La crítica de teatro no pude ceñirse exclusivamente a una obra, sino al ámbito en el que se produce. En este sentido Cuarteto de una pasión suscita al interior del teatro mexicano un debate sobre la pertinencia de su programación en la Sala Xavier Villaurrutia del Centro Cultural del Bosque, pues tanto el elenco, como el director y en general la estética de la puesta en escena provienen del entretenimiento televisivo: ni siquiera del “teatro comercial”, sino de las telenovelas.
Es fácil establecer el símil que escandalizó a los teatristas: supongamos que algún autor de best seller de superación personal publica una antología en el Fondo de Cultura Económica con bombo y platillo. A nadie dejaría indiferente, pues se entiende que hay libros que necesitan el subsidio del Estado, mientras que otros tienen un público cautivo.
Al respecto, el director, autor y productor de la obra, Salvador Garcini (figura del teatro nacional en los años ochenta del siglo pasado), argumentó que, al ser contribuyente y creador, tenía derecho a dirigir una obra de teatro de su autoría en uno de los recintos más importantes de las artes escénicas mexicanas. La ingenuidad de Garcini nos llevaría a pensar que cualquier pintor aficionado (que pague impuestos) podría exponer en el Museo de Arte Contemporáneo o un diletante de la música clásica dirigir a la Orquesta Sinfónica Nacional. Es decir, el director trató de apagar el fuego con gasolina y consumó el incendio. Arde la reputación de los funcionarios culturales señalados, el prestigio de los teatros públicos se aminora y los espectadores siguen a merced de curadurías inexplicables, tal y como lo han expresado creadores teatrales y críticos en algunos medios y especialmente en redes sociales donde se ha puesto en entredicho la pertinencia de darle primacía a obras como esta en lugar de teatro experimental.
El teatro mexicano padece la falta de una política de creación de públicos y ante la ausencia de imaginación de los funcionarios culturales, la solución es llevar a estrellas de la pantalla hasta los escenarios.
Ante este panorama, lo único que podía jugar a favor del director y de las instituciones públicas sería la rara combinación de talento y rigor artístico. Si la puesta en escena funcionara, el beligerante gremio teatral tendría que aceptar un nuevo paradigma: la industria del entretenimiento y el teatro de búsqueda estética deberían irremediablemente emparentarse.
Afortunadamente esto no ocurrió, porque la puesta en escena es deficiente en múltiples lecturas. La más evidente, por el texto dramático que pondera la estética de las telenovelas hasta el paroxismo, donde dos mujeres luchan por el amor de un hombre que comparten sexual y emocionalmente (una de ellas sin saberlo), en el más socorrido de los triángulos amorosos. Escenas invadidas de lugares comunes, frases de una falsa profundidad filosófica y cimas de humor involuntario –“el amor no duele, lo que duele es el miedo”–; de cursilería melodramática –“solo la muerte podría separarme de él”–; peligrosas sentencias discriminatorias –“una quedó en estado de coma, la otra paralítica… Es lo mismo, almas sin movilidad”–, y finalmente un sinsentido –“si perdonas al criminal perdonas el crimen y este desaparece”–, que dicho en un teatro público de un país con tal cantidad de crímenes irresueltos y ante el dolor cotidiano de las víctimas es francamente ofensivo.
La obra recuerda los tópicos de las telenovelas mexicanas que se incrustaron en la cultura popular, melodramas de escaso interés estético y lenguaje artificial. Aquí dos atractivas mujeres buscan el amor eterno a través de la idealización de un hombre que las utiliza, y cuando se hace evidente la traición a la prístina monogamia de una de ellas, omiten confrontar al masculino y se matan desde cuatro tediosas formas distintas. Como en toda telenovela, hay un vestido de novia, ropa interior, pistola, lenguaje aspiracional de clase media alta, una rubia y una castaña como protagonistas, y las dos únicas personas morenas que en el montaje son asaltantes que se proyectan en un video que en realidad es una secuencia fotográfica. Hay hojas de otoño sobre una pared de ladrillos que simulan ser un departamento, haciendo del diseño espacial –por no hablar de la opaca iluminación– un espectáculo deplorable en sí mismo. El vestuario es también una colección de lugares comunes en sintonía con el resto de la pieza, además del diseño sonoro, una suma de efectos auditivos que buscan poner al espectador “en tensión”.
Las actrices Fernanda Vizzuet y Gema Garoa, ausentes de dirección y trazo escénico, cuya nula modulación vocal las obliga a gritar frases y caminar por el escenario inseguras, con una expresividad que roza lo hilarante. Exaspera la figura de la narradora Olivia Collins, quien no puede vocalizar dos enunciados sin tropezarse, haciendo gala de una pésima dicción y nula presencia escénica. Su personaje (una dramaturga falsamente sabionda) nos obliga al hastío con explicaciones no sólo tautológicas sino incomprensibles por lo abyecto de su oralidad, declamando más que construyendo un personaje desde el habla y sin un ápice de emoción. Por si fuera poco, el galán (Alex Sirvent) que aparece hacia el final de la obra –descamisado y musculoso, como dictan los cánones de la televisión– pronuncia sus últimos parlamentos mientras las dos mujeres sumisas se agolpan a su alrededor, cerrando visualmente el paradigma patriarcal y conservador que la obra propone.
Garcini se conformó con colorear un monumento al ostracismo y nos mostró –con dinero público– la explicación al destierro que le había deparado el gremio. La suya es la más autodestructiva de nuestras vanidades y la más necesaria de las omisiones.
Cuarteto de una pasión no es sólo una pifia artística, es también el más reciente de una serie de tropiezos y omisiones en la política cultural. ¿Acaso nadie de la Coordinación Nacional de Teatro leyó el texto dramático, ningún funcionario acudió a un ensayo y avisó del entuerto? ¿Por qué llegó a la programación sin pasar los filtros habituales de consagración y competencia? ¿Por qué en el teatro –y en general en la cultura mexicana– se le debe rendir tributo a viejas glorias que han demostrado falta de actualización y comprensión ante la modernidad? En el fondo, Cuarto de una pasión ha sido una revelación inquisitiva sobre el estado del teatro mexicano y ha movilizado necesarias reflexiones. Lo más importante: ¿para qué sirve un teatro público que no está a merced de los creadores originales, del público o de discursos contemporáneos?
Como autoparodia, la obra podría ser un acierto y quizá inauguraría un subgénero inédito en nuestra tradición. Como metáfora sexenal, Cuarto de una pasión es prodigiosa, la sublimación de la estética telenovelesca en el espacio público. Como obra con rigor estético será memorable por infame; seguramente el montaje más deficiente en la historia del Centro Cultural del Bosque en lo que va de siglo.
Es dramaturgo y crítico de teatro. Ha publicado, entre otros libros, Patán, hazme un hijo (Arlequín, 2015)