Luigi Amara
La escuela del aburrimiento
México, Sexto Piso, 2012, 288 pp.
Aventuro una hipótesis: salvo las honrosas aunque escasas excepciones que confirman la regla, la novela ha perdido lustre y vuelo literario en el México de hoy día debido a que el novelista se ha dejado hechizar y llevar por espejismos editoriales que, en mi opinión, no tardarán demasiado en desvanecerse. Esta situación, a la que en buena medida contribuye la proliferación de premios de novela con estímulos económicos que van de lo convencional a lo desmesurado, ha permitido que la mejor escritura –esa que no se preocupa por la fama efímera ni por la retribución monetaria instantánea– se desarrolle en otros dos ámbitos prosísticos que los editores suelen temer cuando no rechazar abiertamente: el cuento y el ensayo. Tan solo en 2012 he podido constatar que la apuesta y el riesgo están dando frutos magníficos en el terreno del ensayo mexicano gracias a tres títulos lanzados con meses de diferencia: Insolencia. Literatura y mundo, de Guillermo Fadanelli; Libro de las explicaciones, de Tedi López Mills (ambos publicados por Almadía dentro de su colección ensayística recién inaugurada), y La escuela del aburrimiento, de Luigi Amara, quien ya había mostrado pericia para deambular por el género de Montaigne en los volúmenes El peatón inmóvil (2003) y Sombras sueltas (2006). Seis años después de capturar las sombras más bien luminosas de autores que lo han marcado en distintos niveles, algunos de los cuales pasaron de ser recurrencias a auténticos hogares donde respira a sus anchas –menciono a tres que vuelven a aflorar: Fernando Pessoa, Robert Louis Stevenson y Robert Walser–, Amara (ciudad de México, 1971) se aboca a una tarea inquietante: realizar un autorretrato escritural –o, si se prefiere, una indagación literaria y filosófica a partir de sí mismo– siguiendo tanto el lema especular aplicado por Montaigne en sus Essais (“Es a mí a quien pinto”) como la ruta siempre vaga, siempre llena de brumas existenciales, del aburrimiento. A Oceanografía del tedio (1918), libro extravagante de Eugenio d’Ors del que se sirve como uno de varios faros, Amara contrapone una meticulosa espeleología del tedio; armado con una linterna legada antes por Séneca que por Diógenes, baja a la garganta del aburrimiento –una imagen trocada en ritornello más que en leitmotiv a lo largo del libro– para examinar los mecanismos internos de esa hidra contra la que “todas las espadas son romas”. Este descenso para nada adormecedor –al contrario: hay un pulso narrativo que aceita los rieles por los que corren ideas reveladoras y epifanías ensayísticas– se vislumbra detonado, aunque sea de modo oblicuo, por la llegada a la mitad del camino de la vida o por la crisis de la mediana edad, para usar palabras menos dantescas y más contemporáneas. (La fusión sagaz de tradición y modernidad es uno de los logros mayores de Amara: “Definitivamente es poco recomendable salir de shopping con Schopenhauer”, asienta como para ilustrar lo anterior.) El propio autor se pregunta, con el filo irónico que cruza su inspección del sistema de cuevas que es el aburrimiento: “¿Y si cada página de este libro no fuera más que […] un elenco de justificaciones y traumas de ese malestar conocido como crisis de la mediana edad?” Como ocurre en los buenos ensayos, las respuestas están en otra parte, o lo que es igual, más lejos de lo que aparentan.
Se desprenda o no de un instante crítico, La escuela del aburrimiento se propone y consigue una puesta en crisis del concepto de entretenimiento como antídoto eficaz contra el tedio: “La ansiosa batalla que se libra en todos los rincones contra el aburrimiento es la mejor prueba de su apogeo […] Cada vez estamos menos capacitados para soportarnos a nosotros mismos.” Dividido en tres secciones, una estructura que comparte con la Divina Comedia –no puedo evitar otra analogía dantesca: en su hábil exploración del aburrimiento Amara transita con claridad por un infierno y un purgatorio para arribar a un dudoso paraíso–, el libro se asume como una cámara de resonancia donde se escucha sobre todo el eco de tres voces esenciales: Michel de Montaigne, Blaise Pascal y Charles Baudelaire. Las habitaciones físicas o metafísicas de este trío imbatible ayudan a que Amara diseñe su propia habitación para aislarse y pasar una temporada consigo mismo: una cuaresma desprovista de prótesis tecnológicas y planeada para coexistir con el cuerpo desnudo del yo. Durante esos cuarenta días de incomunicación, convertido en espeleólogo de sus propias cavernas, el autor mira el abismo del tedio para verificar nietzscheanamente que el abismo le devuelve la mirada. “El que conoce el arte de vivir consigo mismo ignora el aburrimiento”, decía Erasmo de Rotterdam, y Amara parece sumergirse en el encierro –la noción de inmersión está apuntalada por la presencia tutelar del capitán Nemo de Julio Verne– para cotejar y a la vez impugnar esa sentencia. Al cabo de este experimento de reclusión en el que se hace acompañar de diez escritores nodales –entre otros Séneca, uno de los filósofos que más luz arrojan en la penumbra del hastío–, y durante el que trama una genealogía de la “gran cauda saturnina de malestares” encabezada por la acedia, la melancolía y el tedio, el ensayista reemerge al mundo exterior para confrontarlo con los cambios operados en su mundo interior. Y qué mayor exterioridad para tal confrontación que Las Vegas, esa “ciudad despojada de todo peso ontológico” a la que Luigi Amara se desplaza para dar forma a algunas de las mejores páginas del volumen –páginas que remiten al Jean Baudrillard más perspicaz, por ejemplo el del díptico integrado por América y Cool memories– y para comenzar a cerrar un viaje que llega a buen puerto con un análisis agudo de los postulados de la Internacional Situacionista y un retrato preciso de la figura hondamente superficial o superficialmente honda de Andy Warhol. De la torre de Montaigne en la Dordoña a la copia de la torre Eiffel en el desierto de Nevada, La escuela del aburrimiento traza un itinerario que evidencia que, al menos en ocasiones, salir de shopping con Schopenhauer puede redundar en un periplo estimulante.
[Y además considero que el Premio FIL 2012 no se debe entregar a Bryce.] ~
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.