Si escribo “iba yo a comprar el pan”, el corrector de mi ordenador me conmina a la elipsis del sujeto. Que a la revolución tecnológica seguiría la castración del ego no es ninguna sorpresa, pero qué insolencia la de este algoritmo que viene a enmendar a Umbral. El caso es que iba yo a comprar el pan. Y sin paraguas, porque nadie espera nunca que llueva en Madrid. Pero llovía.
Mi amigo Gonzalo se había quedado sin existencias en el mesón y me había mandado al Híper Usera a hacerme con seis pistolas. Era ya tarde, solo quedaban dos barras, y otra más pequeña. Dos y media. En la cola del súper me precedían una señora latinoamericana y su hijo, que iba disfrazado de algo espantoso con ocasión de Halloween. La mujer estaba dejando los yogures en la cinta de la caja sin prestar demasiada atención al niño, que, con las manos cargadas de dulces y un gesto muy serio, le explicaba a su madre: “Mamá, tengo ganas de que lleguen ya la Navidad y los Reyes”.
Hay revelaciones que una no espera que la golpeen mientras hace la compra. Así que me volví y lo miré con una sonrisa, más bien una risa, que censuró mi mascarilla. Era viernes por la noche, comenzaba un puente que sería chorreante, pero surtido de chocolates y chucherías. Sin embargo, aquel chico ya aguardaba con impaciencia la próxima fiesta. Y ese apetito por el mañana, cuando todavía no se han consumido las golosinas de hoy, condensa el espíritu de una época. De la nuestra.
Imagino al niño el día de Reyes, sentado dentro de un corro de juguetes, envoltorios de regalo y cajas de cartón, confesando a su progenitora que no ve el momento de que lleguen las vacaciones de verano. Todo lo que queda en medio de esos dos eventos, las provisoras pascuas de invierno y la molicie estival, solo es un entreacto menguante, molesto y repleto de deberes: el “material de relleno” de los años, por renovar la sentencia que Kojeve urdió con Hegel para la historia después de Napoleón.
El carácter de nuestra época nos invita al vértigo, pero también el cambiante clima parece conspirar por la aceleración del tiempo. El domingo celebré una comida familiar en mi terraza, en mangas de camisa, y aun tuve que desplegar las capotas, adargas contra los afilados rayos del sol de noviembre. Pero esta misma mañana de martes los coches aparcados en la ribera del parque Calero almacenaban escarcha en el techo, y alguno no arrancaba. ¿Qué fue del entretiempo?
Este desconcierto no solo atribula a niños y humanos más crecidos, también se observa en otras zoologías. Hay cigüeñas que ya no migran, ¡incluso en Burgos! Total, deben de pensar, la templanza está a la vuelta de la esquina. Y cada vez más insectos nacen a deshora. A los olmos de la Avenida Donostiarra les cuesta un triunfo sacudirse los escarabajos que engullen sus hojas, y solo lo consiguen al precio de desprenderse de ellas. Pero también a esta desnudez llegan ahora tarde los árboles caducifolios.
El otro día, por ejemplo, se nos metió una mosca en casa. En el verano de Retuerta estos dípteros son irritante legión, pero la mosca de otoño extraña este mundo de temperaturas veleidosas y vida solitaria. Me he dado cuenta de que busca la compañía. Se posa en el espejo del baño cuando me cepillo los dientes, se monta en la grupa de las perras que sestean en el sofá y cruza por delante de la tele mientras Jorge y yo vemos Narcos. Hemos decidido que puede quedarse con nosotros. Haber nacido a destiempo merece alguna compasión y además su biografía habrá terminado antes de que los roces y las respectivas manías puedan agriar la convivencia. En cualquier caso, Lana se la quiere comer.
El XXI es el siglo de la identidad. De la identidad de género, de los vinos con identidad y el cine con identidad; el figón más cochambroso tiene identidad y tiene una rotunda identidad tu barrio y hasta tu canario. La publicidad te enseña el coche que necesitas, pero ya no te habla de caballos de vapor: fíjate qué identidad. Solo el entretiempo parece contradecir esta general progresión identitaria con su triste excepción.
El otoño es apenas la antesala de una Navidad que, llegando antes cada año, nos parece que siempre se retrasa demasiado. Así, los pequeños la convocan llegando Halloween, como aquel del Híper Usera; y los adultos aun más temprano, bien pertrechados de Lotería del Niño recién despedido septiembre. Hace un mes que papá me urge a que compremos decoración navideña y, en su eterno retorno, Twitter discute de nuevo si es o no pronto para que las grandes ciudades hayan colgado las luces. También yo me confieso: hace dos fines de semana que desayuno panettone.
Pero el entretiempo no solo se desangra por su otoño, también lo hace por una primavera que no es más que el largo anuncio de un verano cuya distancia se mide, como la de sus tormentas, mirando la luz, aunque no sea la del relámpago. Una ve crecer los días como quien mira crecer una prometedora cosecha, con un entusiasmo que engorda cada jornada, hasta que llega la noche de San Juan y la invade una inefable tristeza. Pues a cada día sucederá ya, irremediablemente, otro más corto, y no importa si las vacaciones aún no han comenzado. Porque, mientras las vacaciones se acercan, son un excitante “casi”, un “pronto” preñado de potencia; pero cuando por fin llegan son, todo lo mejor, un “todavía” perecedero y apremiante. Qué encontrado sentimiento, vivir en los adverbios.
Sin embargo, no se prolongará mucho la congoja; enseguida veremos asomar una Navidad flamante tras el malogrado verano. Y me parece bien así. No me malinterpreten, que no desdeño el entretiempo, al contrario: me esmero en retratarlo con la cámara y coleccionar sus vestigios, porque en el paso de las estaciones se registra la cumbre de la belleza del mundo. Pero vivo deprisa, lo admito, y jamás concedo una siesta porque nadie me restituirá ese tiempo. Un tiempo que luego malbarato sin remedio, claro, pero que prefiero despilfarrar despierta. Como en este largo texto. En realidad, solo quería decir lo que ya explicó mejor un niño, la noche de Halloween, en la cola del súper: que yo también estoy deseando que llegue la Navidad.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.