Apenas pagué la adolescencia pródigo abandoné la casa paterna hacia la capital. Sobreviví unos años bajo la línea de la pobreza en una prolongada mudanza: de la casa de la tía caritativa a la del amigo solidario, arrinconado en camas provisionales, cargando mis calcetines, mi disco de Bob Dylan y mis pocos libros doctos en una caja de cartón aromada de lejía.
Una de las ocasiones en que andaba desamparado, Huberto Batis, que era mi maestro –estaba recién divorciado y poseía una casa grande en Tlalpan–, me facilitó un cuartito generoso. Fue formidable, pues había una rica biblioteca, lo visitaban escritores que admiraba (como mi querida Inés Arredondo) y acogía un seminario sabatino en el que algunos alumnos selectos discutíamos teoría literaria mientras engullíamos tortas de pierna.
A esa casa llegó también el pato. Quizás las hijas de Huberto lo habían merecido en alguna kermés escolar. Piando, mínimo y dorado, navegaba en el fregadero con tal audacia que ameritó llamarse Agamenón, como el argonida. Contra lo que acostumbran esos patos-premio, propensos a la temprana muerte, Agamenón se esponjó hasta ser un pato blanco cabal: correteaba el jardín como una almohada autónoma, se sentaba en los escritores, navegaba en una tina, graznando trompetazos dignos de Mahler.
Sucedió en ese entonces que cayó sobre Tlalpan una tromba famosa. Un tsunami vertical de lodo, granizo, trozos de magueyes y nopales, con mortandad de gente, cerros desgajados, daños a la agricultura y a la ganadería y todo eso. El barrio no escapó de sus estragos y el jardín, el sótano y el primer piso de la casa, se inundaron tanto que el gobierno nos declaró damnificados y nos regaló un cobertor y una sopa. Libros y cuadros flotando en el lodo, muros salpicados, la catástrofe. Recuerdo a Juan José Gurrola y Juan García Ponce –a quien hubo que meter por la terraza, con todo y silla de ruedas– mostrando su solidaridad tomándose unos güisquis.
Como la casa estaba en una loma, los bomberos calcularon drenar el agua por gravedad, abriendo un boquete en la barda del jardín colindante, para que fluyera hacia un eventual desagüe. Y así fue que, con la anuencia del vecino, procedieron a la horadación. El único beneficiado por la tromba, Agamenón, que navegaba por su océano accidental, creyéndose la gran cosa, sorteando magueyes náufragos o el cadáver de algún chivo, observó el descenso de las aguas con supongo que melancolía.
Bueno, pues el vecino aquel tenía un horrible perro descomunal y canalla, de esos tan malos que parecen gente, que le declaró al pato una instintiva guerra sin cuartel. El boquete en el muro era apenas suficiente para que metiera el hocico babeante y ladrante, con gran exhibición de histeria y colmillos. Y Agamenón, que nunca antes había visto un perro, lo miraba fascinado: un solo cuac, astutamente graznado, provocaba una hora de ladridos, tarascazos y lluvia de babas que el pato observaba con desdén, guardando una prudente distancia.
Hasta el día en que, como era previsible, guardó mal la prudente distancia. El perro lo alcanzó y el pobre pato, luego de atroces sacudidas y jalones, dejó el pico entre las furiosas fauces del cánido (como dicen ahora las personas educadas, y aun los periodistas).
El perro atroz se retiró con su despojo de guerra en el hocico y Agamenón se desmayó dramáticamente. Mercedes, una catalana bastante operática, que era la novia de Batis y que amaba a los animales, soltó algunos alaridos de troyana. Luego le metió diligentemente la cabeza en algún desinfectante (al pato), le asestó un masaje y le dio respiración artificial de boca a… a hoyo, pues donde antes hubo pico ahora quedaba apenas un francamente hoyo, lleno de nada.
Y logró revivirlo. Mas el pobre Agamenón, antes tan orondo, era ahora un diminuto globo aerostático, un animal como alucinado por Duchamp: el foco de plumas. Había que darle de beber con un gotero y deslizarle al gañote cereal pulverizado por medio de un cucurucho, y cuando por fin estaba satisfecho soltaba un conato de graznido que salía inaudible de su hoyo, aventando nubecitas desinfladas de pinole.
Batis anunció ruidosamente que lo que procedía era comerse de una vez a quien comenzó a tratar de el pinche pato mientras aún tuviera algo de pechugas. Mercedes advirtió que quien osase tocar al pato ya podía darse por muerto, pero, como vio que Batis se preparaba para el desigual combate, optó por raptarse al pato y llevarlo al Zoológico de Chapultepec donde pidió para él un asilo político que, lamentablemente, le fue denegado. Entonces lo lanzó por encima de la barda al estanque de los patos que, claro, habrán procedido a discriminarlo por ilegal y por tener habilidades diferentes etcétera.
La historia es boba, sí, pero tiene un final justiciero. El miserable perro del vecino se enfermó gravemente. Descubrieron que tenía atorado el pico de Agamenón en la tráquea. No se murió, por desgracia, pero nunca más volvió a ladrar a las dos de la mañana.~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.