Stephen Platt, profesor de historia china en la Universidad de Massachusetts, ha escrito en Imperial Twilight un excelente libro sobre los orígenes de la primera Guerra del Opio. En este momento de tensiones entre Estados Unidos y China, demuestra que hay guerras que se inician no solo porque los dos bandos están en desacuerdo, ni siquiera solo como consecuencia de errores de cálculo y percepciones erróneas, sino incluso cuando los que toman decisiones clave que conducen a la guerra están… de acuerdo en lo esencial.
Platt, como ha señalado uno de los reseñistas del libro, tiene una mirada de novelista, y el libro a menudo se lee como una combinación de historia y novela histórica. Prueba de ello es la serie de personajes pintorescos que han poblado el comercio de China a principios del siglo XIX. Sin embargo, esta no es la parte más importante del libro. Ayuda a que el libro sea legible y divertido, pero la calidad de la escritura mejora a medida que nos alejamos de estos episodios personales y nos acercamos a la guerra. Quizás fue el editor de Platt quien trató de hacer el libro más atractivo para el público en general insistiendo en introducir historias humanas al principio (son realmente interesantes, pero desde el punto de vista histórico aportan muy poco), y decantándose por una narración directa que resulta ideal para un audiolibro. Pero esa narrativa directa al principio silencia a Platt el historiador,
cuya voz se hace fuerte solo en la última parte del libro, cuando explora cuestiones históricas, proporciona diferentes versiones de los mismos hechos, juzga a los personajes principales e incluso se atreve con algunos contrafactuales. Todos los elementos que podríamos esperar de un historiador de primer nivel están ahí.
El libro cubre el comercio británico, y también el internacional, con China desde finales del siglo XVIII hasta la primera Guerra del Opio (1839-42). Se trata del llamado “período de Cantón”, en el que todo el comercio exterior con China se localizaba en un lugar pequeño, un depósito (una “fábrica”) fuera de las puertas de la ciudad de Cantón, un área del tamaño de varios campos de fútbol. El comercio de opio aparece bastante tarde en el libro, pero se produjo durante todo este período, al principio en cantidades muy pequeñas. Inicialmente, la Compañía de las Indias Orientales tenía una actitud ambigua al respecto, no por escrúpulos morales sino porque intentó, con el fin de preservar el valioso comercio legal de China de algodón y té (en el que tenía un monopolio), seguir escrupulosamente las leyes chinas, incluida la prohibición de comerciar con opio y la actividad misionera.
Pero con el tiempo, los comerciantes independientes, sin tener en cuenta ninguna de estas dos preocupaciones, se convirtieron en importantes proveedores de opio, y posteriormente el atractivo de los ingresos hizo que la Compañía se uniera por completo.
El punto de partida de la guerra (que ocurrió cuando la Compañía perdió su poder monopolístico) tuvo mucho que ver con dos individuos que estaban… en contra de la guerra. El superintendente de comercio británico George Elliot, solo el segundo individuo que ostentó ese cargo nombrado por el gobierno británico, reemplazó a William Napier, un tipo beligerante y arrogante que hizo todo lo posible por “dar una lección a China”. Pero nadie apoyó la guerra que quería Napier, ni la ciudadanía británica ni el gobierno. Lord Palmerston, que más adelante promovería la guerra con entusiasmo, estaba en contra. Earl Gray, el primer ministro que nombró a Napier, le dijo que “han de emplearse medios como la persuasión y la conciliación, en lugar de cualquier actitud que se acerque a un lenguaje hostil y amenazante”.
Por eso Elliot, un abolicionista con una carrera previa en la India, prometió cambiar las políticas de su predecesor, respetar plenamente la soberanía china y luchar contra la lacra del opio, que equiparaba a la lacra de la esclavitud.
La parte china, que después de dudar mucho entre legalizar totalmente el opio y mantener su prohibición (una prohibición que incluía la pena capital para los consumidores más obstinados), decidió optar por esta última opción. Lin Zexu, el gobernador general de Hubei y Hunan, que se distinguió por reducir el consumo de opio en sus provincias, así como por su personalidad incorruptible, fue nombrado comisionado imperial en Cantón con el mandato de “eliminar el comercio de opio”. Lo que unió a Elliot y Lin fue su desprecio por los comerciantes de opio, su aprecio por el comercio legítimo y sincero y su compromiso con el respeto a las leyes de China. Pero luego las cosas se torcieron.
Entonces, ¿cómo entraron los dos países en guerra? Lin, para enviar un mensaje de seriedad, decidió, como ya se había decidido en varias ocasiones, cerrar temporalmente todo el comercio interior y exterior de Cantón y establecer un bloqueo efectivo de la zona de la “fábrica” hasta que cese el comercio de opio. Y el opio acumulado se entregó a las autoridades chinas.
Aunque el bloqueo se aplicó a medias (los comerciantes chinos Hong, que eran los negociadores del lado chino, traían comida y bebida), se mantuvo sin una fecha clara de finalización. Lo que quería Ling era que el bloqueo obligara a los comerciantes británicos a entregar su opio, que sería destruido públicamente. Tuvo más éxito del que esperaba. Elliot, que, como hemos visto, detestaba el comercio de esta droga, exigió que todo el opio, incluido el que no estaba cerca de Cantón, fuera enviado a un solo lugar y entregado a los chinos. Los británicos devolvieron 20.000 arcas de opio (unas 1.000 toneladas), una cantidad enorme que Elliot compensó, por su cuenta, a los comerciantes británicos con pagarés por el valor total de mercado.
