Dr John y un canto fĂșnebre bajo la luna, en el pantano

El 6 de junio falleciĂł Mac Rebennack, alias Dr John, museo andante del patrimonio cultural de Nueva Orleans. En sus memorias, Under a Hoodoo Moon, el mĂșsico repasa sus Ă©xitos y fracasos, reinvenciones y resurrecciones personales.
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Si los nostĂĄlgicos incurables del blues, R&B, jazz, rock y funk de la segunda mitad del siglo XX, los del “ya no se hace mĂșsica como la de antes y lo de ahora es pavoroso”, buscan un argumentario para cargarse de razones y correr a morder la oreja sin permiso a la muchachada de la generaciĂłn Spotify, no tienen mĂĄs que consultar la impecable secciĂłn de obituarios del Times-Picayune: el periĂłdico local de Nueva Orleans (que tambiĂ©n, quĂ© cosas, agoniza en otra crisis contemporĂĄnea para abonados a la melancolĂ­a, la de la prensa) ha despedido en el Ășltimo lustro, con artĂ­culos prolĂ­ficos y rigurosos, llenos de respeto, informaciĂłn, anĂ©cdotas y cariño, nada menos que a Fats Domino, Harold Battiste, Charles Neville o Allen Toussaint.

Este junio de 2019 ha sido especialmente funesto en lo que a grandes nombres de Nueva Orleans se refiere: el dĂ­a 6 falleciĂł Mac Rebennack, alias Dr John, artista formidable y museo andante del patrimonio cultural de la ciudad. Y el dĂ­a 23 muriĂł a los cien años Dave Bartholomew, compositor, trompetista, arreglista y legendario productor de Fats Domino, con quien creĂł ese rhythm & blues y rock ‘n’ roll primigenio, piedra capital del “sonido Nueva Orleans”, que reverberĂł en todo el paĂ­s con los ecos de una revoluciĂłn cultural, y materializado en un torrente de singles grabados en los Ășltimos años cuarenta y primeros cincuenta en el mĂ­tico estudio de grabaciĂłn que Cosimo Matassa (fallecido tambiĂ©n este Ășltimo lustro) tenĂ­a en el French Quarter.

AlgĂșn editor astuto deberĂ­a aprovechar la oportunidad para publicar de una vez en España, con veinticinco años de retraso, la imprescindible, delirante, descacharrante y escalofriante autobiografĂ­a de Dr John, Under a Hoodoo Moon (escrita en colaboraciĂłn con Jack Rummel en 1994). Es un librito maravilloso que mĂĄs allĂĄ de sus valores literarios, que los tiene, funciona como caleidoscopio de toda la herencia musical de la ciudad en la segunda mitad del siglo XX.

Mac Rebennack la describe desde su posiciĂłn privilegiada de figura central en la que convergen la tradiciĂłn de los piano professors de Nueva Orleans, la herencia del rhythm & blues y rock ‘n’ roll primigenio, el blues local, el jazz o el funk. En sus propias palabras: “En Nueva Orleans, ya sea en la religiĂłn, la comida, la raza o la mĂșsica, nada constituye una unidad autĂłnoma, todo estĂĄ entremezclado, las cosas no existen por sĂ­ mismas hasta que no forman parte, revueltas y diluidas con todo lo demĂĄs, de un mismo gumbo”.

Rebennack aplicĂł esa filosofĂ­a a su arte, convirtiĂ©ndose Ă©l mismo en un collage viviente: empezĂł de guitarrista adolescente de estudio en los dĂ­as del nacimiento del R&B y el rock ‘n’ roll, se vio reconvertido despuĂ©s en pianista y en discĂ­pulo directo del gran maestro local de los teclados, y posteriormente fue agente comunicador de la revoluciĂłn funk de The Meters, cronista del Ă©xodo de las figuras locales que abandonaron la ciudad en los sesenta en busca de nuevos pastos en Los Ángeles o Nueva York y embajador a escala nacional del gumbo cultural de Nueva Orleans, de la herencia jazz y blues de la ciudad y de su cultura vudĂș tradicional, representada en la mĂĄs cĂ©lebre de sus creaciones escĂ©nicas: la del Dr John. PresentĂĄndose como el presunto heredero de un curandero espiritista del siglo XIX, Rebennack construyĂł su cĂ©lebre imagen de mĂșsico-hechicero, jugueteando con ritmos tribales y rituales gris-gris que se pierden en la noche de los tiempos. Con ello se convirtiĂł, mĂĄs que en cualquier otra cosa, en un originalĂ­simo, divertido, informal y moderno entertainer.

