El gobierno mexicano le dio los santos óleos a la Iniciativa Mérida. Con el diálogo bilateral del pasado viernes 6 de octubre y el anuncio del llamado “Entendimiento Bicentenario”, se nos informó sobre la destrucción de uno de los horrocruxes del calderonismo. Sin temor a ser disonantes con lo que en realidad sucede en nuestro territorio, funcionarios y propagandistas nos anuncian que la era del militarismo financiado desde Estados Unidos ha terminado.
Lo cierto es que el discurso contra la Iniciativa Mérida no es más que la reiteración de una narrativa antiestadounidense que nos exculpa de nuestras propias responsabilidades. Durante tres años, el gobierno mexicano se ha dedicado a desmantelar las capacidades civiles de seguridad y abandonar los procesos de reforma policial y de justicia, y no ha hecho nada en particular para intervenir con política social en regiones violentas o para cambiar la política de drogas.
No obstante, hoy nos dice que la gran transformación vendrá de la diplomacia.
Será en el siguiente año fiscal cuando veamos de qué tamaño es el cambio de las prioridades presupuestales que en materia de seguridad tiene Estados Unidos con México. Es algo que se decidirá, en última instancia, en el Congreso norteamericano, el cual, en el marco de sus propias discusiones sobre la deuda y la reactivación económica, podría incluso aprovechar “la muerte” de la Iniciativa Mérida para reducir su asistencia financiera hacia nuestro país y, por lo tanto, su corresponsabilidad en la materia.
Pero pensemos que le hacen caso al canciller mexicano y abren la puerta a un replanteamiento profundo de la asistencia en seguridad. El problema es que México no tiene claras cuáles son sus prioridades en esta materia. El discurso de la cancillería se queda vacío frente a la política del gobierno que representa. ¿En qué vamos a pedir que los estadounidenses inviertan? ¿En promesas huecas? ¿En hipotéticos programas de seguridad pensados desde la Secretaría de Relaciones Exteriores, pero que tendrían que ser ejecutados por una inexistente Secretaría de Seguridad o una sobresaturada Secretaría de la Defensa Nacional?
Al menos, los gobiernos anteriores tenían claras sus prioridades y la Iniciativa Mérida respondía a ellas. Acompañó la estrategia bélica del calderonismo con el acceso a mayor equipamiento y capacidades coercitivas para las instituciones federales. Pero también lo hizo con recursos para políticas integrales cuando el gobierno mexicano así lo quiso. Estados Unidos destinó una cuantiosa cantidad de dólares, provenientes del Departamento de Estado, para implementar la reforma hacia el sistema de justicia penal acusatorio en México, y otros millones a programas de prevención como Todos Somos Juárez, una de las pocas intervenciones exitosas que se han hecho en México.
Los dólares estadounidenses son paliativos frente la paupérrima inversión que nuestro Congreso otorga al tema de seguridad y justicia, pero su flujo requiere de políticas tangibles de este lado de la frontera, no solo discursos. El canciller Ebrard podrá tener todas las reuniones que quiera; crear y exorcizar acuerdos bilaterales, incluso solicitar un replanteamiento de los apoyos norteamericanos, pero el gabinete civil de seguridad no tiene con qué respaldarlo: durante tres años, no ha construido una agenda de política pública en la materia y menos lo hará en el último tramo de este sexenio.
En México, la pelota de la seguridad ya se juega en otra cancha: la de la Sedena, donde la mente está en lo operativo, no en el diseño e implementación de políticas. Y ahí, el replanteamiento de la Iniciativa Mérida tiene poco que decir: desde hace años, el Departamento de la Defensa estadounidense otorga cuantiosos apoyos de forma directa a los militares mexicanos. Hablamos de más de 50 millones de dólares anuales que se utilizan para equipamiento y capacitación de las fuerzas armadas mexicanas.
Desde la creación del Comando Norte (que incluye a México y Canadá en la política de defensa estadounidense), la relación entre nuestros militares y los vecinos es cada vez más sólida. El Ejército hace su propia diplomacia y ha construido una relación directa con el Pentágono que va más allá de la cancillería. Así que sus recursos desde Estados Unidos están asegurados. Dado que el gobierno de López Obrador les ha entregado el absoluto control de la agenda de seguridad pública, dichos recursos significan, en los hechos, seguir financiando acciones coercitivas. Poco importan los cambios en la Iniciativa Mérida o las buenas intenciones del secretario Ebrard frente a esta realidad.
Lo que en todo caso puede suceder es que la administración de Biden aproveche la puerta que abrió la cancillería mexicana para impulsar su propia agenda: enfocar recursos en el control fronterizo bajo el pretexto de combatir el tráfico de armas y de personas, para en realidad dedicarlos a contener la migración y la entrada de fentanilo. Incluso podrían redirigir presupuesto antes destinado a México y utilizarlo en territorio estadounidense para la atención de la crisis de salud que enfrentan en materia de adicciones. Algunos apoyos se irán a la Fiscalía mexicana o la Unidad de Inteligencia Financiera para capacitaciones y reforzar herramientas de inteligencia; nada nuevo. Lo mismo para seguir fortaleciendo la colaboración antiterrorismo. Mientras no haya un viraje serio en el enfoque de seguridad desde México, el impacto de la asistencia estadounidense va a ser secundario.
Marcelo Ebrard ha buscado ocupar el vacío civil que hay en el campo de la seguridad para tener una agenda doméstica que sirva a sus ambiciones presidenciales. Lo hizo con el tema de las armas y ahora con la Iniciativa Mérida. No faltará quien caiga y se ilusione nuevamente, pero basta con voltear a ver unas cuantas regiones del noroeste y sur del país para entender que la guerra sigue y que el “cambio de enfoque” no es más que pirotecnia diplomática.
Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.