Foto: Cortesía Luna Morena

El pozo de los mil demonios y el teatro para la infancia en México

Hay escrituras que alteran una tradición y se integran a la historia de las ideas de la sociedad que las ejecuta. Es probable que esta obra de Maribel Carrasco sea el testimonio más claro de la definitiva irrupción de la infancia en la escena teatral nacional.
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El teatro mexicano contemporáneo tiene en la escritura, producción y puesta en escena de obras para la infancia y adolescencia uno de sus más grandes baluartes. A la escena mexicana le ha costado alcanzar presencia continua a nivel internacional, y no por falta de montajes memorables o dramaturgias potentes, sino por la ausencia de un sello distintivo que genere, como en toda tradición cultural, un piso de reconocimiento e investigación que permita un diálogo entre creadores, público e instituciones más allá de los espacios habituales de consagración. Un teatro sin identidad y desligado del concierto social es intrascendente.  

La intrascendencia del teatro mexicano se originó en la primacía de los esfuerzos individuales y del culto a la personalidad, especialmente de directores de escena (“los grandes maestros”) que instituyeron durante el siglo pasado escuelas o estilos singulares en confrontación. Sin embargo, las disputas estéticas olvidaron al gran público como el eje nodal de la creación teatral hasta los años noventa. Desde entonces, ha sido especialmente la dramaturgia escrita para la infancia y adolescencia la que ha posicionado a la escena mexicana como una de las más vigorosas y modernas para públicos específicos en el mundo. Esto es algo que no ha conseguido el teatro para adultos en ningún formato.     

En el último cuarto del siglo pasado, lo mismo en la literatura que en el teatro, en prácticamente todas las experiencias artísticas de Occidente aumentó la reflexión y acercamiento a los públicos específicos: primera infancia, niñez, adolescencia, tercera edad, pero también a las lenguas minoritarias o para personas con capacidades diferentes o en exclusión social. Los muchos creadores dedicados a estos públicos propiciaron la ruptura con el canon y la tradición hegemónica. Aunque el gremio teatral mexicano sigue atado a políticas públicas cuyo destinatario final es el adulto que paga un boleto y vive en zonas urbanas, la multiplicidad de receptores pensados desde la dramaturgia –en todo el país, no solo en la capital– explica la riqueza de una escena que va por delante de las instituciones (no solo culturales sino pedagógicas) y cuyo cimiento es la definitiva democratización de la mirada: todos los espectadores merecen un teatro de calidad, una dramaturgia que no los subestime ni los considere personas con menor valía.  

Esta joven tradición de un teatro plural comenzó en las obras dedicadas a la infancia, cuyo texto inaugural probablemente sea El pozo de los mil demonios de Maribel Carrasco (Cuautla, 1964), que el año pasado cumplió treinta años de haberse escrito. Para marcar ese aniversario, el director de escena tapatío Miguel Ángel Gutiérrez decidió modernizarla y homenajearla con el grupo Luna Morena, en un montaje que se presenta en el Conjunto de Artes Escénicas de la Universidad de Guadalajara. Carrasco revisó la obra, hizo modificaciones y actualizó aspectos del lenguaje, mientras que Gutiérrez generó una puesta en escena moderna con multiplicidad de estímulos audiovisuales, así como un juego con máscaras y un vestuario agudo con un trabajo vocal cuidadoso y elegante. 

La obra cuenta la pesadilla de la niña Jacinta, que viaja a través de un pozo para poder recuperar el cántaro que contiene el agua de la vida y combatir al demonio de la sequía. Jacinta tiene una nana que la acompañará en esta compleja travesía alegórica, siendo al mismo tiempo consejera y protectora. El giro final del texto actualiza la premisa de la obra y convierte a la puesta en escena en un trabajo moderno, que refleja las preocupaciones ecológicas de los espectadores más jóvenes. No obstante, algunos tramos de la puesta en escena son cansados y el buen ritmo se desploma en largas transiciones donde el efecto del humo sobre el escenario es repetitivo.   

Se trata de un montaje de gran formato, con marionetas formidables que recuerdan al director francés Philippe Genty, por la cautela en la construcción y manejo de los elementos, pero también por el paisaje visual, donde los actores se mueven continuamente como una sombra simbólica en segundo plano narrativo y la marioneta es la generadora de la potencia gestual. La cosmogonía de la obra, afincada en la mitología rural del país, es estimulante y la propuesta musical remite a una épica propia del cine, que atrapa a los niños de inmediato.