Under a Hoodoo Moon repasa las accidentadas cuatro dĂ©cadas en las que Rebennack buscĂł, en medio del permanente desmoronamiento personal de una vida desmedida, a menudo fracasada, siempre lacerante, su Ășnica versiĂłn conocida de la armonĂ­a y la paz de espĂ­ritu: la de una banda de mĂșsicos de estudio que disfrutan tocando y suenan como tienen que sonar. En esas sucesivas reinvenciones musicales y resurrecciones personales, en esa bĂșsqueda permanente de colaboradores para poner en orden una carrera musical en continuo desequilibrio, desfila un plantel de nombres deslumbrante: no hay una gran figura de Nueva Orleans, de James Booker a Professor Longhair, de Allen Toussaint a Harold Battiste, de Lloyd Price a Earl King, que no pase por sus pĂĄginas. Cuando Rebennack sale de Nueva Orleans en los sesenta, conoce fuera de la burbuja a lo mĂĄs granado del exterior: Eric Clapton, Mick Jagger, Keith Richards, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Frank Zappa, B.B King, John Lennon, Van Morrison, The Band, Doc Pomus
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El libro arranca con un encantador cuadro pintoresco, evocador y muy literario, de su infancia en Nueva Orleans, y por extensiĂłn de la vida en el sur de Estados Unidos (es decir, en El Sur, nada menos) en los años cuarenta. El gĂłtico sureño asoma pronto: en un ambiente segregado de espectĂĄculos de vodevil, teatro minstrel, vendedores ambulantes de ostras y gambas, bailes de carnaval y racismo institucionalizado, conocemos a un abuelo tullido que se divierte contĂĄndole a su nieto escabrosas historias de asesinos y descuartizadores, por ejemplo. TambiĂ©n a una abuela versada en maldiciones vudĂș y otras supersticiones de demonio, porche, calor y limonada, y a un padre que se gana la vida reparando gramolas y equipos de sonido en los locales en los que el niño Mac Rebennack toma su primer contacto con la escena musical canalla de la ciudad. Con apenas diez años ya es un gran admirador de Dave Bartholomew o Professor Longhair, y toma sus primeras lecciones de guitarra. En torno a 1953, a los doce años, se inicia en las drogas. La mĂșsica y la heroĂ­na serĂ­an pareja inseparable durante los siguientes treinta y cinco años de su vida.

Siguen sus inicios como mĂșsico de estudio, sus primeras composiciones para los singles del momento de otros artistas, no siempre acreditadas, y su primer intento de formar una banda estable, arruinado despuĂ©s de que algunos miembros mueran de sobredosis y otros acaben en la cĂĄrcel por delitos de extrema o menor gravedad. El cuadro que Under a Hoodoo Moon pinta de los primeros conciertos de Rebennack y su banda en el circuito de locales de mala muerte de la Nueva Orleans de los años cincuenta parece salido de una novela de Kerouac. TenĂ­an por costumbre, por ejemplo, ejercitar la siguiente rutina en el clĂ­max de la actuaciĂłn: el saxofonista del grupo corrĂ­a por la barra del bar mientras ejecutaba su solo, saltaba al suelo sin dejar de tocar y entraba en el baño de señoras, de donde salĂ­a cubierto de varias prendas de lencerĂ­a femenina para, al fin, caer desmayado en el suelo entre los gritos frenĂ©ticos de la concurrencia.

Rebennack asegura que el mejor momento para subirse a un escenario en la ciudad era bien entrada la madrugada, cuando el pĂșblico estaba constituido mayormente por prostitutas, delincuentes y drogadictos, pero tambiĂ©n cuando la autoridad hacĂ­a la vista gorda con la segregaciĂłn institucionalizada y era posible esquivar la prohibiciĂłn de subir al escenario acompañado de mĂșsicos negros. A esa hora se mezclaban entre el pĂșblico los primeros espadas de la mĂșsica americana del momento, llegados a la ciudad para grabar sus sesiones y sabedores de que a las cuatro de la madrugada empezaba la hora mĂĄgica en los clubes abiertos veinticuatro horas al dĂ­a.

