Amalia Avia, con voz propia

La pintora Amalia Avia siempre rechazó etiquetas, sobre todo la del hiperrealismo. 'El Japón de los ángeles', en Alcalá 31, está abierta hasta el 15 de enero.
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El día de la inauguración de la exposición de Amalia Avia en la Sala Alcalá 31 de Madrid circularon por Twitter un par de fotos en las que podía verse a Antonio López visitando la muestra y estudiando un cuadro titulado Paisaje urbano (Calle de Antonio López). El hecho de que el pintor apareciera mirando precisamente un cuadro con el que compartía nombre era pura casualidad, pero aludía involuntariamente a todos los reconocimientos inesperados que suscita esta exposición, reconocimientos casi siempre teñidos de nostalgia.

Deambulando entre los paisajes urbanos madrileños de Amalia Avia (1930-2011), no hace falta poner demasiado la oreja para escuchar expresiones como “Mira, la calle San Vicente Ferrer, eso está en Malasaña” o “Yo he conocido la Puerta del Sol así”. Es inevitable. Hay visitantes para quienes ese Madrid está íntimamente ligado a su biografía, aunque ni siquiera es necesaria la vivencia en primera persona para sentir la punzada del reconocimiento: en los descampados y barrios a medio construir que aparecen en los cuadros que Avia pintó en los años cincuenta y sesenta, muchos podemos imaginar la presencia de parientes cercanos.

Todo ello despierta ternura y hasta agradecimiento en muchos espectadores, pero cabe sospechar que la autora no estaría del todo conforme con el cumplido. Lo agradecería, sin duda, pero no es descartable que su orgullo de artista lo interpretara como una pequeña derrota. La ventaja de la pintura figurativa puede ser también su mayor lastre: el hecho de pintar cosas reconocibles permite al espectador establecer una relación inmediata con el cuadro, pero también dedicarle la mirada somera que arrojamos sobre lo ya conocido, sin goce estético. Y uno no dedica tanto empeño a la pintura para quedarse en mero anecdotista.

Leyendo su maravilloso libro de memorias De puertas adentro y algunas entrevistas, da la impresión de que Amalia Avia se pasó la vida rechazando etiquetas. Por definición, los buenos artistas se resisten al encasillamiento, pero el caso de Avia resulta especialmente obstinado, sobre todo en vista de los lazos no solo artísticos, sino de amistad, que la unían al resto de pintores y escultores con los que se la suele asociar. En los años sesenta y setenta, los llamados “realistas de Madrid” despertaron un renovado interés por el arte figurativo en un tiempo dominado por la gran pintura abstracta española de mediados de siglo. Beneficiándose también del auge del hiperrealismo estadounidense, el realismo madrileño llegó a convertirse en la moda artística del momento. Sin embargo, “aun tirando piedras a mi tejado”, como dijo en más de una ocasión, Avia no compartía el entusiasmo generalizado por un tipo de pintura que nadie planteó como un manifiesto. Siempre que tuvo ocasión, de hecho, dijo sentirse más próxima al informalismo de pintores como su marido Lucio Muñoz que a la obra de su gran amigo Antonio (“Antoñito”) López.

Amalia Avia empezó a pintar a una edad relativamente tardía, y en los cuadros más tempranos de esta exposición, algo inseguros pero muy evocadores, aparece la misma España pobretona que conocemos por el cine y la fotografía de la época. Entre las procesiones, fiestas populares e improvisados partidos de fútbol en descampados, se cuelan también temas que en su momento le valieron el calificativo de “pintora social” (etiqueta que, por supuesto, también repudió). Entre ellos destaca Manifestación III, pintado a partir de una fotografía aparecida en la revista Paris Match. Es un cuadro que parece marcar un cambio definitivo de sensibilidad.

Hay anuncios previos de ese cambio, como una vista en picado del interior de la Bolsa de Madrid o el irónico La familia de Carlos IV, que tiene aspecto casi de collage. Manifestación III, sin embargo, presenta una composición tajante, un corte violento entre el abigarramiento del grupo de manifestantes en la parte superior y la austeridad del asfalto en la inferior. La confesada afinidad de Avia con la pintura abstracta demuestra no ser ninguna boutade: no hace falta tirar de demasiada imaginación para ver afinidades formales entre este cuadro y las sobrias composiciones de Gustavo Torner de principios de los sesenta.

