Estar en desacuerdo, criticar, refutar o incluso combatir la autoridad, sea una autoridad estatal, una autoridad política, ideológica o religiosa, o una autoridad familiar, es una vieja y persistente necesidad humana, incluso un derecho humano fundamental. Sin él, el cambio sociopolítico y de mentalidades parece imposible, la cordura de una sociedad funcional está en peligro y la historia podría quedarse bloqueada para siempre en una especie de impasse amorfo.
Empezando con la vieja oposición judía a la idolatría, encontraremos rebeliones, revueltas y revoluciones en casi todos los países y en todas las odiseas nacionales o mitológicas.
El nacimiento del cristianismo, las Revoluciones francesa, rusa, estadounidense, mexicana y china, la Revolución cubana, la revolución sexual; la revolución religiosa iraní de Jomeini, la revolución feminista y la revolución de Europa del Este en 1989 son, cada una a su manera, solo una pequeña parte del gran e imparable movimiento hacia algo nuevo y una confirmación del perpetuo e inquieto impulso de cambio, de reestructuración de las realidades terrestres y espirituales. Importantes revoluciones culturales como la de Gutenberg en la palabra impresa, el Renacimiento italiano –y no solo el italiano– convergen con grandes cambios y logros científicos, de Galileo a Einstein hasta la abrumadora y global internet de hoy.
Nuestra era es centrífuga; permite unas libertades de conciencia y expresión cada vez mayores, con frecuencia rebeldes, y pierde su centro, la vieja coherencia nacional, política, cultural, étnica y religiosa, por convencional que a veces fuera.
Cuando me preguntan por el rasgo principal de Estados Unidos, mi hogar durante el último cuarto de siglo, siempre respondo que es la incoherencia, un estímulo esencial para nuevas energías y nuevos descubrimientos. No es casual que el título de la autobiografía de la Premio Nobel Rita Levi Montalcini fuera Elogio de la imperfección: la imperfección le parece el principal estímulo para la investigación, para la interrogación espiritual y científica, para las grandes aventuras de la mente.
Si regresamos al pensamiento de Octavio Paz, podemos encontrar puntos para iniciar un debate válido sobre asuntos cruciales, sean benéficos o terribles, de los tiempos modernos y nuestra contemporaneidad, incluidas las revueltas, las rebeliones y las revoluciones.
Él dijo: “La revuelta es la violencia del pueblo; la rebelión, la sublevación solitaria o minoritaria; ambas son espontáneas y ciegas. La revolución es reflexión y espontaneidad.” Tras examinar el significado y la evolución de esas ideas, concluye que “para que la revuelta cese de ser alboroto y ascienda a la historia propiamente dicha debe transformarse en revolución […] para los revolucionarios el mal no reside en los excesos del orden constituido sino en el orden mismo”.
El cambio no siempre es a mejor, la novedad no es necesariamente progreso. En la nacionalista Rumania de los años treinta, la Guardia de Hierro representaba un movimiento revolucionario-reaccionario parecido a la Al Qaeda de nuestros días; luchaba por un cambio violento del Estado democrático, débil y corrupto como era, por un Estado étnicamente homogéneo gobernado por la fe religiosa de la ortodoxia cristiana.
El sangriento siglo XX, con la Primera y la Segunda Guerra Mundiales y las violentas revoluciones que albergó, estuvo marcado por una industria bélica sin precedentes y una terrorífica escala de destrucción masiva.
El nuevo siglo XXI es igual de competitivo, si no más, en el creciente campo del asesinato planetario, y ha incorporado un terrorismo nuevo, caótico y extendido, que nace del nuevo viejo fanatismo y de sus mejorados medios de poner en peligro a la humanidad. Cualquier conflicto mundial se beneficia en la actualidad de medios capaces de producir inmensos efectos destructivos.
En 1989, la pacífica Revolución de Terciopelo de Checoslovaquia, la sangrienta revuelta rumana y la destrucción del simbólico y demasiado real Muro de Berlín precedieron al colapso de la Unión Soviética, que señaló el final del comunismo europeo y su totalitarismo laico. Mucha gente habló del fin de la ideología y el de la historia, el inicio de un nuevo tiempo pacífico, de cooperación y cordialidad. Resultó ser otra ilusión. En tanto que los seres humanos estén vivos y tengan ideas, ideales e ideologías, la historia nunca detendrá su brutal aventura. A pesar del inmenso progreso en la ciencia y en la autodeterminación y el autogobierno de muchas partes del mundo, las contradicciones y los conflictos no disminuyen, y el concepto de democracia no es tan riguroso y satisfactorio como muchos esperaban y aún esperan.