Rebennack habla de jornadas de trabajo extenuantes de hasta dieciocho horas repartidas entre el estudio de grabaciĂłn y el escenario, lo que no bastaba para pagar las facturas, y mucho menos sus malos hĂĄbitos y adicciones. Confiesa entonces haberse sacado un dinero extra ejerciendo de proxeneta ocasional, y pinta otro cuadro gĂłtico sureño cuando narra su breve paso por una clĂ­nica abortista ilegal: “mi trabajo consistĂ­a en recibir un paquete con un bebĂ© muerto e irme a tirarlo a escondidas, de noche, al canal de drenaje del lago Pontchartrain. Durante años tuve pesadillas con los cuerpos de esos bebĂ©s flotando en el agua”.

En 1961 su carrera musical queda literalmente pendiente de un hilo cuando recibe un disparo en la falange del dedo anular de su mano izquierda. Incapaz de seguir tocando la guitarra, se pasa al piano tras recibir lecciones avanzadas de un profesor ejemplar: James Booker. El retrato que Rebennack hace de Booker, “el Ășnico verdadero genio que he conocido en mi vida”, “el pianista negro, gay, tuerto y yonqui mĂĄs grande que ha parido Nueva Orleans”, es uno de los dos puntos ĂĄlgidos del libro. El otro es el capĂ­tulo dedicado a Roy Byrd, alias Professor Longhair, alias Fess, el mĂĄs venerado de los piano professors de Nueva Orleans, que adoptĂł a Rebennack como discĂ­pulo.

Entre las escabrosas pĂĄginas de Under a Hoodoo Moon el capĂ­tulo dedicado a Fess asoma como un oasis de frescura y diversiĂłn, con unas pĂĄginas que desbordan ternura y simpatĂ­a por un personaje estrafalario, juguetĂłn, travieso, irreal, inventor chiflado a ratos, dibujo animado en carne y hueso a tiempo completo y modesto genio de talento inclasificable, que se expresa en una jerga imposible, en un idioma de su propia cosecha que lo mismo le valĂ­a para cantar al piano que para el saludable ejercicio de la conversaciĂłn. En Under a Hoodoo Moon el capĂ­tulo de Fess parece un corto de Tom y Jerry proyectado en mitad de un episodio de The Wire.

Rebennack no parece ocultar ningĂșn detalle escabroso de su vida, tampoco su paso por la cĂĄrcel de Fort Worth por posesiĂłn de narcĂłticos a principios de los sesenta, que narra con extrema crudeza. Pero Under a Hoodoo Moon es tambiĂ©n un portentoso libro de mĂșsica, en el que su protagonista vuelca su enciclopĂ©dico conocimiento del asunto al repasar su eclosiĂłn creativa a finales de los sesenta: Jim Garrison, fiscal del distrito de Nueva Orleans cĂ©lebre a la postre por sus investigaciones del caso Kennedy (Oliver Stone le vistiĂł de Kevin Costner en JFK) habĂ­a lanzado una cruzada contra las varias formas de vicio de la ciudad, cerrando la mayor parte de los locales de mĂșsica en directo.

Al quedarse sin trabajo, algunos mĂșsicos volvieron, irĂłnicamente, a ejercer como delincuentes. Otros buscaron oportunidades fuera, mientras Detroit, Memphis o Chicago tomaban el relevo en la primacĂ­a musical del paĂ­s. Rebennack se fue a Los Ángeles, donde grabarĂ­a en 1968 el seminal Gris-Gris ya convertido en Dr John, con esa mĂ­stica hipnĂłtica de pantano nocturno que explotarĂ­a aĂșn en los ĂĄlbumes Babylon, Remedies (publicado sin su permiso durante una estancia en un hospital psiquiĂĄtrico para una cura de desintoxicaciĂłn) y en el mutilado, pero aun asĂ­ estupendo, The sun, moon & herbs, grabado en Londres con la participaciĂłn de Eric Clapton, Mick Jagger y lo mĂĄs granado de la escena local.

En 1972 se desprende de su traje de plumas y su attrezzo de calaveras, huesos y talismanes varios para reconvertirse en embajador de la tradiciĂłn musical de Huey “Piano” Smith, Earl King o Professor Longhair con el entrañable Dr John’s Gumbo. Y el año siguiente llega la feliz idea de Allen Toussaint de juntar a Rebennack con los extraordinarios Meters para la apoteosis funk de In the right place (1973) y Desitively Bonnaroo (1974).

