa es el grado de agresividad que tuvieran esas relaciones.

Las relaciones entre especies distintas suelen ser crueles. Cabe otro argumento para contemplar esas relaciones. La actividad –las costumbres– de ambas especies fue la misma durante los cien mil años –como mínimo– que coexistieron: la caza y la recolección. Es decir, fueron, como todas las demás especies, meros consumidores. Solo los sapiens hemos sido productores tras una larga etapa de más de cien mil años de comportarnos como los otros humanos, como consumidores. Y cabe suponer que consumieron lo mismo.

Otro aspecto a considerar es el de la comunicación. En este aspecto Wragg Sykes es algo más comedida que otros colegas suyos. Los neandertales tenían la frente más plana que los humanos, con menos espacio para el córtex frontal, íntimamente relacionado con la memoria y el lenguaje. Sin embargo, los modelos informáticos sugieren que sus cuerdas vocales podían emitir una gama de sonidos similar a la nuestra, afirma.

Veamos ahora qué ocurre con los sapiens. Nuestra especie se maneja con varias formas de comunicación: la comunicación gestual, la comunicación oral inarticulada –chasquidos, silbidos, chillidos…–, la comunicación instrumental –tambores, gong, aplausos…– y la comunicación verbal (oral articulada). De estas formas comunicativas solo la última es patrimonio nuestro. Las demás son formas heredadas y creadas durante millones de años por los diversos géneros homínidos y primates.

Sabemos también –gracias a Robin Dunbar y sus trabajos de psicología evolutiva– que el lenguaje verbal fue creado como un recurso esencialmente femenino. Y sabemos también que el lenguaje verbal es un lenguaje simbólico. Wragg Sykes también lo sabe y trata de adivinar dimensiones simbólicas en momentos que no tienen fácil explicación para nosotros. Por ejemplo, el caso de dos anillos de estalagmitas rotas, dispuestas en el suelo de la cámara de una cueva cercana al pueblo francés de Bruniquel. Poca cosa.

El siguiente paso nos lleva a los asuntos religiosos. El dogma parece decir: no hay vida inteligente (espiritual) sin religión. La antropología actual ve en los enterramientos las pruebas irrefutables de vida religiosa, entendida como la vida en el más allá. Wragg Sykes ofrece otra perspectiva menos transitada. Nos invita a comprender un sistema cultural en el que la carnicería y el canibalismo eran vistos como un “acto de intimidad, no de violación” y en el que el consumo corporal puede haber sido parte de la “gestión del duelo”.

Uno de sus reseñistas se entusiasma ante este giro: “¡Aquí está la ciencia popular que expande la mente!” Parece más razonable pensar que el canibalismo responda a una necesidad vital. Eso es lo que dice la experiencia sapiens. Los casos de canibalismo sapiens son actos de crueldad, movidos bien sea por trastornos mentales, bien sea por la crueldad o por la necesidad imperiosa. Nada nos permite ver en esa conducta un asomo de vida espiritual. Los enterramientos pueden deberse a causas más prosaicas. Los cadáveres huelen.

Pero la evolución sapiens nos enseña otra cosa más que tiene que ver con ese dogma. La vida del más allá se concibe de dos formas: como la vida del subsuelo (el infierno) o como la vida celeste (el paraíso divino). La creencia en la vida del subsuelo aparece con la agricultura. Es decir, en el Neolítico, cuando los sapiens llevábamos más de cien mil años de existencia. La vida del subsuelo es una forma de explicarse cómo puede brotar la vida de la tierra. Los cuentos tradicionales contienen esa explicación y por eso aparecen en el periodo agrícola. La vida celeste aparece después.

Antes existe el animismo, pero el animismo no es un fenómeno celeste. Es un fenómeno terrestre (el río, la montaña, la fuente…). La vida celeste aparece en la Edad de los metales. Es el tiempo de la aparición de las naciones –de las federaciones de tribus– y de los dioses. Es necesario un elemento cohesionador nacional, intemporal –inmortal– y familiar, además de un principio justiciero que todo lo vea –porque la vida es suficientemente compleja–.

También la actividad del arte es un posible atributo neandertal, según los oportunistas. Bastan unas manchas de color, unos trazos más o menos rectos, algún objeto geométrico para lanzar la hipótesis de la presencia del arte neandertal y atribuirles gusto artístico. En nuestro tiempo es muy común, tanto en medios ilustrados como en sectores populares, la creencia de que el arte es un elemento decorativo y que es el gusto el que lo regula. Esto es solo una idea de nuestro tiempo que se traslada a un escenario por completo ajeno. No hay arte sin simbolismo. Y no hay simbolismo sin lenguaje. Las artes son lenguajes especiales y complejos. Sus orígenes no tienen más de cincuenta mil años y son patrimonio sapiens.

Una última cuestión –y contradicción– es por qué si fueron una raza inteligente desaparecieron y cuál fue el grado de su evolución. Wragg Sykes apela a una combinación perfecta de factores, en la que el clima altamente inestable y la competencia sapiens resultaron finalmente demasiado resistentes para explicar su desaparición. Los neandertales, añade, “no eran perdedores aburridos en una rama marchita del árbol genealógico, sino parientes antiguos enormemente adaptables e incluso exitosos”.

Más peregrina es la justificación de ese éxito: “Que la gran mayoría de las personas vivas sean sus descendientes es, desde cualquier punto de vista, una especie de éxito evolutivo”. Con ese argumento hasta las moscas son exitosas, porque forman parte de la misma evolución de la vida. Quizá reconocer que se extinguieron porque sus capacidades no les permitían una evolución resulte más acertado. Los sapiens tenemos parecida capacidad de acumular memoria genética que los neandertales, pero, además, acumulamos la memoria que llamamos cultural, gracias al lenguaje articulado y, mucho después, a la escritura. Y es esa segunda memoria la que nos ha permitido cambiar y, sobre todo, la que nos ha hecho productores.

Las entrevistas a Wragg Sykes suelen destacar una frase: “Después de más de 160 años, por fin hemos empezado a considerar a los neandertales en sus propios términos”. Más acertada está cuando dice que el suyo es el retrato de esta especie en el siglo XXI. El siglo que ha extendido los derechos a los animales, con mayor razón los extiende a nuestra especie más próxima, aunque sea a título póstumo.

Pero no es posible hacer a los neandertales nuestros conciudadanos. Solo podemos revivirlos en las ficciones, como ocurre con los dinosaurios, para construir un parque temático. Sin embargo, en algo hay que reconocerle toda la razón y es que no debemos considerarnos a salvo del fatal destino de nuestros ancestros. El destino de los sapiens no está escrito y se enfrenta a retos que, a día de hoy, no parecemos capaces de superar.

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Luis Beltrán Almería es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza. En 2021 publicó 'Estética de la novela' (Cátedra).

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