Ilustración: Martín Kovensky

Clases para desarmar dummies

Dos de los más importantes narradores latinoamericanos fueron también dos profesores notables. Las transcripciones de sus clases, disponibles actualmente en libro, permiten corroborar que la enseñanza de la literatura puede ser también una “forma de la felicidad”.
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Es difícil pensar en mejor literato de quien recibir clases que Julio Cortázar (hay por lo menos cuatro libros que discuten su magisterio), 1por la idealizada rebeldía compartida entre él y los jóvenes, y porque desde la perspectiva actual es igualmente arduo creer que no impartiría cátedra con posturas ideológicas que resultan ser más y más utópicas. Por esas razones no sorprende que haya sido la Universidad de California, Berkeley, estancada en los sesenta, la tribuna para sus clases de 1980. ¿Pero asombra que estas charlas que preparaba asiduamente se sostengan con razones literarias y sin vanguardismo progresista? No. Y sus cartas y Obra crítica (2006) confirman esa dicotomía. Si connacionales no tan jóvenes o logrados se mofan deportivamente de él y de Borges, o ensayan campus novels agringadas, este tomo reprueba esos “proyectos”.

El momento en que instruía en ese imperio (comienzos de la Revolución sandinista) es turbulento. Pero las primeras seis clases machacan que puso su compromiso como literato por encima de la contemporaneidad. Aparte de alguna venia obligatoria, supedita contextos geopolíticos, evita adoctrinamiento, condescendencia con los inexpertos o pontificación; es el culto y archiconocido Cortázar. Ese compromiso rige sus Clases de literatura,2 aparejadas como un libro maravilloso aunque menos sorprendente hoy. La política adquiere protagonismo solo en la séptima clase y en los apéndices (que reúne conferencias ya publicadas). Incluso cuando asevera que “todos los escritores latinoamericanos, vivamos o no en nuestra casa, somos escritores exiliados”, los alumnos –a juzgar por sus preguntas– no están a su altura para engancharse.

Se trata del Cortázar que en una carta de 1959 le decía a Eduardo Jonquières: “Soy moderadamente célebre en Latinoamérica. Así dice por lo menos mi editor (y Anita Barrenechea, ángel si los hay).” Alrededor de 1980 ya era “el argentino que se hizo querer de todos”, como diría después su compañero de ruta García Márquez. Para 1984, año de su fallecimiento, era el “Bolívar de la novela” (según Carlos Fuentes). Aquellas valoraciones, cuestionadas por gauchos insufribles (Bolaño dixit) respecto a su estética, revelan por qué optó por aquel epígrafe de Jacques Vaché para empezar Rayuela. De hecho, el seminario muestra al escritor amable, honesto, modesto y admirable por la sinceridad de su irrealidad política, como propuso Vargas Llosa.

Cortázar es efectivo y flexible para reconocer las cualidades clave de una obra y, como lo comprueba la quinta clase dedicada a la musicalidad y humor en la literatura (incluida la referencia a Woody Allen), para constatar que la literatura puede ser examinada como otras artes, con antepasados análogos. Es decir, de una manera pluralista, contemporánea pero no antihistórica y, vaya sorpresa, estética. A la vez, al hablar en la segunda, tercera y cuarta clases de cuentos fantásticos y “realistas” –donde discute la criminología como hobby, sin faltar “La noche boca arriba”, “Continuidad de los parques”, “Apocalipsis de Solentiname” y el humor agudo– hace notar cómo la literatura puede caber cómodamente en ideas preconcebidas que no sabíamos que teníamos, y por eso parece que ya hemos leído una obra, pero queremos leerla otra vez.

