Una feria de más de cincuenta años

¿Cuál es el sitio que ocupa La Feria en el canon de la literatura mexicana? 
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En 2013 se cumplieron cincuenta años de la aparición de La feria (1963), de Juan José Arreola, en la Serie del Volador de Joaquín Mortiz, la colección más hermosa en la historia de nuestra edición, dicho sea de paso. Tras releerla trato de explicarme su muy frecuente ausencia cuando se enlistan las claves del canon mexicano. Recuerdo la oposición establecida entre La feria y Pedro Páramo (1955), proyección de la rivalidad entre los dos prosistas jaliscienses.

Novelas polifónicas las dos, fragmentarias ambas, una sería, la arreoliana, la novela del día y otra, la rúlfica, la de la noche. Así, diciéndolo con un doble Joyce, el de Sayula sería el autor de nuestro Finnegans Wake y el de Zapotlán El Grande, de nuestro Ulises. Ambas son novelas modernas aunque La feria, carezca por ser ajeno al temperamento de su autor, de proyección mítica. Arreola, adrede, se conformó con escribir la página final en la historia de su pueblo; Rulfo, quizá sin preverlo del todo, se arrimó a la fuente imperecedera del mito del padre de todos los hijos, el cacique inmortal y su paraíso perdido. En fin, esa oposición entre Rulfo y Arreola ya está muy vista y aplaudida. Insistieron en ella Carballo, Felipe Vázquez, yo mismo.

La provincia de Arreola es una versión ciudadana, de pequeño comerciante, digamos, de los novelones ensarapados y topográficos de Agustín Yáñez, pero pese a su falta de solemnidad está más cerca de aquellos, que de la narco literatura de nuestros días. Si hiciésemos un mapa como los de Franco Moretti, en cincuenta años el centro de gravedad de la novela mexicana se desplazó del Occidente del país –de Comala y Zapotlán de las manzanas–, a la “región más transparente”, la ciudad de México y su sucesión de novelas totales y quizá por ello fallidas, De allí pasó al norte, redibujado a partir de los años ochenta por tres autores ya muertos, los tres precozmente: Gardea (en el 2000), Sada (en el 2011) y Elizondo Elizondo (en agosto de 2013), a quienes han relevado, hayan nacido aquí, allá o acullá, los Parra, los Herbert, los Velázquez, los Boone, los Herrera, los Rodríguez…

¿Qué es, entonces La feria? Pese a su apariencia festiva y localista no es una novela de la vieja moralidad, la de Arreola (1918–2001). No lo era en 1963, cuando so pretexto de la larga visita al confesionario de uno de los narradores, no escuchamos hablar de adulterios, borracheras y protestantismos, sino de homosexualidad y fornicaciones no por confesadas menos reiteradas.  Ésa es una de las tramas de una novela que como la Rayuela cortazariana, no en balde aparecida también ese año, puede ser armada y desarmada por el lector. Tampoco tiene nada de apolítica. No se necesita ser estudioso bajtiniano para advertir que el reparto agrario, iniciado excepcionalmente en Zapotlán durante el Porfiriato, en 1902, no fue culminado por la Revolución mexicana, como se quejan los campesinos y sus voceros a lo largo de La feria.

Respuesta a quien lo tildaban de amanerado y esteticista, La feria, tiene varios de los fragmentos más gratos de nuestra prosa. Sí, agua dulce, quizá de limón pero con poca azúcar, que sacia la sed y colma. Varios de los fragmentos, todos ellos precedidos de los asteriscos de Vicente Rojo, sin los cuales la novela perdería su toque de elegancia.

Comparto algunos de los fragmentos de La feria. Uno de ellos, recuerda la violencia, la del siglo XIX en que muchos de los caminos de México eran intransitables, como hoy. Dice Arreola: “Ayer fui a visitar un enfermo por allá por Puerto Nuevo, y como siempre, el cuarto estaba lleno de imágenes, de décimas y de vivas. Pregunté quién era y me dijeron que un Divino Rostro. Me fijé más y ¿sabe usted que vi? La cabeza cortada del Chivo Encantado que estuvieron exhibiendo aquí, el gran bandido ¿se acuerda usted?…” (p. 34)

Otro fragmento tiene que ver con una preocupación del Arreola de 1963: ahuyentar la idea de que Jalisco era tierra de catolicismo archicastizo sin mácula indígena y en esta novela cuyo ambiente rodea la fiesta del santo patrono de Zapotlán, se escucha decir a los indios: “tuvimos un rey y su nahual era cuervo. Se hacía cuervo cuando quería, con los poderes antiguos de Topilzin y Ometecutli. Se hacía cuervo nuestro rey, y se iba a volar sobre los sembrados ajenos, entre los cuervos de Sayula, de Autlán, de Amula y de Tamazula. Y veía que todos tenían el maíz que nos quitaron. Y como su nahual era cuervo supo que los cuervos buscan y esconden las cosas.” (p. 69)

En La Feria también aparece la incuria cultural de la provincia, misma que va a revertir el poeta Palinuro deseoso de convertir Zapotlán en la Atenas de Jalisco pero se le pasan las copas: “El resto de la velada fue más bien melancólico. Después de un breve período de entusiasmo y euforia, Palinuro cayó en una somnolencia profunda, como el Piloto de la Eneida, y se quedó dormido con sus hojas de papel en la mano. Poco después se deslizó suavemente desde la silla hasta el suelo, y no pudo leernos sus poemas.” (p.115)

“Pequeño apocalipsis de bolsillo”, como lo dice  quien escribió la solapa en 1963, hoy día uno de los más célebres escritores mexicanos vivos cuya condición de autor anónimo no querría yo poner en riesgo, La feria es una novela sobre la “menosorquia”, una palabra que los pecadores le escuchan al diablo y no aparece en la Wikipedia pero significa, según Arreola, tener ganas de pecar. Quizá la menosorquia se acabó con La feria misma, cuando los diablos disfrazados de viejitos le prenden fuego –y lo dejan ceniciento– al castillo de los fuegos artificiales con sus cuatro torres. Con La Feria terminó ese antiguo régimen de la literatura mexicana hace cincuenta años y no puede sino pensarse que quién no vivió en ese entonces, como decía un clásico, ignoró lo que era la felicidad.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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