En alguna ocasión escribí que si Dios llegara a bajar de los cielos para ser candidato del PRI a la presidencia, ni así votaría por ese partido. El PRI opera como el rey Midas pero a la inversa: todo lo que toca termina por pervertirlo.
Nacido en 1966, Enrique Peña Nieto no pertenece a ninguna generación sino a un minúsculo grupo que se formó en una realidad paralela; en ese otro México construido por el PRI, donde no hubo crisis económica en 1982; ni inflación de más del 100% anual (1982-1986), ni caída del sistema (1988), ni levantamiento armado (1994), ni asesinatos políticos (1994), ni error de diciembre (1994), ni reprivatizaciones al amparo de la corrupción, ni Fobaproa, ni Acteal, ni Aguas Blancas, ni impunidad, ni simulación.
Por eso no hubo –ni habrá– un ápice de crítica y autocrítica al país que construyó su partido durante las últimas décadas del siglo XX, porque en ese país no pasó nada. Por eso llegará a la presidencia generando más dudas que certezas. Si Enrique Peña Nieto fuera parte de la generación de quienes hoy rebasamos los cuarenta años –la generación de las crisis–, sería un opositor natural a lo que significa el PRI.
¡Oh!, gran paradoja: el partido antidemocrático por naturaleza, que hizo de la simulación parte fundamental de la cultura política nacional, regresa al poder purificado por la vía democrática; un nuevo presidente, de rostro lozano y juvenil, encerrado en un cuerpo anquilosado que tiene décadas pudriéndose. ~
(ciudad de México, 1969) es historiador y escritor. Su libro más reciente es '365 días para conocer la Historia de México' (Planeta, 2011).