Historia oficial
La crisis del imperio americano se ha visto rápidamente acompañada por el resurgimiento inesperado de otros imperios. La China desgarrada por Mao emprendió en la década de 1980 un vertiginoso crecimiento económico, aplicando la fórmula de capitalismo de Estado de Deng Xiaoping. En principio, renunciando a una proyección imperialista, pero esta no tardó en despuntar, para culminar en un diseño de hegemonía mundial bajo Xi Jinping. Por su parte, en medio de una crisis económica aún no superada, Vladimir Putin se suma al intento desde el poder militar heredado de la Unión Soviética. Y cierra nuestro triángulo el tránsito en Turquía del nacionalismo laico y modernizador de Atatürk al imperialismo islamista y neotomano de Erdogan.
Los antecedentes de los tres imperialismos resurgentes difieren entre sí, y otro tanto sucede con el contenido y los objetivos de sus proyectos hegemónicos. Coinciden, sin embargo, en la oposición a Occidente y sus valores, experimentando las respectivas fases de influencia europea como humillaciones, de las cuales ha de renacer –“el rejuvenecimiento” de Xi– la identidad esencial de cada uno de ellos. Una identidad de carácter étnico, ligada al supremacismo ejercido frente a minorías y adversarios. Su expresión en la historia fue la edad de oro de sus respectivos imperios: el zarista, el chino clásico y el otomano. La grandeza de los mismos se convierte en el fundamento del poder dictatorial de los gobernantes actuales y en la legitimación de su expansionismo militar.
Con el fin de que sea asumido por las respectivas poblaciones, el poder plantea la necesidad de elaborar una “historia oficial” enteriza, asumida en sus puntos centrales por todos los ciudadanos, de acuerdo con tres fases: imperio clásico, humillación, renacimiento triunfal (gracias al actual líder). En términos de Paul Ricoeur, estamos ante una memoria manipulada, al servicio de un esfuerzo de legitimación de los fines de un poder; esto es, ante una construcción estrictamente ideológica, dirigida a fijar una rememoración codificada, y también un olvido, en la conciencia colectiva de una sociedad.
La construcción de la memoria desde un poder autocrático va siempre unida a un proceso correlativo de damnatio memoriae, de destrucción de todo elemento histórico que pudiera oponerse a ella, y en particular a la supervivencia icónica de un enemigo así designado por la “historia oficial”. Los ejemplos se suceden a lo largo de los siglos. Excepcionalmente, unas manos sobre unas columnas en los mosaicos de San Apolinar Nuevo, de Rávena, ya bizantina, descubren la existencia del palacio de Teodorico, el anterior rey ostrogodo. La destrucción de las estatuas del Antiguo Régimen seguirá de inmediato a la toma del poder por Lenin. Y así siempre.
En los imperios resurgentes, el sentido de la damnatio memoriae atiende a idéntica exigencia. Se trata de ahormar una historia oficial, basada en una visión maniquea y con el objetivo de homogeneizar la conciencia colectiva: todo elemento opuesto a ese propósito ha de ser borrado. Eso no siempre es fácil, lo que lleva a imponer una política de olvido forzoso, o cuando menos de encubrimiento. Los mayores problemas se presentan para Erdogan en Turquía, al tener que afrontar la figura sagrada del fundador de la República, Kemal Atatürk, a la cual aplica una degradación progresiva, desde la desaparición del aeropuerto de su nombre a la reducción del papel desempeñado en sus triunfos militares. A esa degradación política acompaña la religiosa de las basílicas/museos bizantinas, convertidas en mezquitas, signo del poder del islam turco restaurado por el rais. Queda el recuerdo de la arquitectura sin imágenes, similar a las manos del palacio de Rávena.
En China y en Rusia se trata hoy fundamentalmente de rectificar las importantes corrientes críticas de la última década del siglo XX, sobre los grandes errores del maoísmo (Gran Salto Adelante, Revolución Cultural) y los crímenes estalinianos, resaltando en cambio el balance grandioso de los respectivos procesos de la construcción del socialismo. Son las plataformas de la triunfal situación de hoy. Sin el contenido crítico de Stalin, es el esquema absolutorio del informe Jruschov del XX Congreso. Críticas como las expresadas en los filmes de Zhang Yimou (¡Vivir!) y Tian Zhuangzhuang (La cometa azul) serían hoy imposibles en China, siendo sustituidas por la exaltación de las victorias medievales o en la guerra de Corea, contra Estados Unidos. En Rusia, la Asociación Memorial, investigadora de los crímenes de Stalin, está a punto de ser liquidada. Hasta ahora, aun cerrados, sobreviven los archivos, a diferencia del vandalismo generalizado que practicó Fidel Castro en Cuba.
