El alboroto por el fin del mundo, supuestamente agendado por los mayas para el pasado diciembre, y que fue cancelado –aparentemente– por fuerzas de causa mayor, incluía entre las muchas versiones de su instrumentación el retorno, en carne y hueso, de las viejas deidades de esa cultura. Esto, predeciblemente, se presentaba como un atractivo.
Revivir dioses, en la imaginación y la literatura, es casi tan viejo como los dioses mismos. Emparenta con la tradición romántica que se defendió de la orfandad cósmica dejada por la Ilustración con la nostalgia del mundo clásico. A mediados del XIX, Hölderlin observó a los dioses en su exilio, decepcionados de los hombres e indiferentes a sus cuitas. Lo hizo en “Pan y vino”, la divina elegía que tanto impresionó a Heidegger (y a Paz, que la glosa en El arco y la lira para llegar a la misma conclusión: “andamos perdidos entre las cosas”). “Pan y vino” pudo ser el origen del famoso texto de Heine, Los dioses en el exilio que, condenados al ostracismo, se ganan el pan con el sudor de su frente y beben cerveza en vez de ambrosía: Apolo cuida vacas en Austria y Dionisos, cargado de penitencias, es un monje al que horroriza el Cristo crucificado. En esa fuente beben ansiedad teológica Walter Pater (el maravilloso “Apolo en Picardía”), obviamente Nietzsche, y después Wagner, Rilke, Nerval, Lawrence, Breton…
El reciclaje de dioses caducos tuvo un exponente meritorio en México, José Juan Tablada, que publicó en 1924 una novela bastante kitsch y divertida: La resurrección de los ídolos (“novela americana teosófica-psicoanalítica-intuitiva”; hay reedición reciente en la UNAM). Es una puesta en escena posrevolucionaria, algo eugenésica, del conflicto entre el creativo Quetzalcóatl europeizante y el destructivo Tezcatli- poca aborigen. Sobre una anécdota baladí de trasfondo, los dioses brotan literalmente de un volcán: entre llamaradas y olas de chapopote, los gigantescos cuanto espeluznantes Tezcatlipoca y Coatlicue avanzan cimbrando el suelo, como unos Godzillas con penachos, repartiendo mandarriazos entre sus conciudadanos.
La novela de Tablada apareció dos años antes que La serpiente emplumada de Lawrence (de hecho Tablada insinuó el plagio). En la novela de Lawrence, los dioses no son lanzados por un volcán, sino que salen nadando (of all places) de la laguna de Sayula. Uno de esos dioses se le aparece a una campesina y le dice: “The Gods are returning to Mexico!” La campesina, huelga decirlo, no vuelve a ser la misma. En la novela de Tablada el protagonista es un mexicano asesorado por un arqueólogo anglo; en Lawrence, la heroína Kate es anglo, asesorada por un arqueólogo mexicano. El mexicano duda de si su amor es la mestiza Paz o la india Consuelo; la inglesa duda sobre si dar su amor y lo que se ofrezca al culto arqueólogo o al telúrico general Cipriano Viedma. El personaje de Tablada funda un movimiento quetzalcoatlista para revivir dioses y mandarlos de diputados. El historiador de Lawrence es la reencarnación de Huitzilopochtli. En ambos casos, abunda un raro protofascismo nacionalista, politeísta y antiyanqui bastante simple.
Que los antiguos dioses volviesen por sus fueros era una ocurrencia atractiva que podía funcionar para explicar las vicisitudes de la nacionalidad maltrecha. Creo que es lo que tenía en mente Paz cuando en 1944 dice que está escribiendo “una semi-novela”. Es la novela que sería la “interrogación a la historia de México” que años más tarde dice haber destruido porque era muy mala, “un pastiche de Lawrence”. Ya me referí hace poco, en Letras Libres, a esa novela frustrada (“Octavio Paz: cartas de Berkeley”, noviembre de 2011) cuyo propósito era “inventar el México que yo conocía”, un México “enterrado”, simultáneo al de la mascarada moderna y revolucionaria. Paz se percató de que lo que escribía era un ensayo, no una novela, y el texto acabó como El laberinto de la soledad.
Paz siempre creyó en La Diosa, viva en el centro de su mística y su poesía. Otros dioses –griegos, hindúes, mesoamericanos– asoman de pronto las testas en poemas y ensayos. En cierta forma, creía que los dioses enterrados buscaban nuevos avatares y sabía, como Novalis, que “donde los dioses han muerto, nacen los fantasmas”. En su visión de México presentía una continuada disputa entre “el ascético Quetzalcóatl y el feroz Huitzilopochtli”, por lo que en 1968 concluyó que la matanza fue el desenterramiento mítico del autoritarismo azteca (que le parece “la maldición de México”). En el presidente asesino reencarna el sacerdote de Huitzilopochtli, pulsión política que describe en su Postdata a El laberinto de la soledad.
Carlos Fuentes, claro, desentierra dioses en La región más transparente, novela tan laberíntica y solitaria. Ixca Cienfuegos, que cree que “nuestros dioses estaban escondidos”, propicia un desenterramiento que lo convierte en casi un pastiche de los personajes de Tablada y Lawrence que reviven dioses con respiración de boca a boca.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.