En las célebres fachadas que Amalia Avia empezó a pintar a principios de los años setenta se aprecia la apuesta definitiva por una pintura de composiciones muy marcadas. Es la pintura segura y ambiciosa de quien ha encontrado una voz propia. (Seguramente no sea casualidad que en torno a estas mismas fechas el modesto “A. Avia” con el que había firmado sus cuadros hasta entonces se transformara en “Amalia Avia”.) Sus mejores cuadros muestran vistas frontales de puertas cerradas y negocios semiabandonados, en los que el encuadre escogido aporta un aire de compresión, de encapsulamiento, que resulta en unas imágenes de gran potencia. Aunque se trate de escenas mudas, la presencia humana no está completamente ausente. Avia siempre confesó que le resultaba difícil pintar figuras, pero en su obra madura descubrió una manera de incluirlas por alusiones, a través de carteles escritos a mano, candados, garabatos pintados sobre los cierres de las tiendas o el propio desgaste de los muros. Esta presencia fantasmal de lo humano la emparenta, de nuevo, con el informalismo. (Pensemos en Tàpies, pero también en las fotografías abstractas de Pérez Siquier o Paco Gómez.)

En su interés por reflejar los efectos nada favorecedores del tiempo sobre los muros de las ciudades, Amalia Avia les infligía a sus obras un desgaste propio. En su conmovedora crónica familiar La casa de los pintores, Rodrigo Muñoz Avia cuenta cómo, después de dedicarles a sus cuadros un número nada desdeñable de horas, su madre procedía a echarles aguarrás por encima y quemarlos. Con ello buscaba que las llamas imprimieran una pátina de antigüedad a la obra, una emulación a pequeña escala de las varias décadas de deterioro sufrido por las fachadas originales. Una vez apagado el fuego, Avia repintaba los cuadros aprovechando los accidentes producidos por las llamas (si uno se acerca, verá burbujitas petrificadas). 

Este tipo de entresijos de la pintura de Amalia Avia hay que buscarlos muchas veces fuera de sus propias declaraciones. Por eso resulta muy revelador que en la exposición actual se hayan incluido muchas de las fotografías que le servían de modelo. La comisaria, Estrella de Diego, ha recalcado que la inclusión de las fotos no es anecdótica. No están ahí para que examinemos lo bien o lo mal que copiaba sus modelos, sino para comprobar hasta qué punto los alteraba. Hay muchos cuadros que son el resultado de varias fotos empalmadas o de añadidos que no aparecen en la imagen de partida (en la mencionada Manifestación III, por ejemplo, la mitad del cuadro es una pura invención). Estas alteraciones obligan a poner en suspenso —o desterrar— la idea de una pintora meramente realista.

Es difícil saber qué buscaba exactamente Amalia Avia cuando salía a fotografiar edificios ruinosos, igual que siempre nos quedaremos con la duda de por qué aplicaba ese velo apagado y algo melancólico a sus obras. Si uno lee con atención, sin embargo, encontrará pistas. A pesar de hablar relativamente poco de pintura en sus memorias, lo hace guiada por unas convicciones claras. Cuando rechaza el aspecto fotográfico del hiperrealismo estadounidense, por ejemplo, nos está dando una posible interpretación del velo melancólico: es muy posible que, para ella, ese velo fuera lo que separaba una obra de arte de una bonita postal.

En las declaraciones de Amalia Avia hay siempre una sensación de querer echar balones fuera; un signo de humildad, sin duda, pero también de cierta reivindicación: no me miréis a mí, mirad la obra. En su rechazo de todas las etiquetas que se le adjudicaron, se intuye un temor a no ser tomada enteramente en serio, como si la obra necesitara siempre un apoyo externo. Aunque lo escondiera detrás de su timidez, Avia era perfectamente consciente de su valía y creía que sus cuadros eran capaces de hablar por sí mismos. Han pasado más de veinte años desde la última gran exposición dedicada a su obra, y el tiempo —que sigue siendo el único juez que cuenta— está acabando por darle la razón.

La exposición El Japón en Los Ángeles. Los archivos de Amalia Avia puede verse en la Sala Alcalá 31 de Madrid hasta el 15 de enero de 2023.

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Es traductor y crítico de arte.


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