¿Podemos ser felices aunque no contemos con los antiguos “ganchos celestes”? ¿Podemos prescindir de conceptos como alma, libre albedrío o inmortalidad? La ciencia moderna ofrece respuestas sobre el mundo natural, pero parece incapaz de acabar con la ansiedad que genera la aparente falta de sentido de la vida.
Investigadores como Jonathan Haidt (The Hapiness Hypothesis) o Paul Thagard (The Brain and the Meaning of Life) piensan que el conocimiento, la realidad, la moral y el sentido de la vida –inquietudes básicas que han ocupado el pensamiento de los humanistas de todos los tiempos– se ven ahora con mejor luz bajo el prisma de la ciencia, particularmente las neurociencias. Ese acercamiento a la verdad, piensan, es el que nos compensa. He aquí el camino que recorren. El paso crucial es el reconocimiento de que las mentes son cerebros operativos.[1]
¿Qué es la realidad y cómo la conocemos?
Platón asumía que las creencias llegaban a través del pensamiento puro, gracias a la habilidad de las almas para captar las formas ideales. Pero si las mentes son cerebros y no almas y si los conceptos son procesos neurales más que entidades ideales, entonces los razonamientos a priori han de ser falsos. Si existieran las creencias a priori, tendrían que estar basadas en ideas innatas, conceptos que traemos al nacer. Naturalmente, es posible que las personas tengan conceptos que hayan aparecido a través de la evolución porque han hecho más exitosos a los organismos para reproducirse y sobrevivir. Pero esas ventajas evolutivas no implican que los conceptos sean algo más que aproximaciones útiles a la realidad. Ni que las creencias que se deriven de ellos sean ciertas. Por ejemplo, los bebés nacen con conceptos del espacio que resultan consistentes con las aproximaciones de la geometría de Euclides, pero la teoría general de Einstein implica que el espacio no es euclidiano. Puede ser muy útil nacer con la creencia innata de que las serpientes son peligrosas pero, incluso si podemos generar argumentos a priori con los que casi todos estaríamos de acuerdo, no podemos confiar en ellos en ausencia de un mayor espectro de evidencia disponible para los científicos de hoy. La filosofía llega a sus conclusiones de manera apriorística, que es previa a la experiencia de los sentidos y a la que solamente se puede acceder a través de la razón. Esas conclusiones no son mejores que el pensamiento de base religiosa y tienen que ser sustituidas por argumentos vinculados a la evidencia contrastada. Tanto la fe como la filosofía apriorística son incapaces de defendernos de las distorsiones creadas por el “sesgo de confirmación” (tendencia a investigar o interpretar la información de tal suerte que confirme nuestras preconcepciones) y la “inferencia motivada” (tendencia a sesgar nuestras inferencias a partir de nuestros objetivos o creencias).
La realidad consiste en los fenómenos y procesos firmemente establecidos por la ciencia que, mediante teorías apoyadas por hallazgos derivados de observaciones y experimentos replicables, genera razonamientos sustentados en pruebas. Esto es: la realidad es aquello que puede ser descubierto utilizando los instrumentos de la ciencia.
¿Y la moral?
Si el naturalismo debe ser el gran aliado de la filosofía para establecer nuevas teorías sobre la realidad, ¿cómo abordamos la moralidad cuando, a partir de Platón, la mayoría de los filósofos han sostenido que la ciencia no puede proveer de razones a las cuestiones filosóficas más profundas, especialmente las que tienen que ver no solo con cómo es el mundo sino con cómo debería ser?
¿Qué hace que nuestras acciones sean buenas o malas?