La libertad, la capacidad de escoger y opinar, como perfecta premisa para la satisfacción del individuo y el progreso de naciones ha demostrado ser tan complicada y confusa como siempre. Muchos de nuestros contemporáneos parecen nostálgicos de un centro interior y exterior, de una homogeneidad religiosa o étnica y una unidad nacional, o etnocentricidad, de una coherencia colectiva y la sensación de protección y estabilidad que emana a pesar del alto precio que exige.
Tuve la indeseable oportunidad de enfrentarme desde una edad temprana a terribles acontecimientos históricos: el Holocausto, el Estado totalitario comunista y, finalmente, el exilio, el liberador y no fácil de enfrentar “trauma privilegiado”, como lo he llamado.
Bajo la alianza germano-rumana de la Segunda Guerra Mundial no era fácil rebelarse contra la mórbida revolución nazi del superhombre, que pretendía aniquilar todas las razas inferiores, condenadas por el Führer y sus seguidores a la solución final. También era peligroso oponerse a la dictadura militar nacionalista rumana de la época que me mandó a mí, y a otros presos similares, culpables de su etnia, a campos de exterminio.
Pero incluso en esa oscura hora de terror existían numerosas formas de rebelión, resistencia y revuelta en toda la Europa ocupada.
Antes y después de la Segunda Guerra Mundial, bajo la dictadura comunista en la Unión Soviética y los Estados satélite de Europa del Este, era un riesgo suicida oponerse a la autoridad o dudar de los paradisiacos logros de la Revolución rusa o desenmascarar la horrible colonia penal de un inmenso Gulag. Pero las rebeliones y las revueltas siguieron existiendo a pesar de su predecible final sangriento. Recuerdo demasiado bien que en 1956, cuando era un estudiante en Bucarest, el alzamiento húngaro anticomunista fue oficialmente llamado una “contrarrevolución”, al igual que la revolucionaria Primavera de Praga de 1968, con su proyecto de un “socialismo con rostro humano” o el movimiento Solidaridad en Polonia o, más tarde, la revuelta de Tiananmen en la China comunista.
El final del taimado y sangriento experimento comunista en utopía y terror me encontró ya en Occidente, por lo que seguí desde la distancia, aunque atentamente, la complejísima recuperación social, política, moral y psicológica de los antiguos países del Este de Europa después de décadas de opresión, demagogia y supervisión política. Su lucha era reconstruir una sociedad democrática, civil. Pero yo tenía un contacto directo con el mundo occidental en su nueva fase de capitalismo, su nueva velocidad de evolución tecnológica y revolución, sus extraordinarios logros sociales y profundas contradicciones, su progreso cada vez más conflictivo y sus abrumadoras dinámicas. Octavio Paz nos avisó en su discurso de recepción del premio Nobel de 1990 sobre el nuevo, peligroso, posmoderno, global y acelerado capitalismo. “El triunfo de la economía de mercado […] no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no solo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.”
La modernidad y su nueva fase de competición global capitalista también trajeron con una intensidad nueva e incomparable el problema del extranjero, el exilio, el inmigrante: un desconocido que se percibe como distinto, normalmente como dificultad, incluso como una abierta amenaza a la unidad nacional o el emblema religioso, un provocador peligroso que fermenta la rebelión y la revuelta, la tormenta y el desastre.
Más de una década después de irme a Estados Unidos todavía me sentía un desconocido entre desconocidos, pero el horror del 11 de septiembre de 2001 no supuso solo una terrible conmoción para un superviviente del Holocausto y el totalitarismo comunista, sino también un momento de profunda solidaridad con el país al que me había exiliado, la “demoniaca” América, odiada y envidiada por demasiados, así como con todos los “infieles” del mundo, como nos llaman los sangrientos fanáticos de esa agresión. Algunos les consideraron revolucionarios a pesar de que eran obedientes seguidores de un dogma reaccionario, estrecho de mente, arcaico, que veía a todos “los otros” y a toda “otredad” como enemigos perpetuos merecedores de la aniquilación.
No es demasiado difícil reconocer el precedente de esa visión centrípeta, arrogante y criminal de una nueva guerra total contra la democracia, la libertad y los derechos humanos fundamentales.
Nos encontramos en un mundo en el que los conceptos de ciudadano y ciudadanía migran mucho más allá de las fronteras recibidas al nacer, en una realidad global instantánea creada por medio de un intenso tráfico mundial y que invade, vía satélite, la pantalla de televisión o de teléfono de todo el mundo. Y nuestro mundo de rápida migración y comunicaciones es también un mundo en el umbral de una revolución que todavía tiene miedo de reconocer todas sus dimensiones benéficas y peligrosas. Me refiero a la revolución genética, que podría dar un nuevo significado a nuestro destino humano, a nuestra moralidad y nuestras leyes. También estoy pensando, por supuesto, en el cambio revolucionario en las viejas colonias y su nueva energía, sus nuevos sueños.