La memoria escindida
Salvo en el interminable periodo de la dictadura de Franco, el caso español se sitúa en los antípodas de los ejemplos citados, en cuanto a la elaboración de una memoria histórica. La sacralización de la Guerra Civil como cruzada y del nacional- catolicismo como antídoto frente a la anti-España puso en pie una muralla defensiva de una “historia oficial” al servicio del régimen. Al disminuir tanto la represión política como la censura totalitaria, sin el respaldo de los fascismos derrotados en 1945, el castillo de naipes estaba ya listo para derrumbarse en los años sesenta. Antes ya desde el exilio, y con la apertura simbolizada por la Ley de Prensa de Fraga Iribarne en el interior, cobró forma una memoria alternativa centrada en la República y en el movimiento obrero. Más tarde, las dificultades de la Transición frenaron por pragmatismo la dimensión reivindicativa, y como consecuencia, la prioridad de liberar a los presos hizo que la izquierda apadrinase con éxito la Ley de Amnistía de 1977. Solo con el protagonismo de la segunda generación, los hijos y nietos de los vencidos, pasó a primer plano la exigencia de una nueva memoria histórica, incluyendo las responsabilidades criminales de los vencedores.
El 16 de octubre de 2008, el auto del juez Baltasar Garzón sobre los crímenes de la dictadura sentó las bases jurídicas de esa aspiración. Representaba la traducción de la Ley de Memoria Histórica del año anterior en un proceso de responsabilidades dirigido contra los protagonistas de la sublevación, paralelo a la recuperación de los miles de restos de víctimas. Sobre la base del proceso de Núremberg, la calificación de aquellos crímenes como de lesa humanidad debería impedir que la Ley de Amnistía de 1977 se convirtiese en ley de punto final. Así fue, mientras las organizaciones políticas, con el PP al frente, convirtieron su oposición a la ley en un campo de batalla, con altos niveles de violencia en el debate. El 36 seguía vivo. Ian Gibson advirtió que la solución requería alcanzar una visión compartida, para lo cual la derecha debería ser “magnánima” y reconocer la injusticia de que en Granada hubiese en 2007 un monumento a José Antonio, a pesar de los ocho mil asesinados, y ninguno a García Lorca. No hubo magnanimidad; pensemos en la resistencia al traslado de Franco del Valle de los Caídos a la tumba familiar. Por su parte, el intento de Garzón fracasó y el clima político fue enrareciéndose, al descubrir la izquierda que la resistencia de la derecha permitía acusarla de posfranquismo. Era un arma útil y así ha sido utilizada con intensidad creciente hasta hoy.
El reciente proyecto de reforma de la Ley de Memoria Histórica tiene lugar además en una coyuntura pésima, de auge de la pandemia, previsión de crisis económica y alto grado de crispación entre los dos bloques, de izquierda y derecha. También resulta sorprendente la insistencia en una mayor presión sobre crímenes de la Guerra Civil y la dictadura, cuando el gobierno hace todo lo posible por cubrir los crímenes de ETA con la cortina de la reconciliación, aliándose por añadidura con el partido heredero de los terroristas. No menos inadecuado parece que el ponente en el Congreso de la nueva ley, Enrique Santiago, secretario general del PCE, exija “la verdad judicial” y las consiguientes responsabilidades para los culpables, en nombre de la no prescripción de los crímenes contra la humanidad, cuando en la Guerra Civil, al menos moralmente, las condenas recaerían también sobre su organización.
En definitiva, si es de justicia condenar ante la historia a quienes llenaron las cunetas de muertos republicanos, también conviene recordar la frase de Santiago Carrillo cuando Muñoz Suay solicitó en 1961 la devolución de su pago a la productora Uninci al ser prohibida Viridiana. La recoge Juan Antonio Bardem en sus Memorias: “En otra época este traidor hubiera aparecido en una cuneta.” La lógica criminal de exterminio fue patrimonio del franquismo, pero las otras cunetas también existieron y debieran ser incorporadas a la memoria histórica, en un ejercicio de ponderación. Nadie está dispuesto a hacerlo. A pesar de los avances de la historiografía del periodo, tendremos por ahora una memoria escindida. ~
Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).