Zona franca de la fidelidad

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Es curioso que, tanto en español como en francés, un puerto sea el masculino de una puerta. La diferencia de género ha marcado usos y símbolos contrastados. Mientras el masculino trae a la mente la idea de refugio —es sinónimo de havre— y, por lo tanto, de protección para los barcos y sus tripulaciones, el femenino más bien sugiere la salida, la partida, un zarpar hacia espacios abiertos y fabulosos. En este enfrentamiento de géneros en una sola palabra, se vislumbra una zona fronteriza entre dos reinos, que, creo, da sentido a la primera parte del libro de José Luis Rivas: “Elevación de un puerto” y que, por ende, habría que concebir como una puerta batiente que comunicara a la tierra con el mar, y formara una sola franja fangosa, limo de la imaginación, para entrar y salir, o, mejor dicho, una zona franca donde se instaura un tercer reino, un interreino en mutua dependencia con los dos ámbitos reales.
     Por mor del mar es un libro original en su composición y su factura. Letras azules sobre papel biblia, no deja de evocar, a un tiempo, el mar y la piel: “Tu piel, hermana… papel de fina Biblia.” Inicia de una manera muy contenida, con una descripción casi técnica de las coordenadas de un puerto, de las faenas marítimas y de los movimientos de las materias y de los hombres. La precisión de los registros se antoja un instrumento de contención, una manera de enfocar el ojo, casi de adiestrarlo a cavar una realidad que parece estar a su alcance, como un ave de presa cala su víctima y se clava como dardo sobre ella. Sólo poco a poco el poeta irá cediendo y abandonándose al infinito que está más allá de la puerta batiente del puerto. Uno creería que José Luis Rivas construye sus poemas a la manera de los puertos: para impedir los desbordamientos y los naufragios de un lirismo cuya tentación sólo concede en tonos paroxísticos, como en “Una canción de polizón”. Su vocabulario es piedra y freno, precisión algo defensiva, como quien contempla la obra humana para dar una más justa medida al peligro y a lo desconocido, de los que así pretenden resguardarse los hombres. De momento, se trata del mar visto desde la tierra, como el que evoca Milosz en estos versos recopilados por Jaime García Terrés en sus 100 imágenes del mar:

Cuando el mediodía de los fuertes
      suene sobre el mar
     iremos a saludar a los constructores
      de muelles.
     Erguidos ante el sol y frente al mar,
     Ellos comen lentamente su pobre
      y noble pan
     Y sus perspicaces miradas van más
      lejos que las mías.

Y la mirada de José Luis Rivas no tarda en ir más lejos que estas construcciones que, si bien le agradan y lo seducen como todas las empresas marítimas, no le ocultan la irrisión de los propósitos humanos frente al poderío del mar. En un libro desigual y hasta a veces desilusionante, titulado El mar, Michelet apunta, como de pasada, una evidencia que podría resumir todo el drama del hombre con el mar: “Si nosotros necesitamos del mar, él no nos necesita. Prescinde holgadamente del hombre. La naturaleza parece poco necesitada de un testigo.” Allí residiría, a mi juicio, la dificultad de la postura del poeta frente al mar: su canto es irreductible al testimonio, porque el poder de sugestión del mar nunca podría expresarse por imitación, aunque le contagie la aspiración de alcanzar su absoluta y radical heterogeneidad. Precisamente porque el mar es libre de necesidad y de todo deseo, anhelamos su poderío, su soledad, su infinito. Sólo midiéndonos con la radical soledad del mar, podemos probar nuestra sed de lo que sería la verdadera libertad. Y en el verso de Jules Laforgue: “¡La mar, siempre la mar sin un instante de flaqueza!”, apreciar lo que José Luis Rivas celebra como “Arrojo el de los hombres que desdeñan / lo que tienen a la mano”.
     En Por mor del mar, José Luis Rivas recorre la distancia que separa la “Elevación de un puerto” hasta la frase final: “Limitado es el espacio que al hombre es concedido, el mismo que es otorgado ¡sin límite! a los pájaros.” Desde Tierra nativa, sabíamos que José Luis Rivas no es un testigo de la naturaleza, ni siquiera de su propia infancia, sino un constructor, un inventor de reinos que no están ni en la realidad ni en su pura imaginación poética, sino que se sitúan en esas zonas francas, comunicadas por las puertas batientes entre muchas realidades usualmente irreconciliables.
     La fidelidad es, sin duda, el rasgo mayor de la poesía y de la personalidad de José Luis Rivas. Una fidelidad en un sentido conradiano de la palabra y de la práctica, que tiene que ver con la integridad y un arte de servir a fines simbólicos, un mundo material minuciosamente restituido, hasta lograr, como se ha observado en Joseph Conrad, un equilibrio precario pero constante entre lo real y lo simbólico sin que uno peligre o viole al otro. Por mor del mar podría asumir esta lectura doble y simultánea, pero es verdaderamente deslumbrante cómo José Luis Rivas arraiga su poesía en una concreción, gracias a un empeño en fijar los nombres precisos de una realidad que se le vuelve como “una baraja de reminiscencias borrosamente superpuestas”. Nada es intercambiable, y da así a las palabras el estricto peso de su necesidad. Allí es donde no puede haber confusión: el poeta no es un simple transcriptor de recuerdos y experiencias: es un constructor bajo juramento de otro tipo de fidelidad.
     En Tierra nativa, José Luis Rivas aseguraba: “No es mi amor de esos que se dicen de una vez.” Por mor del mar es la prueba de que este amor sigue diciéndose, quizá porque José Luis Rivas es un poeta que tiene el arrojo de beberse el mar con tal de que crezca la sed. ~

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