Carles Álvarez Garriga, editor y transcriptor, entrega un Cortázar de convicciones y tradiciones duras y puras. Con gran cuidado y mínimas notas contextuales, y sin aparente remezcla, asocia los títulos de cada clase a su contenido temático, en un orden que parece convencional por basarse en la progresión de tipo “vida y obra” (aunque no hable de musas menguadas o antipatías), pero que tiene sentido al emplear Cortázar su prosa como ejemplo de la literatura explicada. Ese arreglo ocasionará reparos, aunque no entre todos, porque Cortázar no escribe “para todos”, y en última instancia su obra sobrevive a acólitos y detractores.

Su consistente interés en convenciones como construcción, historia, personaje y tema corrobora que era el brillante cuentista todavía preferido por encima de sus novelas, exceptuando Rayuela, cuya genial “historia física” explica entre la sexta y séptima clases. A medio curso Cortázar accedió ir a una fiesta de Halloween organizada por aquellos alumnos. Se vistió de vampiro. Podemos ver, sin embargo, que en Clases de literatura hace lo opuesto: le quita los disfraces a su propio quehacer, aunque los lectores insistan en ver la máscara, no lo que hay detrás de ella. Hacerlo requería un cambio en las actitudes autoriales, y como sabemos respecto de su compromiso político, los escritores generalmente fallan en ese terreno.

Vale preguntar qué habría dicho Cortázar al observar lo que se hace con su obra póstuma, recordando una anécdota según la cual no publicó con Aguilar debido a que “los chicos” no hubieran podido comprar esas ediciones de papel biblia. También incumbe pensar si el Berkeley actual de humanismo académicamente correcto aceptaría clases libres de “posición de sujeto”, “agencia” y jerigonza afín. A propósito de George Steiner, Adolfo Castañón sostenía en esta misma revista: “cabe preguntarse, sobre todo en el ámbito de las humanidades hispanoamericanas, si el conocimiento que se transmite entre maestros y discípulos no consta más que de ‘ficciones supremas’, utopías, concepciones soberbias e insurgentes que solo sirven para hacer de los discípulos unos escolásticos desadaptados”.

Al final de la última de sus clases, una alumna indocta en las formas de cortesía le pregunta: “¿Cómo clasificarías este libro de Carlos Fuentes que tengo aquí, Nuestra tierra [sic]?” La educanda se corrige, respecto al título, y Cortázar le contesta: “Me parecería una equivocación querer ajustar a Carlos Fuentes a mis categorías, en primer lugar…” Cabe señalar que en la primera de esas clases, Cortázar había clasificado su propia obra como ética, metafísica y realista. Una visión que cumplía con el oficialismo académico y sobre la cual podemos afirmar que solo con la ventaja y desventaja del tiempo se puede apreciar la plusvalía de ese momento pedagógico.

Si Cortázar influye como narrador, por no pertenecer a ningún campo está por determinarse su ascendiente como crítico. Sus fuentes transmiten que era magnánimo con las prácticas europeas, pero también divulgan que no era elitista, sino más bien el producto de una mente profundamente literaria. Por ende Clases de literatura obliga a volver a su no ficción, no para rastrear su conocimiento sino para refrendarlo. Se llega a una pregunta conocida: ¿por qué leer interpretaciones de autores cuando, por lo común, se desdeña su valor? Las de Cortázar son ilustres por su escritura en bebop y por mantener un sentido crítico palpable, no como opiniones encadenadas, sino como un llamado poderoso o una fuerza liberadora que transforma el arte en el que profundiza. Es como releer Rayuela a medio siglo de su publicación, considerando que fue escrita como reacción al estado de la novela. De ese mismo modo, Clases de literatura corrobora la crisis crítica de su momento. ~

 

 

 

 

 

 

1 Nicolás Cócaro (et al.), El joven Cortázar; Felipe Martínez Pérez, Julio Cortázar: profesor en Bolívar; Jaime Correas, Cortázar, profesor universitario; Facundo de Almeida y Liliana Piñero, Cortázar, presencias.

2Edición de Carles Álvarez Garriga, México, Alfaguara, 2013, 320 pp.

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(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.


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