Somos conscientes, al mismo tiempo, de que los movimientos fundamentalistas y separatistas de toda especie siguen regresando a una mentalidad tribal, una fiera rebelión contra el espíritu y la realidad de nuestra contemporaneidad que rechaza la libertad, la diversidad y la competición.
La democracia y su conexión interna con el capitalismo se enfrentan a muchos peligros internos y externos.
La predicción de un profeta de la modernidad no demasiado astuto como Karl Marx podría resultar correcta. Su advertencia de que el creciente poder de las grandes empresas internacionales podría superar, en cierto momento, el poder del Estado y hacer a los gobiernos dependientes de su dominación merece especial atención y escrutinio. El modo en que operan hoy las elecciones y las instituciones gubernamentales demuestran su dependencia de las grandes fortunas, las grandes donaciones, las grandes empresas. La sociedad misma se vuelve cada vez más mercantil, el pragmatismo cínico se limita al interés propio, la competición sigue brutales reglas de manipulación.
Y los peligros del mundo exterior, que sigue cada vez más cautivo, y no menos, de las viejas reglas de la autocracia y la opresión.
La muy prometedora Primavera Árabe, que se inició como una rebelión y anunció una revolución en el destino de Egipto, terminó de una manera ambigua, cuando no desalentadora. Un régimen autoritario laico, corrupto, liderado por un general, se transformó en un régimen autoritario religioso y después volvió al liderazgo militar de una sociedad cerrada. La prolongada y aún presente tragedia siria opone un dictador taimado a caóticas guerrillas que luchan entre sí y contra una población civil y sueñan con establecer una tiranía islámica.
Cada vez parece más difícil escoger cuál de los oponentes está en el lado correcto.
Después de la fallida Revolución Naranja de hace unos años, la actual crisis ucraniana ha llamado la atención del mundo sobre un liderazgo corrupto y cobarde del país y la agresividad de su viejo e inmenso vecino, gobernado por una nueva oligarquía rusa, con nuevas ambiciones imperiales, opuesta a las tendencias independientes de un antiguo país satélite, contra su rebelión frente a la ineficiencia económica y sus anticuados métodos autoritarios de gobierno. Pese a exigir relaciones más estrechas con la Europa occidental, la nueva rebelión ucraniana mostró viejos eslóganes renovados de nacionalismo y xenofobia. Quizá también debamos pensar en el Tea Party en Estados Unidos, los Hermanos Musulmanes en Egipto, la creciente popularidad del Frente Nacional en Francia y otros partidos políticos similares en Europa.
En El diccionario del diablo, publicado hace más de cien años por el veterano de la Guerra de Secesión Ambrose Bierce, que desapareció en el México agitado por la revolución, se decía que el rebelde es “el proponente de un nuevo mal gobierno que no ha conseguido establecerlo”. En muchos conflictos del mundo actual, no es fácil advertir cuál es el lado bueno y cuál es la mejor forma de apoyarle. Y los inquietantes retos actuales son demasiados.
¿Cómo debería pensar un exiliado de una vieja dictadura comunista, en la que la suspicacia y la supervisión eran los medios de gobierno, sobre Snowden, que armó una increíble operación de desenmascaramiento de la supervisión secreta de casi todo el mundo en una sociedad libre y en sus libres alianzas con otras sociedades democráticas?
Para mí, es difícil olvidar que la ubicua policía secreta en Rumania se llamaba Securitate (Seguridad), en una muestra muy dadaísta de sentido del humor y cinismo.
Así que estoy resignado a pensar, una y otra vez, que el arte sigue siendo la forma de rebelión, revuelta y revolución más elevada espiritualmente, un acercamiento crítico y creativo a nuestro destino humano, sus limitaciones y defectos. Es una renovación y un renacimiento constantes de la individualidad y sus exploraciones terrestres y trascendentes.
Finalmente, podemos preguntarnos, como Thomas Mann, si el artista será siempre un “sospechoso”, un reto constante a la rutina y las mercancías mediocres, incluso en nuestro tiempo, cuando una visión pragmática y estrecha del progreso ha conseguido marginar la literatura, la alta cultura, la búsqueda espiritual, en un mundo que lo vende y lo compra todo.
Podemos regresar, con una melancolía aún mayor, en este momento no muy optimista, a nuestro celebrado amigo, Octavio Paz, que creía que la poesía y la sociedad “no pueden desvincularse”.
La tendencia a esa desvinculación es, con todo, poderosa, y las consecuencias ya son visibles.
Pero Octavio también dijo que “los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones sociales coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras”.
Sigámosle en su y nuestro egoísta cálculo. ~
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Traducción de Ramón González Férriz.
(Bucovina, Rumania, 1936) es escritor. En 2005, Tusquets publicó la traducción de una de sus obras más célebres, 'El regreso del húligan'.