Además de sus virtudes técnicas y del notable ejercicio de construcción visual, la puesta en escena revisa y actualiza a los personajes y sus circunstancias. No es un texto moderno, y tanto el tema como la urdimbre de Jacinta nos recuerdan que no siempre se pudo hablar directamente de temas como la muerte, la memoria histórica y la devastación ecológica en el teatro para la infancia; por el contrario, era necesario construir un pesado aparato de fantasía alrededor. La revisión que hizo la autora de su propio texto alcanza para poner en pie un espectáculo notable pero no para inscribirse en lo más sobresaliente del actual teatro para la infancia.   

La sacudida que provocó El pozo de los mil demonios entre quienes hacían teatro (no solo para la infancia) a finales de los ochentas del siglo pasado y durante toda la década posterior fue una grieta que terminó derribando desde adentro la casa de supremacía adultocéntrica de la escena nacional. El primer montaje de esta obra, dirigido por Luis Martín Solís que tuvo temporada en el teatro Juan Ruiz de Alarcón de la UNAM en 1988, originó un debate que se centraba en saber si estos temas eran prudentes para los niños y si el teatro podía abordar las pesadillas de una forma tan cruda. Que el teatro para la infancia dejara de ser entretenimiento y cuestionara la teatralidad misma, pusiera sobre la mesa los temas tabú en la literatura dramática y situara a los directores y productores en la necesidad de poner atención a los conflictos de la vida cotidiana a los seis, siete u ocho años de vida de una persona transformó en definitiva la escena nacional.  

Carrasco dio el primer golpe. A ella le siguieron obras y autoras que más de diez años después de El pozo comenzaron a publicar de forma continua y cuyas obras se montaron en todo el país, como en un efecto dominó. Entre ellas están Tere Valenzuela (Luna cara de conejo, 1999), Elba Cortez (No apaguen la luz, 2000), Amaranta Leyva (Dibújame una vaca, 2001), Perla Schumazcher (Malas palabras, 2001), Mónica Hoth (Martina y los hombres pájaro, 2002), Berta Hiriart (Adiós querido cuco, 2004) o Verónica Maldonado (Valentina y la sombra del diablo, 2006), quienes no solo escribieron obras para infantes, sino que también exigieron un lugar en las políticas culturales, para hacerlas plurales y equitativas. A ese esfuerzo se sumó el director francomexicano Boris Schoemann, quien tradujo a los autores quebequenses y franceses más importantes para públicos específicos y dotó a este nuevo impulso de más contenidos esclarecedores. A la par, la estancia de la dramaturga especialista Suzanne Lebeau y los talleres que impartió en México desde 1999 inocularon en gran cantidad de profesionales de todo el país la necesidad de un cambio en su teatro.

Con la complicidad en la producción y gestión de Mónica Juárez y Marisa Giménez Cacho, lo que comenzó como una obra diferente para niños se convirtió en una silenciosa revolución de decenas de profesionales. Una revolución de la escena mexicana que hizo posible la ruptura con el patriarcado imperante (la ausencia de dramaturgas y directoras a finales del siglo pasado era notable), la reivindicación de un público múltiple (un teatro donde entren todo tipo de espectadores) y una mirada sin condescendencia donde la infancia y la juventud no sean el escenario para diseminar moralejas edificantes o “mensajes” aleccionadores. Un teatro donde niños y niñas sean depositarios de derechos como cualquier ciudadano con acceso a los bienes y servicios culturales.            

El montaje de Luna Morena, además de ser un artefacto escénico lleno de virtudes y de emocionar al público como sucedió hace más de treinta años, nos recuerda que hay escrituras que alteran una tradición y que hacen de la historia del arte una historia de las ideas de la sociedad que las ejecuta. Es probable que sea El pozo de los mil demonios el testimonio más claro de la definitiva irrupción de la infancia en la escena nacional.

 

El pozo de los mil demonios, de Maribel Carrasco, dirigida por Miguel Ángel Gutiérrez, se presenta en la Sala 2 del Conjunto de Artes Escénicas de la Universidad de Guadalajara.

 

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Es dramaturgo y crítico de teatro. Ha publicado, entre otros libros, Patán, hazme un hijo (Arlequín, 2015)


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