Dice Álvaro Pombo, que este mes recibe el Premio Cervantes, que el dinero es difícil de conseguir si eres escritor, pero basta un simple repaso a su trayectoria, sembrada de cuantiosos premios, para comprobar que él ha sabido ganarse la vida bastante bien, aunque su madre lo acusara de manirroto. Escritor de una enorme prolijidad, a pesar de ser tardío (debutó en la narrativa en 1977 con 38 años y sus Relatos sobre la falta de sustancia; si bien es cierto que ya había dado pruebas de su condición de poeta), pareciera encarnar estas palabras: “Escribo, luego existo. Luego existe un mundo irrevocable por obra y gracia de mis palabras, de las palabras, del verbo que se hace carne y habita en nosotros.” Son del narrador de El hijo adoptivo (1984), y sin duda transmiten un hecho vivencial, un anhelo de realidad y de pervivencia a través de la escritura. ¿Acaso no es eso, existir, lo que desea cualquier artista y cualquiera de nosotros? ¿Evitar vernos empañados por el odioso frío de la irrealidad?
La obra literaria de Álvaro Pombo me parece una lúcida protesta contra la trivialización del vivir, opina su amigo José Antonio Marina, a quien conoció en el colegio mayor, ambos recién llegados a Madrid. Esta “lúcida protesta” se divide deliberadamente en dos ciclos: el de la falta de sustancia y el de la realidad o, como el mismo autor prefiere, por tratarse de un concepto más filosófico, el de la religación. El primero finaliza con Los delitos insignificantes (1986), una de sus novelas más y mejor dialogadas, donde los diálogos, aparte de dar viveza a una trama que aun mínima –el título no engaña– no desvelaremos, sirven para desnudar el alma de dos personajes sumidos en la charca del fracaso; el segundo se abre con El metro de platino iridiado (1990), obra capital para entender su poética de la bondad. De la incomunicación y el pesimismo, de lo sombrío y fantasmal marcados por los pasos del Prufrock de T. S. Eliot (“Yo debí ser un par de garras desparejadas / escabullidas por el fondo de mares silenciosos”), que presiden unas narraciones no tanto realistas sino de “psicología-ficción”, a una literatura abierta, de aspiración ética, celebratoria, tocada por el arrebato de Rilke, una incesante invocación de lo invisible. En resumen: alimentar la falta de sustancia con sustanciosas raciones de luz, como desea Simone Weil. O por lo menos intentarlo.
La obra de nuestro premio Cervantes es, digámoslo ya, una de las más profundas y originales en lengua española. Esta literatura del ego (no confundir con la autoficción ni nada parecido, aunque ambientes y personajes suelan estar sacados de su propia biografía), con un punto de partida ensimismado, indaga en los entresijos de los personajes, en sus ámbitos de luz y sombra, del bien y el mal, para desplegarse en un mundo de temas y de voces que amonedan el bajorrelieve de la condición humana. La atención que un ser humano presta a otro vale mucho, dice Pombo. Y toda su labor artística parece gobernada por ese noble empeño: la de poner oídos al corazón de nuestros iguales. Atención que logra su más alta expresión en el arte único de la novela. En este caso, ya lo hemos apuntado, se trata de una novela intelectual, que conjuga el análisis psicológico (Las alas de las paloma, de Henry James, es una de sus tres obras favoritas; las otras dos serían: Los apuntes de Malte Laurids Brigge, otra vez Rilke, y El ídolo caído de Graham Greene) y la reflexión filosófica en un desacomplejado existencialismo, sin miedo a internar la narración en especulaciones sobre la culpa, el pecado, la sexualidad, la falta de sentido, la insoportable levedad del ser, la temporalidad, la búsqueda de una ética propia y de una inconsciencia que nos eleve a cierta idea de santidad; por algo muchos de sus personajes son filósofos o miembros del clero; por algo sus novelas están llenas de referencias a pensadores como Kierkegaard, Sartre, San Agustín, Ortega y Gasset… El tratamiento de la homosexualidad, elemento primordial en Pombo, y su encaje con lo cristiano, lo aprendió en La campana, la novela de Iris Murdoch que leyó una y mil veces en su larga noche londinense.
Todo este cúmulo de asuntos está expresado (la literatura es expresión, dice Croce por boca de Borges) mediante una prosa flexible y a la vez densa, personalísima, de carácter oral y dialógico, rica en matices lingüísticos, derivaciones, neologismos, coloquialismos, abundante en imágenes, en contrastes, en juegos de palabras, entreverada de humor, melancolía y lirismo. Aquí va una muestra de su pincel impresionista: “Compró el tabaco y bajó andando hacia la Ciudad Universitaria. Un gran atardecer de sol naranja, estrepitoso. Desde la terraza de la capilla de la Ciudad Universitaria se adivinaba el Guadarrama ardiente, embravecido por aquella gloria incruenta del bermellón, amoratado y rosa, ríos rosas de polución azucarada, configuraciones de nubes estratificadas, momentáneas, como la instantánea ilusión de plenitud y acabamiento que Ortega vivía ahora mismo.”
Ya sea en Madrid o en su Santander natal (Santander, 1936 se titula su penúltima novela, un nuevo y brillante ejemplo de acercamiento al otro sintetizado en un padre y un hijo con ideologías opuestas), a veces bautizada con el nombre de Letona, al aire libre o en el mundo interior de la casa, los personajes pombianos, como el humo que vomita la chimenea del tiempo, son muy dados a dejarse llevar, a perderse en lo etéreo de sus ensoñaciones. Y de fondo el mar. Siempre el mar. En la bocana de Puertochico o entre los árboles del Retiro. El mar, el mar. Símbolo de plenitud. Su presencia inmutable, su respiración mitológica, el secreto de su abismo. Mar deseado y deseante. Ese mar pasado y futuro que nuestro Pombo ha logrado alcanzar en el presente. ~