Debimos ser felices (La Navaja suiza) es la primera novela de Rafaela Lahore, una historia sobre su familia que parte del descubrimiento azaroso de una nota de suicidio que la madre de la protagonsita escribió tiempo atrás. Es un libro fragmentario, lleno de espacios para que el lector se proyecte y para que arme el puzzle con las piezas que se ofrecen.
La novela surge de un taller con Leila Guerriero en el que uno de los ejercicios es hacer una semblanza de la madre. ¿Por qué decides seguir tirando del hilo? ¿Qué descubres que te hace darte cuenta de que tienes una historia que contar?
Al principio, más que un descubrimiento o una convicción, tenía el impulso de escribir. Me fui convenciendo de que la historia valía la pena en la medida que avanzaba. Lo que suele pasar cuando uno se hace muchas preguntas es que encuentra preguntas nuevas. Para mí, escribir fue una forma de explorar las luces y sombras que atraviesan a mi familia.
Una de las cosas que distingue a la novela es que al principio, parece que a cada página la novela está empezando de nuevo: como si estuvieras tanteando la manera de atacar esa historia familiar. ¿Es deliberado?
No lo había pensado, pero supongo que tiene que ver con que hay muchas formas de empezar a atacar una historia familiar. Después de todo, el inicio de una historia suele ser un punto un poco arbitrario. En esta novela no hay una cronología causal que explique todo, sino que son muchos hechos que se van entrelazando. Leerla es como husmear en un álbum fotográfico ajeno. De a poco, y con cierto desorden, uno se va haciendo una idea de cómo fueron las vidas de esas personas.
En el primer fragmento la narradora cuenta que descubre una nota de suicidio de su madre escrita muchos antes. Imagino que en el trabajo de construcción del libro, al ser una novela hecha de fragmentos, el montaje sería de lo más costoso del proceso.
¡Totalmente! Cuando terminé de escribir la novela, imprimí cada fragmento en una hoja y los puse a todos sobre el suelo del living. Fue como intentar armar un puzzle de más de 150 piezas para el que no tenía referencia. No era fácil definir un orden definitivo, porque las opciones eran muchísimas. Sin dudas, fue lo más difícil del proceso.
La novela, como decíamos, comienza con el hallazgo de la nota de suicidio, pero para explicarla –o quizá para comprenderla– se va abriendo a la historia familiar, que es aparentemente como todas y al mismo tiempo singular.
En el último tiempo, me di cuenta de que todas las familias se parecen más de lo que creía. Antes de publicar la novela, la historia me parecía muy particular, pero a medida que el libro fue encontrando lectores, noté que mucha gente se identificaba con ella. Por supuesto, tiene rasgos propios, como el hallazgo de la nota de suicidio, que es el disparador de la historia. Cuando la hija lee esas palabras de despedida, que su madre escribió hace tanto tiempo, nace en ella el impulso por entender qué la llevó a esa situación límite.
Uno de los personajes más contundentes del libro es el abuelo Amantino, depresivo y violento, bastante duro pero vulnerable también. En la novela dices que no llegaste a conocerlo…
No lo conocí porque se murió poco antes de que yo naciera. Mi madre me hablaba de él desde que era chica y en esas historias solía estar rodeado de cierto halo de perversidad. Cuando empecé a escribir la novela, quise entender un poco mejor quién era. De hecho, fui al hospital psiquiátrico donde él había estado internado, para ver si podía acceder a su ficha. No pude conseguirla (probablemente ya ni existe), pero ahora creo que eso no era tan importante. Más que su diagnóstico psiquiátrico lo que más habla sobre él es la huella que dejó en quienes lo conocieron.
Debimos ser felices cuenta una familia, pero el eje central son tres mujeres: la hija, la madre y la abuela. Y es también un libro sobre las herencias no materiales, las cargas que comparten, las complicidades y los reproches.
Sí, esas herencias me interesan mucho. Es raro pensarlo, pero incluso podríamos encontrar pistas de quiénes somos en antepasados que no conocimos. La novela está atravesada por la fuerza de esa herencia simbólica. Hay una búsqueda constante de ir hacia atrás para encontrar las respuestas de quiénes somos hoy. Por supuesto, es un camino que está lleno de trampas y de ambigüedades, y la protagonista lo sabe. Por eso, con cierta resignación, en las últimas páginas se pregunta: ¿cuántas generaciones hay que retroceder para empezar a culpar o a justificar?
La idea de la muerte, de la que se dice en la novela que es “tener moscas sobre la cara”, está muy presente en el libro, primero como amenaza y coqueteo, después como hecho. Pero también es la muerte lo que dispara la frase que dice la madre y da título a la novela, ese “Debimos ser felices”…
La muerte es disparadora de un montón de cambios. Transforma, sobre todo, cómo vemos nuestra propia historia. Eso le sucede a la madre y a la abuela de la novela, que sienten mucha nostalgia por el pasado perdido, aunque ni siquiera sus vidas hayan sido tan plácidas y felices. Es algo que imagino que nos pasó a todos: después de la muerte de un ser querido, nuestro pasado suele parecernos más dulce, incluso más de lo que en verdad era.
Cierras el libro con una especie de epílogo en el que te preguntas si tal vez has sido injusta con la semblanza de la madre. ¿Has obtenido respuesta?
Al escribir sobre mi familia sabía que corría el riesgo de ser injusta. Sobre todo, porque pensaba a los personajes en función de la historia. En este caso, me inspiré en la faceta más oscura de mi madre y la otra parte, la más noble y cariñosa, la dejé un poco de lado. Esa aclaración aparece al final, me parecía importante agregarla. Igual, más allá de esos recortes propios de la ficción, creo que hice un pequeño acto de justicia al contar su historia y, además, al hacerlo sin juzgarla demasiado.