El cerebro integra percepciones corporales con apreciaciones cognitivas para experimentar una amplia gama de emociones que son cruciales para la acción y que también influyen fuertemente en las inferencias que hacemos y cómo las hacemos, para bien o para mal. Decir que las emociones son procesos cerebrales no supone quitarles su valor de niveles de explicación interconectados como los sociales, psicológicos o moleculares relacionados con la conducta emocional. El pensamiento debe integrar el conocimiento y la emoción para ser plenamente efectivo. La conciencia emocional es la base para tomar decisiones con sentido y elaborar juicios morales. Los juicios morales son producto de procesos neurales de la conciencia emocional que están relacionados con algunos innatismos.[2]
Las intuiciones morales pueden parecer apreciaciones directas sobre qué esta bien y qué esta mal, pero son de hecho procesos cerebrales muy complejos que se originan a partir de experiencias evolutivas, personales y formativas. Las conclusiones normativas sobre el sentido de la vida y sobre los derechos humanos pueden estar sustentadas en la evidencia psicológica y biológica concerniente a las necesidades vitales.
¿Es la vida algo que merezca ser vivido?
Camus decía que el único problema filosófico serio es el del suicidio. Por un lado, ¿por qué no matarse, no acabar con el vacío? Por el otro, ¿hay algo que pueda darle a la vida algún sentido?
Algunos investigadores se proponen aliviar y presentar una pintura plausible de cómo las mentes aprehenden la realidad, deciden eficazmente, actúan moralmente y llevan vidas enriquecidas por objetivos que valen la pena. Paul Thagard, por ejemplo, sigue la estela de Martin Seligman,[3] para quien el amor, el trabajo y el juego proveen buenas razones para vivir y darle sentido a la vida. Se trata de que no nos interroguemos sobre el sentido de la vida como el escéptico que se pregunta de forma pesimista –y sabiendo que la respuesta es que no tiene sentido–, sino con una actitud constructiva que aporte respuestas informativas sobre los aspectos de la existencia que la hacen digna de ser vivida. Unas respuestas que sirvan para enfrentarse bien armados a la contundente aserción del filósofo francés. Así entramos en una vía para el conocimiento.
La sabiduría
Las cuestiones sobre la naturaleza del conocimiento y de la realidad son cruciales para conseguir respuestas sabias acerca de una moralidad y un sentido de la vida que son los pilares de esa sabiduría. Para poseer sabiduría y apreciar el sentido de la vida no es suficiente con conocer la realidad; también hay que saber qué aspectos de ella importan y por qué. La sabiduría sin el conocimiento está vacía. La sabiduría requiere la capacidad flexible de adquirir, abandonar o reevaluar objetivos. Las aptitudes de los cerebros para generar conocimiento a través de la percepción y la inferencia de la mejor explicación no bastan, hay que tener la capacidad de asignar valores a lo que se representa.
Si el sentido de la vida es el amor, el trabajo y el juego placentero, porque estos elementos aportan objetivos valiosos y coherentes, hay que luchar por ellos descartando antiguos paradigmas y vías inadecuadas como la religión, el nihilismo o la serenidad del que abandona el mundo. La revolución que reconoce las mentes como cerebros requiere que abandonemos conceptos como inmortalidad y libre albedrío. Pero las ideas éticas sobre el bien, el mal y la responsabilidad moral son pertinentes bajo una nueva luz. También la del “sentido de la vida”. Y este ya no dependerá de un “gancho celeste”, de una explicación supranatural, sino de nosotros mismos. ~
[1] Lo que actualmente se vive en las ciencias resultará en un cambio copernicano no basado en un nombre –como Darwin o Copérnico–, sino en los frentes de investigación, lo que Paul Thagard llama la Brain Revolution.
[2] Investigadores como Marc Hauser dicen que la adquisición de las normas morales específicas de nuestra cultura es “un proceso que se parece más al crecimiento de un miembro corporal que a la asistencia a la escuela dominical para recibir instrucción sobre vicios y virtudes”. Otros, como Patricia Churchland, piensan que las normas morales pueden basarse en innatismos pero también podría ser una solución común a un problema común, y que no hay suficiente evidencia.
[3] Psicólogo clínico y escritor americano que fue muy influyente en el campo de la llamada “psicología positiva”.
(Barcelona, 1955) es antropóloga y escritora. Su libro más reciente es Citileaks (Sepha, 2012). Es editora de la web www.terceracultura.net.