Para comprender la enormidad de esa cantidad, hay que señalar que equivalía al total de las exportaciones anuales de opio de la India a China y tenía un valor de mercado de 2 millones de libras esterlinas, que a su vez era una décima parte de la compensación total pagada por el parlamento británico a los dueños de esclavos (cuando se abolió la esclavitud). La cantidad de opio recolectada sorprendió a Lin (que, según los comerciantes de Hong, esperaba como máximo 4.000 arcas) pero no lo convenció de inmediato para retirar el bloqueo, que duró seis semanas y terminó en mayo de 1839. Elliot, que primero entró en pánico al pensar que había entregado demasiado opio, encolerizó al observar que continuaba el bloqueo y en uno de sus ataques de rabia pidió apoyo naval británico de la India, lo que efectivamente significó el inicio de la guerra.
A partir de ese momento, las fuerzas de la guerra tomaron protagonismo: siempre hubo una pequeña facción belicosa en Londres que ahora tenía más motivos para abogar por la guerra. A Palmerston le escandalizó la idea de que, después de que el gobierno tuviera que recaudar enormes fondos para pagar a los dueños de esclavos, ahora también tuviera que pagar a los comerciantes de opio. La deriva hacia la guerra continuó a pesar de que la opinión pública estaba mayoritariamente en contra. Se votó en la Cámara de los Comunes y se aprobó por un margen muy estrecho (con solo 9 votos de diferencia en una cámara con más de 500 diputados). La guerra se declaró once meses después del final del bloqueo al comercio exterior en Cantón.
Como en circunstancias similares en otros lugares, ni el casus belli ni el objetivo de la guerra estaban claros. Cuanto menos claras eran las razones, más parecía haber: algunos pensaban que la guerra se libraba en defensa del honor británico, otros mencionaban como motivo la exigencia china de que los enviados británicos se arrodillaran ante el Emperador (una petición que tenía ya cuarenta años); otros vieron el conflicto como una guerra de civilizaciones, en la que los chinos eran los “bárbaros”; había otra facción que consideraba que era una venganza porque los chinos habían llamado a los británicos “bárbaros”; algunos creían (quizá con más claridad que otros) que era una guerra en defensa de los comerciantes de opio, que irónicamente tenían muy mala fama en Reino Unido. Para otros, se libró esta guerra para que China, y no Reino Unido, pagara la indemnización a los comerciantes de opio que había prometido tan precipitadamente George Elliot.
Durante casi tres años, fue una guerra de nadie. Sus objetivos no estaban claros y hubo barcos británicos que atacaron de manera gratuita a civiles chinos. Aterrorizar a los civiles (que no tenía nada que ver con la guerra, ni con Cantón, ni con el opio) buscaba enviar un mensaje al emperador: ya no tenía el control y debía aceptar las demandas británicas, que cada vez eran más a medida que la guerra avanzaba.
Finalmente, los chinos capitularon, pero como advirtieron algunos entonces, la guerra hizo que China se diera cuenta de que si quería seguir siendo independiente tenía que poseer un elemento de disuasión militar igualmente fuerte. Se necesitó un “siglo de humillación” para llegar a eso, pero finalmente lo consiguió.
Esta guerra estúpida, cuyos objetivos eran inaceptables o directamente imposibles de determinar, fue el único suceso internacional del siglo XIX mencionado por Xi Jinping en su reciente discurso del centenario del PCCh. Ha adquirido su lugar en la historia y parece que nada puede desplazarlo. Cuanto más tiempo pasa, más importante se vuelve. Y nunca debería haber sucedido.
P. D. Es algo extraño que Platt no reflexione sobre las implicaciones diplomáticas de que Gran Bretaña decidiera, después de que la Compañía de las Indias Orientales perdiera el monopolio del comercio y la representación en Cantón, enviar un representante oficial para representar a los comerciantes. Como explica el autor, el sistema de Cantón estuvo durante más de un siglo basado en unas reglas igualitarias en las que los comerciantes extranjeros trataba de tú a tú con los comerciantes chinos. Solo a través de estos podían los comerciantes elevar sus quejas sobre el gobierno chino (o cantonés). El gobierno cantonés, por lo tanto, solo negociaba con sus propios ciudadanos, no con extranjeros. El nombramiento de un representante británico oficial da un vuelco a este sistema de dos maneras. Primero, es comprensible que el representante del gobierno británico quiera interactuar con los funcionarios chinos, lo cual es inaceptable para estos últimos. Elliot nunca pudo entregar sus cartas de presentación. En segundo lugar, mientras los comerciantes británicos trataran con comerciantes chinos y estos a su vez con el gobierno de Cantón, la cuestión de la soberanía no podría surgir. Pero cuando los británicos enviaron un representante oficial a la “fábrica”, el estatus de ese trozo de tierra se vuelve menos claro. Los chinos, comprensiblemente, vieron esto como una amenaza potencial a su soberanía.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).