Archivo Vuelta: Cortés y Moctezuma: De la comunicación

Este fragmento de un ensayo sobre las diferencias comunicativas entre españoles e indígenas, que llevaron a la caída de Tenochtitlan, fue publicado en el número 33 de Vuelta, en agosto de 1979. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.
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El encuentro más asombroso de la historia occidental es sin duda el descubrimiento de América –o más bien de los americanos–. En los descubrimientos de los otros continentes no hay verdaderamente ese sentimiento de extrañeza radical: los europeos no ignoraron nunca del todo la existencia de África, o de la India, o de China; el recuerdo está siempre ya presente, desde los orígenes. A principios del siglo XVI, los indios de América, en cambio, están bien presentes, pero se ignora todo de ellos.

Ese encuentro, como es sabido, tomará la forma de una guerra y de una exterminación: un nuevo motivo de escándalo, que se oscurece momentáneamente ante este otro: ¿Cómo es que los españoles ganaron esa guerra? ¿Cómo explicarse que Cortés, a la cabeza de menos de mil hombres, haya logrado apoderarse del reino de Moctezuma, que dispuso de varios centenares de miles de guerreros?

La explicación que quisiera proponer se refiere a los comportamientos, no a las armas: se trata de una manera diferente de practicar la comunicación.

Digamos de inmediato que no hay inferioridad “natural” del lado de los aztecas. Las primeras personas que aprenden la lengua de los otros, durante las campañas que relata Bernal Díaz, son efectivamente dos indios, a los que los españoles llaman Julián y Melchor. Moctezuma trata naturalmente de informarse sobre sus adversarios, y no deja de enviar espías a su campamento. Y, sin embargo, hay en él un rechazo global del acto de comunicación.

Si la comunicación entre hombres es tan poco eficaz de este lado, es que Moctezuma trata de recibir sus informes de los dioses más que de los hombres. El relato azteca de la llegada de los españoles no consiste en testimonios humanos, sino en signos enviados por los dioses, en presagios: un cometa, un incendio, el rayo, hombres con dos cabezas…

Lo que Cortés quiere no es prender, sino comprender; es el significante lo que le interesa en primer lugar, no el significado. Su expedición empieza por una búsqueda de información, no de oro. Es muy impresionante ver que la primera acción importante que emprende es la búsqueda de un intérprete. Oye hablar de algunos indios que emplean palabras españolas; saca la conclusión de que tal vez hay españoles entre ellos, náufragos de expediciones anteriores; se informa y le confirman sus suposiciones. Después de varias peripecias Gerónimo de Aguilar se une a la tropa de Cortés y convertido en intérprete oficial le será de una utilidad inapreciable.

Pero Aguilar no habla más que la lengua maya, diferente de la de los aztecas. El segundo personaje esencial en esa búsqueda de “lenguas” es la Malinche, o doña Marina, como la llaman los españoles. Noble despojada de sus derechos, reducida a la esclavitud, es ofrecida a los españoles durante uno de los primeros encuentros. Escoge, sin vacilar, el bando de los conquistadores y como habla igualmente bien las lenguas de los mayas y de los aztecas se convierte en un eslabón indispensable en la transmisión de información hacia y a partir de Cortés. No sería exagerado decir que la conquista de México habría sido imposible sin ella (o alguna otra persona que hubiera desarrollado ese papel). A diferencia de los indios, los españoles no se preocupan de la comunicación con Dios, sino de la comunicación con los hombres; están en la antropología, no en la teología.

Moctezuma se sitúa en un primer nivel de incapacidad semiótica: se equivoca sobre las señales del otro y las interpreta mal; sus propios mensajes no alcanzan su objetivo y es incapaz de percibir a los españoles como seres a la vez semejantes (humanos) y diferentes. Cortés ocupa un nivel superior: domina la comunicación y sabe poner en práctica los resultados obtenidos gracias a ella. Pero si percibe al otro como objeto, es incapaz de apreciarlo en cuanto sujeto diferente: a pesar de su admiración por los artesanos mexicanos, está convencido de pertenecer por su parte a un grupo humano superior (y no solo diferente). El emperador de los españoles es el más grande; el Dios de los cristianos es el más fuerte.

Es posible tal vez imaginar un conocimiento del prójimo que no se convierta en su absorción pura y simple; un reconocimiento de la alteridad que no se transforme inmediatamente en la atribución de un lugar (diferente) en una misma y única escala de valores; un yo que no ve en cada él a otro yo, degradado o magnificado, entre otras cosas porque sabe que hay uno o ellos en el interior del propio yo. Pero ¿se verá alguna vez a un Estado regular su política según este reconocimiento del derecho del prójimo a seguir siendo otro? Lo espero y lo dudo. ~

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