En todo ese tiempo Rebennack no consigue dar a su vida un mĂ­nimo de orden, es apuñalado, golpeado y traicionado invariablemente, y devuelve los golpes cultivando un odio morboso hacia sus sucesivos managers. Se ve rodeado de grandes estrellas millonarias (todo el salĂłn de la fama de la revoluciĂłn musical anglosajona del momento desfila por las pĂĄginas), pero Ă©l se sabe pobre y miserable. Se desprende el retrato de un tipo rencoroso, resentido y retorcido que se recrea en la venganza hacia los responsables de sus sucesivas casas discogrĂĄficas. Sus conocimientos de vudĂș juegan aquĂ­ un papel importante.

Y sin embargo, siguiendo las reglas de la dramaturgia tradicional, la redenciĂłn de nuestro hombre llega, y lo hace invariablemente. En dos etapas: la primera es su feliz encuentro en Nueva York con otro tipo algo castigado por la vida: Doc Pomus. Juntos escriben un puñado de canciones estupendas, llenas de sabidurĂ­a retrospectiva, de nostalgia por todo lo que se perdiĂł por culpa de las piedras del camino, que conforman el grueso de dos discos: City lights y Tango palace (1979). Rebennack comienza a tocar entonces por primera vez en solitario, sin banda, armado solo de su piano y su voz rota, adoptando los aires de un crooner ajado y maldito, sensible y delicado. En 1989 publica In a sentimental mood. Ese año llega tambiĂ©n su segunda redenciĂłn cuando, ingresado en un hospital, una enfermera le enseña el camino de salida de sus treinta años largos de adicciĂłn a la heroĂ­na por el mĂ©todo aparentemente simple de ofrecerle mandarinas en el momento adecuado. El fragmento casi parece un relato de Raymond Carver que podrĂ­a titularse asĂ­, “Mandarinas”.

Under a Hoodoo Moon contiene material y argumentario de sobra para abonados varios a la melancolía sobre la revolución musical que fue y no volverå. Pero también una lección importante para todos los que aseguran que la escena musical de Nueva Orleans estå en decadencia, y que aquello ya no es lo que era porque allí ya nadie se gana la vida dignamente componiendo y tocando en directo: y es que rara vez ha sido de otra manera. De hecho los años de apogeo creativo de Mac Rebennack transcurrieron extramuros, algo que viene ocurriendo desde Louis Armstrong por lo menos (y si fue así para Armstrong cómo no va a serlo para cualquiera). En sus décadas mås fértiles, Rebennack apenas grabó un par de discos en Nueva Orleans, porque lo suyo fue llevar su gumbo mestizo de estilos y herencias culturales por todo el mundo.

La globalización también es esto, difundir tu esencia por ahí para que alguien la reformule bajo otro vestido, añada sal de su cosecha y le dé otro nombre. Alguien mås joven, por lo general. Vaya aquí al respecto un apunte muy pertinente para los nostålgicos: en 2012, tras varios años musicalmente erråticos, Rebennack entregó un disco memorable (Locked down) que no habría sido posible sin la afortunadísima producción y aporte creativo de Dan Auerbach, un tipo de cuarenta años que es la mitad de The Black Keys.

Hoy en dĂ­a se habla con absurdo desprecio de algo que se ha dado en llamar “apropiaciĂłn cultural”, pero que no deja de ser la adopciĂłn alegre y placentera de un legado en aras del disfrute, y que nace de la curiosidad por (atentos) la cultura. En Nueva Orleans el aumento sustancial de visitantes tras el desastre del Katrina y lo que vino despuĂ©s (la serie Treme, de HBO, incluida) ha provocado la muy saludable apropiaciĂłn cultural por parte de miles de forĂĄneos del ambiente del lugar, en el que sobrevive una muy decente (y en ocasiones excelsa) escena local de conciertos. Rebennack decĂ­a que la Ășnica manera de que Nueva Orleans recuperara su esplendor musical de antaño era volver a llenar los bares de drogatas y delincuentes, pero no parece una cosa muy prudente. AsĂ­, el plantel local ya no es ese abrumador grupo de mĂșsicos que deslumbraron en un ambiente nocturno peligroso, algo depravado y decadente, pero eso no quiere decir que su herencia cultural se haya perdido por el camino y que no merezca la pena conocerla. Tampoco hay ya espectĂĄculos de gladiadores en Roma ni cristianos devorados por leones, y sin embargo quiĂ©n no quiere visitar el Coliseo.

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Iker Zabala es crĂ­tico cultural.


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